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Jeihhco, el rapero de La 13

Portada defender y honrar la vida

 

María Luna Mendoza

Esta es la primera entrega de la serie Defender y honrar la vida, que publicaremos por capítulos esta semana, de María Luna Mendoza.  

 

El origen

Anorí es un municipio del nordeste antioqueño que limita con Amalfi, la tierra de Vicente, Fidel y Carlos Castaño Gil. Es un pueblito famoso por ser la cuna de grandes artistas. Ahí nacieron el escultor Pedro Nel Gómez, el poeta León Zafir, el escritor Darío Ruíz y mi tío, Adonay Hernández, un músico empírico que sobrevivió a la masacre de Segovia a punta de canciones. El 11 de noviembre de 1988, los paramilitares del grupo Muerte a Revolucionarios del Nordeste (MAS) llegaron a Segovia e irrumpieron a sangre y fuego la cantina en la que mi tío Adonay cantaba. Obligaron a salir a todos los campesinos a la calle y les dispararon. A mi tío, sin embargo, le pidieron que siguiera cantando sus canciones para amenizar la masacre. Su voz y su guitarra fueron su ángel de la guarda.

Anorí es una montaña de oro y como el oro es riqueza, es un territorio en disputa. Paramilitares, narcotraficantes, empresas mineras y grandes terratenientes han tenido al pueblo en la mira durante muchos años. Pero quienes más control han ejercido en la zona han sido las guerrillas de las FARC, con el Frente 34, y el ELN, con el frente Héroes de Anorí. Bertha, mi abuela materna, era una matrona a la que nada la atemorizaba y, en ese contexto tan hostil, se dio a la tarea de criar a 16 hijos: Cuatro varones y doce mujeres entre las que se encontraba mi mamá, la reina Elizabeth de Anorí.

En 1981, mi tío Adonay llegó a Medellín en busca de mejores oportunidades y compró un lote en las montañas de invasión que luego harían parte de la Comuna 13. En vista de que el lote era suficientemente grande como para construir varias casas, mi tío le propuso al resto de la familia venir a vivir a la ciudad. Todos aceptaron. El único que se negó a salir de su finca fue mi abuelo.

Mi mamá llegó a la ciudad en 1983. Tenía apenas 20 años cuando un hombre rico y casado la embaucó, la dejó embarazada y la abandonó. De ese lapsus sentimental nací yo, Jeison Alexander Castaño Hernández, mejor conocido como Jeihhco; Jeihhco a secas.

Nací el 6 de abril de 1985 en la Clínica León 13 de Medellín. El 13 es un número especial: Desde el día en que vine al mundo ya era parte indispensable de mi vida. Crecí en el sector de Cuatro Esquinas del barrio Nuevos Conquistadores de la Comuna 13. Gran parte de mi infancia y de mi juventud transcurrió en la casa de mi abuela. Mi mamá trabajaba todo el tiempo: Fue empleada doméstica, portera de un edificio y los fines de semana vendía perros calientes, hamburguesas y chuzos de carne en un puesto ambulante. A diferencia de mis amigos del barrio, que eran bastante pobres, yo crecí en medio de ciertas comodidades económicas. Mi mamá fue una guerrera y, a punta de sacrificios, consiguió brindarme una infancia feliz. Nunca me faltó nada: Pude ir a la escuela y al colegio y tuve el privilegio de estrenar zapatos y cuadernos cada año escolar.

Mi primera escuela se llamaba Amor al Niño y hacía parte del proyecto de invasión impulsado por Bernardo Alejandro Guerra Serna, exalcalde de Medellín. La vida y la guerra dieron tantas vueltas que ahora la escuelita funciona como base de la Policía. Mis compañeros provenían de diferentes pueblos de Antioquia, especialmente de la zona del Urabá; por esa razón, casi todos mis amigos de infancia son negros. Algunos habían llegado desplazados; otros, porque sus familias venían en búsqueda de una oportunidad en la Medellín industrial: en la Medellín de Coltejer, de Postobon, de Bavaria y de las grandes constructoras. No contaron con que las elites los iban a lanzar a las periferias para evitar que “ensuciaran” la eterna primavera de sus postales. Esta ciudad ha sido planeada de manera mezquina; los cinturones de miseria corresponden a una política intencionada de segregación urbana y eso ha convertido a Medellín en la ciudad más inequitativa de Latinoamérica.

Los chicos de mi barrio

En los Nuevos Conquistadores no había calles pavimentadas y el acceso a la salud y a servicios básicos como la electricidad dependía del ingenio y la recursividad de los vecinos. El agua potable venía de la montaña en forma natural: De sed nadie se moría. De lo que la gente sí se moría era de pura y física hambre o de la violencia provocada por las riñas entre bandos y familias. Cuando alguien resultaba herido en medio de una pelea, tocaba envolverlo en sábanas, cargarlo en una camilla improvisada y caminar más de veinte cuadras abajo hasta el Centro de Salud.

Los niños trabajábamos dos veces en semana ayudando a surtir las tiendas. Como no había vías de acceso, los surtidores dejaban los productos en las calles de abajo. Mis amigos y yo íbamos por los productos en manada, nos echábamos los bultos al hombro y volvíamos a subir. Cuando llegábamos a la meta, es decir, a las tiendas, nos pagaban con plata o con dulces.

La calidad de vida en los Nuevos Conquistadores era pésima. Sin embargo, hicimos muchos esfuerzos por dignificarnos y ser felices. Uno de los momentos más bonitos del barrio fue cuando entre todos construimos la cancha de fútbol. La mayoría de mis vecinos eran campesinos y tenían muchas destrezas en el manejo de la guadua y la madera, así que levantaron las canchas con una agilidad impresionante. También hacíamos convites o mingas colaborativas para mejorar el estado de las calles y ayudar a los demás a construir sus casas: Preparábamos sancocho, poníamos música a todo volumen y los grandes compraban cajones de cerveza. Los convites tenían su ciencia, nadie se quedaba sin participar y todos aprendíamos algo diferente. Yo, por ejemplo, me volví experto en palear cemento.

Vecinos encapuchados

En 1989, llegaron las Milicias Populares (MP) de las FARC a Cuatro Esquinas. La primera vez que los vi estaba de visita en la tienda de mi abuela junto a mi tío Adonay. De la manera más repentina, aparecieron unos hombres encapuchados en la puerta, empujaron a mi tío, le pidieron la cédula, lo requisaron y lo sometieron a un interrogatorio. En ese entonces, Adonay vivía en Segovia y venía a visitarnos ocasionalmente. Los milicianos creyeron que se trataba de un paramilitar y lo trataron muy mal, pero un grito de mi abuela fue suficiente para que se calmaran. Después de ese episodio, mi abuela se ganó no solo su respeto, sino también su cariño. Mario Cachetes, el comandante de las Milicias de mi barrio, también era de Anorí. Había sido acólito de la parroquia cuando niño y en su juventud había optado por la lucha guerrillera.

