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Y el hombre creó el mundo

pala

Fernando Araújo Vélez

Y tuvieron que transcurrir miles de años, y cientos de miles de pequeños inventos, para que el hombre, bautizado luego como sapiens, pasara de ser eso, un simple hombre animal, a una especie de dios sobre la faz de la tierra. Transcurrieron los años, y el sapiens logró dominar su entorno y a los otros homos que había regados por África, Europa, Asia y Australia, y los dominó por su ingenio, y sobrevivió por sus creaciones. Crear fue el nombre de una necesidad, aunque después se convirtiera en el nombre de un juego, también, y en el arma más poderosa de los humanos, que transformaron la realidad en la que vivían, la de los mares, las piedras, los animales, en una realidad virtual, surgida de la imaginación. El hombre tomó el mundo y creó su mundo, otro mundo.

Creó. Allí donde había montes y ríos, fieros animales y otros no tanto, árboles y mares, nieve y lluvia, inventó dioses, naciones, leyes, derechos humanos y obligaciones, justicia, dinero, palabras, la palabra, y arte. Necesitó, percibió, observó, analizó, imaginó, tuvo ingenio, innovó y creó. Por sus creaciones, abandonó ese rincón de África oriental donde estuvo conminado durante miles de años, y se distribuyó por todo el planeta. Pasó de ser una simple especie atemorizada, a imponer su voluntad, y con su voluntad trastocó todos los órdenes naturales que existían hasta su aparición. Hubo un antes y un después del sapiens, y con él, y por él, hubo un antes y un después de la palabra, que fue gruñido, voz, vocablo, y por fin palabra, y con la palabra, comunicación.

La palabra liberó al hombre, aunque por momentos lo condenara. La palabra fue la creación por excelencia. Con la palabra, el hombre advirtió peligros y superó obstáculos, y con ella después creó mitos que forjaron identidades, mitos que se transmitieron de generación en generación y construyeron la historia de la humanidad. La palabra fue aviso, advertencia, enseñanza, unión y poder. Por la palabra, las antiguas jerarquías de las tribus cambiaron. Quien la supiera usar, quien fuera más creíble, sería el líder. La fuerza, la potencia, la velocidad de los cuerpos, la resistencia, pasaron a ser subordinados de los nuevos líderes, porque esos nuevos líderes eran los dueños de la palabra, y por lo tanto, los dueños de la verdad.

Con la verdad de su lado, o lo que ellos transmitieron como verdad, el sapiens de la palabra creó mitos que integraron a los hombres y así mismo, los segregaron. El hombre evolucionó con sus mitos y por ellos, pero también se destruyó, se mató, se aniquiló. “Las grandes masas sucumbirán primero ante una gran mentira que ante una pequeña”, dijo alguna vez Adolf Hitler. Él destruyó, mató, aniquiló, en nombre de un mito. Si en un principio cada mito fue necesidad, percepción, análisis, ingenio, innovación y creación, después, y por supuesto, en cada mito hubo alguna mentira interesada, pero que por ser mentira no dejó de ser creación. Por el contrario. “Las generaciones de antiguos historiadores nos presentaban ficciones deliciosas en forma de hechos; el novelista moderno nos presenta hechos estúpidos a guisa de ficciones”, escribió Oscar Wilde.

El mito y la mentira fueron la contracara de la verdad. Los tres surgieron y sólo pudieron surgir de la palabra. La palabra fue verdad y fue mentira, pero ante todo, fue poder. Poder de poder hacer, y poder de dominio, muchas veces unidos y entrelazados, y en ocasiones, disgregados. La palabra fue sabiduría, medio y fin, e incluso, superstición, hasta el punto en el que olvidamos que antes de la palabra era la imagen. La palabra fue creación, subordinación, premio, castigo y verdad, y fue el instrumento perfecto para que cientos de miles de verdades se transmitieran y fueran heredadas de generaciones de herederos, que las catalogaron como dadas y eternas e inmodificables, y a veces hasta divinas, aunque no lo fueran.

Eso dado y eterno, dios y los santos, el infierno y el paraíso, el bien y el mal, eran creaciones “humanas, demasiado humanas”, como decía Nietzsche. No hubo ni ha habido Arte, así, en mayúsculas; hubo y ha habido artistas. Creadores. Y no ha habido Justicia; esa Justicia fue la suma de cientos de miles de señores que impartían justicia, y a veces no la impartían, e incluso a veces jugaban a impartirla a cambio de un favor. Ayer, hoy y siempre. La verdad fueron miles de millones de verdades que se fueron transformando y seguirán su curso. La palabra nombró y definió la vida y la muerte, como si hubiera una vida y una muerte, sólo biología, y nombró y definió el amor como un amor absoluto determinado por dioses, cuando en realidad ha habido y habrá seres que aman y lo viven a su manera, como pueden, como quieren o como los dejan.

La palabra trascendió. Mientras convivía entre el mito y la realidad, se hizo dialecto, y lengua, e idioma, y pasó a ser escrita y más tarde, impresa, y cuando estuvo impresa adquirió aún más poder, porque lo escrito y publicado era sagrado en ocasiones, porque lo escrito e impreso era la verdad, y perduraría por los siglos de los siglos. Lo escrito fueron mandamientos por seguir al pie de la letra, mandatos surgidos de hombres mito que otros hombres subieron a un pedestal de divinidad. Su voz no habría sido escuchada si no hubiera sido impresa. Entonces ellos mismos dijeron que su voz era la voz de dios, y que quien no la obedeciera, sería condenado a la eternidad de una condena infernal. De nuevo la creación, de nuevo la innovación. En otros textos, otros creadores menos presuntuosos, escribían otra historia.

Algunos se oponían a los anteriores. Fueron prohibidos. Sin embargo, sobrevivieron. Eran otra verdad, una verdad que no les convenía a los hombres del pedestal, y esa verdad también hizo camino. Y de esa verdad surgieron otras verdades. Todas creación, todas innovación. El arte, la ciencia, el pensamiento y demás, surgieron desde la palabra. Surgieron, la mayoría de las veces, para mejorar. Para brindarle al hombre una mejor calidad de vida, aunque al final esas innovaciones fueran utilizadas con otros objetivos, en ocasiones, basados en las premisas de los libros divinos. Igual, eran creaciones, y como creaciones, estaban más allá del bien y del mal. Su uso fue asunto de los hombres: todo humano, todo demasiado humano.

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