Las Milicias tenían una fuerte vocación guerrillera y las MP no eran las únicas que operaban en la Comuna 13. En otros barrios estaban las Milicias América Libre, las Milicias Bolivarianas del Pueblo y las Milicias de Occidente. Muchos jóvenes lograron sintonizarse con sus idearios políticos y se sumaron a la militancia; otros lo hicieron porque creían que al adherirse al grupo adquirían un estatus de superioridad digno de admiración y respeto.

La mayoría de los pelados de los Nuevos Conquistadores estudiaban en los colegios Samuel Barrientos Restrepo, Lucrecia Jaramillo y Pascual Bravo, los colegios con más infiltración guerrillera de Medellín. Todos los primeros de mayo salían a las calles y se ubicaban enfrente del bloque de los estudiantes de la Universidad de Antioquia para lanzar piedras y papas bomba a la policía.

La situación de la Comuna era tan dura, la gente vivía en condiciones tan paupérrimas, que el discurso revolucionario caló hondo en las mentes y los corazones de muchos jóvenes.

Milicianos, la autoridad de la Comuna

Los años noventa estuvieron marcados por el fenómeno de las milicias. Los milicianos, que en muchas ocasiones eran estudiantes de la Universidad de Antioquia, representaban la autoridad en las comunas y tenían mucha legitimidad entre los habitantes porque hacían todo lo posible por mantener la tranquilidad en los barrios: Impedían que la gente delinquiera, desarticulaban las pandillas y evitaban a como dé lugar el expendio y consumo de drogas entre los pelados. En los Nuevos Conquistadores, por ejemplo, uno podía salir de la casa, dejar la puerta abierta y la ropa extendida en la terraza y nadie se robaba nada. El ladrón sabía que si se llevaba algo estaba condenado al destierro del barrio e, incluso, a la muerte.

Las milicias también organizaban fiestas de disfraces para los niños, torneos de fútbol para los jóvenes y encuentros para celebrar el día de la madre. Los fondos de esas fiestas venían del Festival de la Cerveza, el cual tenía un modus operandi bastante particular: Los milicianos asaltaban los camiones de Bavaria y repartían los cajones de cerveza en diferentes casas mientras llegaba el anhelado día. En una ocasión subió la policía a recuperar “el líquido”, pero no encontraron absolutamente nada porque “el líquido”, como lo llamaban, estaba perfectamente distribuido y escondido debajo de las camas de los vecinos. Y así como asaltaban los camiones de cerveza, también atracaban los camiones de alimentos, electrodomésticos y utensilios de aseo para repartir entre los habitantes del barrio.

A mediados de los noventas, hubo un conflicto entre las milicias porque algunos de sus miembros empezaron a tener comportamientos delictivos. En Las Independencias, por ejemplo, los milicianos rasos de la MP robaron los computadores que el gobierno alemán había donado para una escuela. Ese tipo de sucesos generaron una ruptura interna en las agrupaciones que las condujo a la disolución. Sin embargo, el 26 de febrero de 1995, llegaron nuevos grupos guerrilleros al barrio bajo el nombre de Comandos Armados del Pueblo (CAP). Su estrategia, al igual que las primeras milicias, consistía en brindar seguridad y beneficencias a la gente. Los vecinos se acostumbraron a su presencia y las condiciones de marginación de los barrios les permitieron asentarse y construir una sólida base social.

De los 31 barrios de la Comuna 13, aproximadamente 25 eran controlados por las guerrillas; el resto estaban bajo el control de los paramilitares. La guerrilla se asentaba en las periferias, en las partes más altas de las montañas; los paras, por el contrario, se ubicaban en la parte central de la Comuna y montaban ahí sus escuelas de sicariato.

Si en barrios como el mío no arraigó la cultura paramilitar de los sicarios, las pandillas y las drogas, fue por la presencia de la guerrilla. La pillería, las bandas y los asesinos a sueldo de los que hablan en los libros y las novelas se vivían en barrios como Manrique, Castilla, Antonio Nariño y Aranjuez, pero no era una cuestión generalizada. En otros sectores también había conflictos y algunas expresiones de delincuencia: La pobreza es caldo de cultivo de muchas violencias. Sin embargo, muchos de nosotros permanecimos al margen de la descomposición que el paramilitarismo y los carteles del narcotráfico trajeron consigo.

Las armas, eterno referente

La violencia que nosotros experimentamos fue diferente porque la seguridad que las guerrillas nos brindaban para parchar por el barrio y las montañas no nos eximía del miedo. Los milicianos y posteriormente los miembros de los CAPs eran hombres armados que impartían justicia conforme a sus propias leyes. Vivir en medio de fusiles, de metrallas y de revólveres no es fácil y las armas han sido una constante en la Comuna 13. Cuando yo era niño e iba a la escuela, siempre veía un hombre armado en la esquina. Ese hombre encapuchado y vestido de negro era un guerrillero. Hoy, llevo a mi hijo al colegio y me sigo encontrando con un hombre armado en la esquina, la diferencia es que porta un uniforme oficial. El referente de los niños y los jóvenes de la Comuna  siguen siendo las armas y aunque el barrio se ha transformado en muchos aspectos, los problemas de fondo siguen intactos.

El Estado solo ha llegado para bombardearnos o para ponernos paños de agua tibia; jamás ha habido una presencia permanente del mismo diferente a la militar. Ahora tenemos acueducto, escaleras eléctricas, parques y vías pavimentadas, pero los problemas que nos siguen condenando a la pobreza, a la violencia y al rezago social no han sido resueltos. Exterminar una banda de diez chicos, construir una carretera o poner energía eléctrica para solucionar todos los problemas de La 13 es igual a pretender curarse de una gripa sonándose los mocos y no tomando los medicamentos necesarios para sanar la enfermedad. A punta de cemento y militarización, el Estado jamás conseguirá reconstruir el tejido social que la guerra y la pobreza han destruido en la Comuna. Y las obras de infraestructura -que efectivamente son muy importantes para mejorar nuestra calidad de vida- no dejarán de ser monumentos a los alcaldes de turno si no se atienden las causas de fondo que profundizan las brechas sociales y nos impiden vivir una vida en dignidad.

El rap y los libros llegaron a mi vida

Mi infancia transcurrió entre los salones de Amor al Niño, la tienda de mi abuela, las casas de mis amigos del Urabá, la cancha de fútbol y el puesto de comidas rápidas de mi mamá. Cuando acabé la primaria, me cambiaron al Colegio Cristóbal Colon del barrio Santa Mónica que era un colegio público, pero de estrato tres. Y como era de mejor estrato que los colegios de mi barrio, la procedencia de mis compañeros era diferente. Algunos, como yo, proveníamos de los sectores más populares de la ciudad; otros hacían parte de sectores más acomodados. Por ese motivo mis amigos de la adolescencia son tan diversos: algunos son médicos; otros, empresarios; algunos trabajan como mecánicos y otros en obras de construcción. En ese colegio confirmé lo que había aprendido en los convites de mi barrio: Que la diversidad es riqueza y que lo mejor que tiene mundo es la cantidad de pequeños mundos que contiene y que se expresan en el modo de hablar, sentir, pensar y soñar de las personas. Las diferencias culturales, no las sociales ni las económicas, son dignas de celebración, no de exterminio.

En 1996, cuando apenas tenía 11 años, sucedieron varias cosas importantes en mi vida. La primera fue que empecé a trabajar en una discoteca que mi tío Adonay abrió para sustituir la tienda de mi abuela. Yo era el encargado de poner la música y de hacer el aseo después de cada fiesta. Elegir los vinilos y las canciones tenía toda una metodología. De mí dependía que los clientes no se aburrieran, que bailaran y tomaran más trago. Al día siguiente, barría la discoteca y recolectaba todos los billetes y las monedas que los borrachos habían botado en medio de la parranda.

Y si mis fines de semana transcurrían en medio de la fiesta y el alboroto, el resto de la semana me la pasaba entre libros y rap. En 1996, construyeron una biblioteca en mi barrio y conocí el Hip-hop a través del Nomo y el Mursi, dos pelados de 11 y 14 años que llegaron desde Bello a vivir a mi barrio.

Esos acontecimientos marcaron mi vida para siempre: La biblioteca porque me convirtió en un lector empedernido y el Hip-hop porque, más adelante, se convertiría en una gran herramienta de lucha, transformación y resistencia pacífica.

De mi casa salía a las 11 de la mañana directo a la biblioteca. Ahí descubrí a José Saramago, a Gabriel García Márquez y las Aventuras de Tin Tin de Georges Remi. Leía y leía y no me percataba del tiempo. Se hacían las dos de la tarde y yo prefería faltar al colegio para quedarme en la biblioteca. Ese año perdí ocho materias y tuve que repetirlo. Sentí mucha vergüenza con mi mamá que trabajaba tan duro para darme lo mejor. Mi remordimiento fue tan grande que me convertí en uno de los mejores estudiantes del colegio… A mí me han dado muchos premios en la vida, pero el que más quiero y valoro es el diploma de la excelencia académica que me gané cuando repetí grado séptimo.

Gracias a la biblioteca yo iba un pasito más adelante. Los libros eran mi mejor manera de aprender, de viajar, de soñar, de cultivar un espíritu crítico, de ver un poco más allá de lo que me enseñaban los profesores del colegio. La lectura me permitió establecer un vínculo muy fuerte con el leguaje y eso resultó clave para componer mis canciones. En los libros descubrí que hay mil formas de expresar lo que sentimos, lo que vemos y lo que pensamos; que cada quien encuentra una manera particular para expresarse. En La 13, por ejemplo, tenemos nuestra jerga, el Parlache, y con ella también podemos argumentar y defender lo que pensamos. Por todo eso, pero especialmente porque me han permitido leer la realidad de mi Comuna, de mi ciudad y de mi país en clave crítica, los libros han sido parte esencial de mi existencia.

Con el Nomo y el Murci parché gran parte del bachillerato. En esa época empezaron a nacer muchos grupos de Hip-hop en el barrio y ellos formaron uno que se llamaba Dos para dos. Yo no hacía parte de ningún grupo, pero les grababa las canciones a todos. Los equipos que utilizaba eran muy rudimentarios: Solo necesitábamos un micrófono, una grabadora, un casete para la pista y otro para la voz. A Murci, que tenía mi edad, le decíamos el Loco. Siempre andaba de buen ánimo, le gustaba disfrazarse de Pedro Navajas y pintarse el pelo amarillo. En febrero de 2000, recibí una de las noticias más duras de mi vida: El Loco fue diagnosticado con un cáncer de pulmón que se lo llevó en menos de cuatro meses. Él marcó mi vida para siempre y yo estuve a su lado hasta el último minuto.

Después de la muerte de mi parcero, canté por primera vez en público. El Nomo tenía que presentarse en un evento de la Junta de Acción Comunal del barrio Antonio Nariño y yo lo acompañé porque me sabía todas sus letras. Luego empecé a cantar en el colegio y a componer canciones. El rap era un pasatiempo y la vida cotidiana nuestra inspiración. La primera canción que escribí fue sobre el caso de un sicario del barrio Manrique al que asesinaron justo el día en que su novia se enteró que estaba esperando un hijo suyo.

Alguna vez le hicimos una canción a Don Quijote de La Mancha y la presentamos en una obra de teatro del colegio.  Rocinante no era un caballo, sino una patineta, Sancho Panza iba en bicicleta y Dulcinea era una completa grilla. Lo mejor era que lo habíamos compuesto nosotros y que logramos hacer de un acto cultural tan aburrido, una chimba de presentación. En la Comuna 13, el lugar más peligroso de Colombia, también sucedían cosas maravillosas, pero las cosas maravillosas que suceden en los sectores marginados del país no se cuentan.

La memoria oficial solo ha hablado de traquetos, de sicarios, de Pablo Escobar y de prostitutas. El drama hay que contarlo, estoy de acuerdo. Las tragedias de las víctimas hay que narrarlas, estoy de acuerdo, pero las historias cotidianas, las resistencias y las experiencias de alegría que han florecido en medio de la guerra también merecen un lugar en la memoria.

En una columna publicada en El Colombiano, Alberto Salcedo Ramos, uno de mis cronistas favoritos, cuenta lo que para él debería incluir un museo nacional de la memoria en Colombia. Además de los rostros del dolor, los rastros de los verdugos y los objetos de la violencia, dice que ese museo incluiría “muchas pruebas de dignidad y resistencia que nos han dado las víctimas. Sus testimonios, su dolor, su rabia, su éxodo, su búsqueda, su exilio, sus dificultades, su resarcimiento. La cumbia que valientemente se atrevieron a bailar, años después, en la misma cancha donde sus parientes fueron acribillados, las coplas con las cuales celebran la vida que les queda, los negocios que fundan, su temple, su grandeza, la indulgencia que le conceden al asesino, el ejemplo que nos regalan. En el museo incluiría versos, pues, como decía Aristóteles, ‘la historia cuenta lo que sucedió y la poesía, lo que debió suceder’. Entonces, acudiría a Juan Manuel Roca para recordarles a los visitantes que ‘en este país hay una confusión de calles y de heridas’, pero también mujeres ‘capaces de coser un botón al viento’. Habría música porque somos un país que lucha cantando. Un porro de Lucho Bermúdez por aquí y una chirimía de ‘Son Bacosó’ por allá. Ah, y la comida, con la cual expresamos nuestras querencias: el guiso de mi abuela, el sancocho de tu tía”.

A ese museo yo le incluiría las tablas en las que mis amigos y yo nos deslizábamos cuando pavimentaron las calles, los cuadernos y los lápices con los que compusimos nuestras primeras canciones, el primer casete que grabé. Incluiría la fotografía de la ancianas de Las Independencias que se reúnen todos los días a bailar cumbia. Se han salvado tantas veces de la muerte que ahora solo quieren amar y danzar la vida. También incluiría el aerosol con el que doña Magaly, de 60 años, hizo su primer grafiti y las gorras de los hoppers que hoy le rapean a la paz.  

Reprimidos, bombardeados y agobiados: La para-militarización llegó a La 13

En grado 11 me propusieron ser personero del colegio, pero no acepté. Nunca le he apostado a un cargo burocrático. En varias ocasiones me han llamado para ser concejal y candidato a la Cámara por los jóvenes de Antioquia, pero yo me he negado a hacer parte de un mundo tan descompuesto y corrupto como el de la institucionalidad. Y creo que he hecho bien. Las verdaderas transformaciones sociales se construyen desde abajo, codo a codo con la gente, en las calles, en los barrios, en la Comuna, y no desde las cómodas poltronas del Congreso de la República.

En 2001, me gradué con honores: Saqué el puntaje más alto en el Icfes de mi colegio. Con mis compañeros reunimos plata, compramos arroz chino, empanadas, gaseosa, aguardiente y nos amanecimos celebrando. Recuerdo que el día del grado conocí al novio oficial de mi primera novia. ¡Qué lio, yo estaba enamoradísimo y resulté siendo el novio de repuesto de la chica! La noticia me cayó como un balde de agua helada, pero no me impidió seguir celebrando.

En 2002, por sugerencia de José Cadavid, mi profesor de Castellano, me presenté a la carrera de Bibliotecología en la Universidad de Antioquia. Me fue tan bien en el examen de admisión que no tuve que pagar sino mil pesos por el carnet para comenzar a estudiar.

Por esa época, la Comuna 13 vivía una situación muy difícil. En 1999, el paramilitarismo había comenzado a extenderse por los barrios a los que hasta entonces no había conseguido entrar. Ocuparon las montañas y las calles y toda la violencia y descomposición social de las que nos habíamos librado en los años noventa estallaron con fuerza. Los jíbaros y los drogadictos aparecieron en las esquinas; las canchas y los parques se convirtieron en plazas de vicio; muchos jóvenes fueron cooptados y se convirtieron en paramilitares o en asesinos a sueldo y los líderes sociales comenzaron a ser víctimas de estigmatizaciones, amenazas, persecuciones y asesinatos.  Un año más tarde, sin embargo, las cosas se tornaron más oscuras porque llegó la Fuerza Pública a invadir cada rincón de la Comuna. Paracos y militares actuaban de la mano. Los primeros tenían un margen de acción tan flexible que hacían y deshacían lo que se les venía en gana: En una ocasión, por ejemplo, quemaron 30 casas de mi barrio porque sí. La Fuerza Pública, por su parte, se limitaba a observar y a hacer operativos para proteger sus bases.

Ese año se puso en marcha la política estatal de represión más aguda de la historia de la Comuna. En el transcurso de 2001 y 2002, se abrió fuego contra la población civil bajo el siempre tartufo pretexto de la lucha contraguerrillera. Antorcha, Contrafuego, Metro, Potestad y Otoño fueron algunas de las 20 operaciones militares con las que el Estado pretendía “recuperar” algo que nunca había tenido: El control sobre La 13.

Tanquetas y metrallas; pañuelos blancos y cacerolas

La vida en la Comuna se volvió insoportable; vivíamos bajo un aguacero de balas del que cientos de personas no lograron escamparse. El 21 de mayo de 2002, la arremetida contra La 13 se agudizó. A las tres de la mañana, varios tanques blindados del Ejército destruyeron un transformador y dejaron sin energía a los barrios 20 de Julio, el Salado, Las Independencias y los Nuevos Conquistadores. Así se dio inicio a la Operación Mariscal, un bombardeo de película que duró hasta las tres y media de la tarde de ese mismo día y que contó con la participación de más de mil miembros de la Policía, el Ejército, el DAS, el CTI, la FAC, la Fiscalía y la Procuraduría.

La operación estaba supuestamente dirigida a los guerrilleros de las FARC, el ELN y los CAPs. Sin embargo, la Fuerza Pública atacó a la población civil de la manera más brutal. Usó ametralladoras M60, fusiles, helicópteros artillados y francotiradores que dejaron sin vida a nueve civiles, casi 40 heridos y 55 personas detenidas arbitrariamente.

Durante las doce horas y media que duró la Operación Mariscal los militares dispararon a todos los que se atrevieron a salir a la calle o a asomarse por las puertas y las ventanas de sus casas. Recuerdo que un vecinito estaba jugando play station dentro de su casa cuando recibió el impacto de una bala perdida. Un niño más grande que estaba con él se lo echó al hombro y salió a correr por las calles para llevarlo al Centro de Salud, pero el Ejército les disparó desde la montaña y el niño mayor no tuvo otra opción que refugiarse en la casa de una vecina. El pequeño herido quedó tendido en el andén. Su amiguito abría la puerta para intentar meterlo a la casa, pero cada vez que lo hacía, le disparaban. En un momento se llenó de valor y salió para recoger a su amigo que se moría en la calle, pero le dispararon en el pecho y cayó junto a él. Al ver a los dos niños tirados en la calle, doña Leyda Muñoz, una líder comunitaria, salió junto a su hija agitando sábanas blancas. Envolvieron a los niños, los alzaron y empezaron a correr. El Ejército seguía disparando, pero ellas consiguieron llegar al puesto de salud. El niño mayor falleció allí.

Los militares no se detenían. Desde la cima de las montañas, sus francotiradores disparaban sin distinguir los techos de nuestras casitas; sin distinguir niños, mujeres, jóvenes ni ancianos. Cuando los vecinos vieron a doña Leyda y a su hija agitando las sábanas blancas, se envalentonaron y salieron a las calles con trapos, toallas, cobijas y camisetas blancas. Un vecino llegó hasta el centro de salud con megáfono en mano: “La población civil le pide a la Fuerza Pública que retire sus tropas para que podamos sacar a los heridos y a los muertos de nuestras casas”, gritaba…A esa ola de súplicas y trapos blancos, los militares y la policía respondieron con ráfagas al aire y disparos en su contra. Cada vez que disparaban, los vecinos gritaban consignas y hacían ruido con tapas de ollas… Ese momento fue supremamente inspirador.

La Operación Mariscal no solo disparó, también agredió a mujeres, detuvo arbitrariamente a los vecinos, allanó casas y torturó a muchos jóvenes inocentes a los que acusó de ser milicianos.  La Operación instaló su comando en la unidad hospitalaria del sector, dejó varias viviendas humildes en ruinas y las puertas de la Comuna abiertas para que los paramilitares terminaran de tomársela.

Esa experiencia fue inmensamente trágica y dolorosa, pero solo fue el abrebocas de la guerra total.

Hip-hop vida, Hip-hop paz

En ese contexto, llegaron a la Comuna José Fernando Arellano, de la Asociación Cristiana de Jóvenes (ACJ-YMCA), y David Medina, trabajador social y rapero activista, para formar a todos los raperos de La 13 en derechos humanos. Los dos se encargaron de mostrarnos la cara política del Hip-hop que hasta entonces desconocíamos. Nosotros sabíamos rapear, cantar y componer y lo hacíamos muy bien, pero solo hasta 2002 nos empoderamos del Hip-hop como una herramienta de resistencia.   

Ese año comprendimos que, más allá de ser un género musical, el Hip-hop hace parte de un gran movimiento social y político y que constituye un mecanismo pacífico y contundente para expresar lo que pensamos. Aprendimos que su carácter reivindicativo se remonta al movimiento por los derechos civiles de Martin Luther King y de Malcolm X y que su rebeldía es la rebeldía de las Panteras Negras y del rapero Túpac Amaru que fue dado a luz en una cárcel por una presa política. Comprendimos que la lucha del Hip-hop no es solo la lucha de los afros en Estados Unidos, sino que también es la lucha de Latinoamérica. Acá también nos subimos el pantalón hasta la mitad de la pierna, como hacían los negros, para mostrarle al mundo que no tenemos grilletes que nos esclavicen, que somos libres y que merecemos respeto. Acá también usamos botas y overoles oscuros para reivindicar la vida y la estética del obrero. Acá también nos ponemos cadenas en el cuello y le dejamos la etiqueta brillante a nuestras gorras para conmemorar las costumbres de las Tribus Zulú que valientemente resistieron al Apartheid en Sudáfrica. Los raperos de La 13, como los Zulú, también resistimos a unas políticas mezquinas de segregación y de exterminio.  

El Hip-hop nace en Estados Unidos para reivindicar los derechos de los más pobres, de los migrantes, de los marginados y de los afrodescendientes. En la Comuna 13 de Medellín, el movimiento Hip-hop también nace para reivindicar los derechos fundamentales de su gente, para impulsar transformaciones sociales profundas y para erigirse como una alternativa al camino de la guerra.

El Hip-hop, canta un rapero español, “es algo de hip, es algo de hop, es una bella mezcla. Aunque para algunos chicos de hoy es solo rap, para otros es una forma de pensar. Hip-hop es el murmullo del barrio explícito, es un ritmo negro revolucionario. Hip-hop es un ritmo que nace del barrio, es el rock, es el folk, es la salsa y el jazz. Hip-hop es música de músicas, cultura de culturas” y para nosotros, la vida misma.

A la convocatoria de la YMCA y de David Medina cayeron más de 60 raperos y 25 grupos. De ese proceso de aprendizaje surgió La Élite, una red de hoppers que trabajarían conjuntamente por la Comuna. Nuestra primera acción colectiva fue un concierto para decir ¡No más operaciones armadas! El nombre de ese concierto fue Operación Élite Hip-hop y su lema, “En La 13, la violencia no nos vence”. Con ese nombre y ese lema queríamos hacer un llamado para que en La Comuna sigan habiendo operaciones, pero distintas: operaciones culturales, operaciones artísticas, operaciones musicales, no operaciones de guerra. Para ese concierto escribimos un manifiesto por nuestros derechos y se lo entregamos al gobierno, pero el recién posesionado Álvaro Uribe Vélez no atendió nuestro llamado. El 21 de septiembre de 2002, decenas de raperos nos subimos a una tarima frente a la parroquia de San Javier y dijimos ¡No más! El 16 de octubre siguiente, Uribe estrenó su política de Seguridad Democrática con Orión, la operación militar más sanguinaria que la Comuna 13 haya podido enfrentar.

Orión

El miércoles 16 de octubre de 2002, yo salí a las cinco de la mañana a la Universidad. A esa hora ya sonaban disparos, pero como los disparos eran una cuestión cotidiana en la Comuna no pensé que algo fuera de lo común estuviera sucediendo y me fui a clase. Cuando volví en horas de la tarde, había un carro lleno de dinamita en la entrada de mi barrio. La guerrilla lo había puesto ahí para retener a las tropas del Ejército que también habían parqueado una tanqueta frente al CAI. Para llegar a mí casa tuve que caminar más de lo normal: Fue un trayecto angustiante, la balacera estaba a punto de estallar, se veían tanquetas, armas y camuflados por todas partes: Parecían una plaga.

Más de mil hombres del Ejército, la Policía, el DAS, el CTI, la Fiscalía, la Personería, la Procuraduría e informantes encapuchados volvieron a irrumpir en  la Comuna 13 a bordo de camiones y tanques blindados para dar inicio a la Operación Orión. Esta operación bombardeó toda la Comuna, pero se concentró en los barrios Belencito, El Corazón, 20 de Julio, El Salado, Las Independencias y Nuevos Conquistadores. Hacia la media noche de ese día, los barrios habían sido completamente acordonados. Esta vez, la Fuerza Pública tomó algunas medidas que le permitieron ganar más rápido el control sobre La 13: No permitió el ingreso de medios de comunicación ni de organismos humanitarios y disparó desde el aire con sus helicópteros Black Hawk, lo que nos impidió salir a la calle a protestar como lo habíamos hecho en la operación pasada.

La consigna de Orión era hacer ‘un barrido de la zona’, purgarla de la guerrilla, pero, como es costumbre, terminaron asesinando, despareciendo e hiriendo a la población civil. El General Mario Montoya (r), que por entonces fungía como Comandante de la Cuarta Brigada del Ejército, decía que la Operación Orión estaba dirigida contra las guerrillas, las autodefensas ilegales y los CAPs. La Operación, sin embargo, no tuvo víctima alguna entre los paramilitares y sí muchas entre los habitantes de los barrios, a quienes mataron, torturaron, detuvieron arbitrariamente, allanaron sus hogares y desplazaron. También hubo ‘falsos positivos’. Varios pelados inocentes fueron asesinados y luego reportados como guerrilleros muertos en combate. Los jóvenes eran detenidos por ser jóvenes, por no tener documento, por ser sospechosos, porque su actitud no gustaba, por cualquier razón. 

Mi casa tenía un balcón que daba a la calle. Desde allí observé como la Fuerza Pública disparaba a la guerrilla que huía hacia la montaña. Es una imagen que nunca olvidaré: Los duros del barrio, los guerrilleros, esquivando las balas y escapando como cualquier ser humano con miedo. Nunca me sentí seducido por un grupo armado y ese día confirmé que las armas no son necesariamente sinónimo de revolución. Los sonidos de la Operación eran aterradores: Por un lado, se escuchaban los disparos de las tanquetas y de las metrallas y, por otro, el llanto de mi hermana y de mis primas. Saqué el equipo con el que grababa a los hoppers al balcón y grabé el ruido de la guerra que es el ruido más desesperante y perturbador del mundo.

La Operación Orión duró tres días seguidos, dejó al menos 300 personas desaparecidas y le entregó el control de gran parte de la Comuna al paramilitarismo. Lo que vino después fue todavía más fuerte: Los soldados allanaban las casas y los negocios cuando les daba la gana, nos detenían en las calles, nos amenazaban e infundían terror con sus fusiles. Los paramilitares montaban retenes a plena luz del día y, con lista en mano, se llevaban a los que consideraban sospechosos de colaborar con la guerrilla para asesinarlos. Aunque los tiroteos disminuyeron, la muerte siguió rondando diariamente por los barrios. Orión dejó instalado un régimen paramilitar y de terror sin precedentes en la Comuna. La militarización se triplicó. Se construyeron 13 bases militares y 15 de la Policía; nos convirtieron en el sector urbano más militarizado de Latinoamérica, incluso, más que las favelas en Brasil.

Orión marcó una ruptura profunda en La 13. Con esa operación la realidad de la guerra se sintió en toda su crueldad, pero no como guerra de dos bandos enfrentados, sino como la guerra de un Estado ensañado contra una población civil indefensa, ya bastante martirizada por la marginación y la pobreza. Todo lo que sucedió en mi Comuna entre el 16 y el 18 de octubre de 2002 fue calificado por Álvaro Uribe y su séquito de coroneles como un rotundo éxito militar. Lo que Uribe no tuvo en cuenta fue que la Operación Orión puso en evidencia la ineptitud de un Estado que se empeña en darle un tratamiento militar y punitivo a un conflicto social y político.

Toda una generación de muchachos ha crecido bajo ese régimen represivo. Es una generación que ha vivido cercada por policías y militares, que ha encontrado en las armas un referente de subsistencia y que no tiene muchas alternativas para salir adelante; es una generación profundamente reprimida, marginada, a la que no le han dado el chance de ser. Y como todo lo que se reprime estalla, esta generación ha estallado en delincuencia, en pandillismo y en drogadicción. El Estado cree que lo hace bien y sale en los medios de comunicación diciendo que la Comuna 13 se está transformando gracias a las patrullas que deambulan por nuestras calles. Lo que no sabe es que cuando las patrullas capturan a 20 muchachos, una banda de 30 aparece la siguiente semana y el ciclo de violencias y capturas vuele a comenzar. Aquí, como en muchas otras partes, la violencia armada solo es consecuencia de violencias mucho más dolorosas como el hambre o la falta de hospitales y de escuelas. Esas violencias son muy graves y en muchas ocasiones cobran más vidas que la violencia armada, sin embargo, pasan desapercibidas.

En un arrebato de sinvergüencería, el Estado decidió que todo era culpa del narcotráfico y que los dramas de La 13 tenían un solo nombre: Pablo Escobar. Así se lavó las manos y justificó gran parte de su guerra. Luego, a falta de un Pablo y de un cartel a quien achacarle las culpas, le buscó un nuevo nombre a nuestros problemas y le puso FARC. Se volvió a lavar las manos y desplegó una guerra total contra la Comuna.

La Revolución sin Muertos

Después de Orión, el movimiento social de la Comuna se replegó por físico miedo al exterminio. Varios líderes de la comunidad fueron asesinados o encarcelados y se desplegó una guerra absurda en contra de los jóvenes de La 13: Ser joven se convirtió en el peor de los delitos. Los homicidios de muchos hoppers hicieron parte de una política de represión premeditada contra el movimiento juvenil que también cobró la vida de varios chicos punkeros, metaleros, deportistas y artistas como Héctor Enrique Pacheco, más conocido como Kolacho, o de Marcelo Pimienta, el Chelo, dos raperos que habían hecho de la música y de sus letras una herramienta de denuncia y protesta. Eran muy jóvenes cuando los mataron: El Chelo tenía 23 años y Kolacho, tan solo 20.

Entre 2002 y 2004, el margen de acción de los raperos no era muy grande. Todo lo que a la Fuerza Pública y a los paramilitares les sonara a activismo era catalogado como subversión y, en consecuencia, era violentamente reprimido; sin embargo, nosotros no dejamos de crecer. Asistimos a talleres de no-violencia activa, de resistencia pacífica y a varios cursos de derechos humanos. Por esa época descuidamos nuestra formación artística, pero cultivar un espíritu crítico y convertirnos en sujetos políticos resultó fundamental para darle profundidad y sentido a nuestro arte. Los cursos a los que asistimos abrieron nuestras mentes y nos llenaron de argumentos no solo para componer canciones, sino también para pensar y poner en marcha procesos de construcción de paz en la Comuna.

En 2003, recibimos nuestro primer estudio de grabación. La Élite convino que yo sería el encargado de manejarlo. Todo era mucho más sofisticado que los equipos con los que habíamos trabajado hasta entonces, pero fue cuestión de práctica y de aprender a utilizar un computador para ponerlo a funcionar. Habíamos acabado de vivir algo tan fuerte que teníamos toda la inspiración del mundo para cantar y componer, pero más allá de eso, para defender y reivindicar los derechos de los jóvenes y los niños de la Comuna 13 a través del arte: Queríamos que ellos encontraran en el Hip-hop un camino alternativo al de las armas, el pandillismo y las drogas.

En 2004, la Comuna tomó un respiro, se llenó de coraje y el movimiento social comenzó a resurgir. Después de dos años sin salir a la luz pública,  los raperos de La Élite planeamos un concierto-festival por la memoria. El evento fue un pretexto para encontrarnos con la comunidad y con varias organizaciones no gubernamentales. Escuchamos sus ideas, debatimos y concluimos que debíamos aunar todos los esfuerzos posibles por construir un territorio en paz, libre de armas, de allanamientos, de retenes, de drogadicción, de desapariciones, de miedo, de disparos.  A lo que teníamos que apuntarle era a una ‘Revolución sin Muertos’ y esa fue, precisamente, la consigna de nuestro concierto.   

Durante el festival le hicimos saber a la guerrilla que también éramos revolucionaros, pero que nuestra revolución no era igual a la suya y que el Hip-hop sería nuestra única arma para luchar por una Comuna diferente. A los paramilitares les dijimos que también queríamos refundar la patria porque queríamos abrirle las puertas a una Colombia equitativa, generosa, comprensiva, pacífica, respetuosa de la vida y de las diferencias culturales y políticas. Al gobierno también le enviamos un mensaje: Le dijimos que no había nada más importante para nosotros que el bienestar integral de La 13 y que compartíamos sus deseos de transformar la Comuna, pero que la militarización no era el camino, que lo contrario a la inseguridad no es la seguridad, sino la convivencia, y que le demostraríamos que los cambios también pueden lograrse sin fusiles, sin camuflados y sin muertos.

A la primera Revolución sin Muertos, que se realizó junto a la estación de metro de San Javier, llegaron casi cinco mil personas. La acogida fue tan grande que decidimos hacer del festival de Hip-hop un evento anual. Cada año convocábamos a más y más muchachos y en 2010, casi 30.000 jóvenes de Medellín y del resto del país se reunieron en la Comuna 13 para cantar, bailar, escuchar, denunciar, proponer y leer sus manifiestos por el arte, la paz y la vida digna. La Revolución sin Muertos creció tanto que nos catapultó hacia procesos culturales y pedagógicos por la defensa de los derechos humanos de mayor envergadura.

Kolacho

En el proceso de formación de La Élite, conocí a Jairo, a Judá y a Kolacho, tres raperos de 14 años que habían conformado el grupo de Hip-hop C15. ‘C15’ es un modelo de aviones españoles diseñados para la Segunda Guerra Mundial cuyo proceso de fabricación tardó más tiempo de lo planeado. Cuando los C15 llegaron a la guerra ya era demasiado tarde, por eso fueron puestos al servicio de las víctimas, los enfermos y los refugiados que dejó la barbarie. Los pelados del grupo me buscaron porque tenían un acto cívico en el colegio y necesitaban grabar una canción en el estudio. Ahí me estrené como maestro y les enseñé a rapear. Los chicos crecieron política y artísticamente, empezaron a componer canciones sobre las realidades de sus barrios y a grabar sus discos. Verlos crecer fue la satisfacción más grande; sentía que mis conocimientos y mis deseos de cambiar el mundo se multiplicaban en otros corazones y eso me hacía feliz.

Todo marchaba bien con C15 hasta que el lunes 24 de agosto de 2009, unos hombres encapuchados que se transportaban en una moto mataron a Kolacho. Ese fue uno de los golpes más duros que he recibido en la vida.

En homenaje a nuestro parcero hicimos un concierto en el que cantamos ‘De esquina a esquina’, una canción que compusimos juntos y que decía algo como “Dar sentido a mi vida es mi anhelo, es lo que todos los días espero, no me rindo porque es lo que quiero y lo que día tras día confieso. He sentido la sangre que hierbe de aquellos que no siguen presentes y no como muchos perdidos que en esta lucha están ausentes. ¡No entienden! Por mi estilo de vida persisto, este ritmo trazó mi destino, es el beat que late en mi pecho y es por este equipo por el que respiro. El tiempo me ha enseñado que el rap es mi vida, cura mis heridas, da vida a mis penas, me muestra salidas, libera condenas (…) ¡Yo voy a luchar! De esquina a esquina C15 a sonar, los de siempre, para siempre, como siempre (…) Está prohibido prohibir, en mi esquina déjame vivir, existir, persistir y resistir”. 

Cuando Kolacho murió, C15 estuvo a punto de desaparecer. Los muchachos me pidieron que me integrara al grupo como vocalista y aunque Kolacho es irremplazable, acepté. La muerte de nuestro parcero nos motivó a hacer de la Revolución sin Muertos un proceso permanente y mucho más inclusivo.

Una escuela para formar artistas, no sicarios

En 2011, fundamos la Casa Kolacho, una escuela artística para niños y jóvenes que Kolacho venía construyendo desde hace algún tiempo. Cuando él vivía, buscaba a los niños en los barrios y los reunía para enseñarles a rapear y así alejarlos de tantos escenarios de violencia. Con ese proyecto y con La Camada, una escuela de Hip-hop que yo dirigía, logramos formar a muchos jóvenes de la Comuna. Los resultados de esa idea fueron muy positivos porque los chicos no solo aprendían a rapear, sino que encontraban un referente cultural que los motivaba y los mantenía al margen de la delincuencia y la drogadicción.

El nombre original de la escuela de Kolacho era ‘Artesanos’, pero nosotros decidimos ponerle el nombre de nuestro amigo como homenaje a su visión revolucionaria de futuro y para que la memoria de su vida y de su muerte nunca se perdiera. C15 era el legado de sus sueños y nosotros nos propusimos alcanzarlos en su honor. Cuando arrancamos con el proyecto compusimos una nueva canción para recordarlo y le cantamos:

“Llorarán, lloran, quedan las heridas, viviré, recordaré que siguen juntas nuestras vidas. Recuerdos imborrables hasta el fin de mis días, espero que no sea pronto; sigo, continúo,  no quiero ser el próximo al que le lleven las flores; no quiero una pronta despedida con miles de honores, no quiero despedirme hasta que mis sueños realidad los haya hecho… ¡Cuánto he planeado, cuánto he soñado, a cuantos de ustedes mis visiones he mostrado! (…) Aquí está este joven orgulloso de todo lo que posee, de toda su indumentaria, de su vida rapera, de tantos compadres, amigos, parceros, raperos que en todas las aceras nacieron, crecieron, surgieron, vivieron, cantaron, bailaron, rayeron, pintaron; unidos sin ningún pretexto, surgieron de nada, vivieron de nada y así lo lograron, ¡y así lo lograron!”.

Y en la Escuela de Hip-hop Kolacho le apostamos a que muchos niños y jóvenes también puedan lograrlo. La Escuela nace de la unión del grupo de Hip-hop C15 y de Camaleón Producciones, una productora audiovisual creada por el Chavo y Manuela Bustamante, dos jóvenes de la Comuna. Casa Kolacho tiene su sede en el barrio San Javier y todo lo que ahí sucede gira en torno al Hip-hop: al Hip-hop como estilo de vida; como una revolución política, social y cultural; como epicentro del movimiento juvenil de La 13; como herramienta pedagógica; como instrumento de promoción de los derechos humanos, y, sobretodo, como una opción alternativa a la guerra.

La Escuela Kolacho, de la cual soy director, tiene un propósito fundamental: Que los niños y los jóvenes de la Comuna sepan que existe un camino distinto al de la violencia armada. Aquí los chicos aprenden fotografía, producción audiovisual, break-dance, rap, grafiti y se forman como dj’s. Todas las áreas de aprendizaje hacen parte de la cultura Hip-hop y se han convertido en nuestra mejor herramienta para enseñar y cultivar la filosofía de los derechos humanos y de la no violencia entre las nuevas generaciones. Aquí acuden cientos de chicos buscando lo que no encuentran en la Comuna: un espacio alternativo donde divertirse, hacer amigos y aprender. Desafortunadamente la excesiva militarización de los barrios les ha impedido disfrutar de los parques, las calles y las canchas como ellos quisieran. Por esa razón, en Casa Kolacho y otros escenarios culturales como Casa Morada y Son Batá, les ofrecemos lo que en los parques y las calles ya no pueden encontrar: la Libertad.

Por un territorio de artistas

En la Comuna 13 de Medellín ha habido una explosión de procesos artísticos por los derechos humanos; muchos de ellos han sido iniciativa de los raperos que coincidimos en La Élite y funcionan bajo la misma ética de la Revolución sin Muertos. Estamos convencidos de que las problemáticas de la Comuna no deben ser atacadas exclusivamente en sus consecuencias, sino gestionadas desde sus raíces. De nada sirve encarcelar o matar a punta de golpes y patadas a un joven drogadicto; de nada sirve que manden a cien policías a rondar los barrios y a ocupar los parques; de nada sirve la política de represión absoluta si no se transforman las causas que llevan a muchachos de 12 años a delinquir, a niñas de 15 a prostituirse o a jóvenes de 20 a trabajar como asesinos a sueldo. Nosotros, en Casa Kolacho, le apostamos a las nuevas generaciones porque sabemos que en sus manos está el futuro de una Comuna y de un país en paz. Si su referente de vida es el arte y no una pandilla, quizá, dentro de algunos años, las cosas cambien. Si en lugar de aprender a usar un revolver, aprenden a usar una brocha o un aerosol, quizá, dentro de algunos años, haya más obras de arte en las paredes de la ciudad que muertos en la morgue. Si en lugar de sentirse identificados con un grupo armado se sienten identificados con un colectivo de bailarines de break-dance, quizá, dentro de algunos años, se vean menos camuflados y más camisas de colores en las calles.  Si en lugar de negarles la palabra y la oportunidad de pensar les damos vía libre para expresarse, para escribir, pitar y cantar, quizá, dentro algunos años, haya menos jíbaros y más compositores de canciones. Si en lugar de mostrarles que la muerte y la crueldad no son las únicas que pagan y que existen otras opciones de vida como la música, la fotografía y el cine, quizá, dentro de algunos años, haya menos capos y más escritores; menos guerreros y más cantantes; menos Don Bernas y más Kolachos.

Los chicos de la Comuna 13 tienen tanto derecho a una vida digna como el resto de chicos de Medellín. Y la vida digna va mucho más allá de una vivienda, de un mercado, de una escuela o de un hospital. La vida digna es el derecho a liberarse de todo aquello que nos reprime y nos impide ser en el mundo; es la posibilidad de caminar por las calles y de jugar fútbol en la cancha de tu barrio sin miedo; es la posibilidad de ser niño y de vivir una infancia alegre, de tener el amor de una mamá y de poder ir a la escuela sin el temor de que te agredan porque sí. La violencia ha calado tanto en nuestra Comuna que muchas personas la han asumido como un estilo de vida: odian y se insultan y se maltratan constantemente. Pero esos imaginarios tan arraigados pueden transformarse y, para nosotros, los miembros de Casa Kolacho, el arte resulta clave en ese proceso de transformación.

La 13 con la que soñamos es una 13 donde los chicos no solo puedan soñar, sino también cumplir esos sueños; es la 13 del respeto por la diferencia, la 13 de la solidaridad que nos convocaba a todos en torno a un convite. Mi Comuna soñada es una Comuna sin exclusión, donde nos podamos encontrar con los demás y con nosotros mismos. La Comuna 13 por la que luchamos es un territorio de artistas donde cada persona se pueda realizar haciendo lo que ama, pero asumiéndolo como un arte: el arte de ser médico, el arte de ser abogado, el arte de ser profesor, el arte de ser rapero, el arte de atender una tienda, el arte de defender los derechos humanos.

En Casa Kolacho creemos que la construcción de ese territorio de artistas es un proceso de todos los días, una propuesta permanente para hacer de nuestros barrios y de nuestra Comuna un espacio para la creación, para el encuentro y para la vida. El arte es concierto, carnaval, serenata, baile, un mural, una noche de cine; el arte son los sueños, la pasión, la retaguardia del tedio; es la imaginación frente a las insuficiencias de la vida, es el consuelo en medio de los rigores cotidianos y de las ciudades episódicas. Arte para todos y arte participativo donde las audiencias son porosas y los artistas pueden intercambiar su rol por el del público. Todos podemos hacer arte y hacer de él un refugio mayor, una herramienta mayor.

Los artistas son referentes por definición, son los que logran emitir el mensaje más profundo. Por eso tienen una gran responsabilidad: La de imaginarse un mundo mejor, un barrio, una comuna diferentes y prestar su voz, su cuerpo, su trazo para expresar las sensaciones y los anhelos de otros. El barrio es el lugar preferido y todos caben en él. La ciudad y el barrio son redes infinitas de vivencias y afectos; en el barrio cabemos todos, nadie merece morir.

En este territorio de artistas hay que detener las balas perdidas, los odios perdidos, los cruces perdidos, los ‘bisnes’ perdidos. Por eso en Casa Kolacho nos dedicamos a dibujar sonrisas en esas pequeñas bocas que a diario nos dicen “profe, enséñame a cantar” y hacemos un esfuerzo gigante para que el brillo innato de sus ojos no se apagué por culpa la violencia.

La paz y el respeto por los derechos fundamentales no se obtienen a la fuerza y eso lo hemos comprobado en la Comuna 13. La cultura de paz y de los derechos humanos se cultiva, por el contrario, en un ambiente de libertad y creatividad. En Casa Kolacho sabemos de antemano que los más jóvenes son especialmente vulnerables y que sus derechos tienden a ser anulados en contextos como el de La 13. Y aunque son ellos los que más cuidados y atenciones necesitan, generalmente pasan por alto en las políticas de intervención que el Estado adelanta en la Comuna. Todo lo que ha sucedido aquí, especialmente en los últimos 15 años, ha afectado su desarrollo psicológico, sus procesos de socialización y de aprendizaje, la construcción de su identidad y, en muchos casos, ha llegado a destruir sus expectativas de vida. Por esa razón, uno de los motivos de nuestra Escuela Kolacho es la defensa de los derechos de los niños y de los adolescentes. Somos conscientes de que serán necesarias muchas políticas públicas para que las condiciones de vida de los chicos mejoren, pero no nos podemos quedar cruzados de brazos hasta que eso suceda. Los talleres, los cursos y los espacios de formación artística están contribuyendo desde ya a sus derechos a vivir y crecer en alegría, a expresarse libremente y a construir su propio futuro, pero sobre todo a construir una generación de hombres y mujeres respetuosos de la vida y de los derechos de los demás.

 

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