Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Antonio Buero Vallejo

El 10 de febrero de 1949, en el Teatro Morosco, de Nueva York, se estrenó  La muerte de un viajante, de Arthur Miller. Allí llegó a las tablas, por primera vez, Willy Loman. Inolvidable, para todos los amantes del buen teatro, la acotación escénica inicial: «Willy Loman, el viajante, entra por la derecha con dos grandes maletas de muestras». Comienza en ese momento una tragedia que quienes la hayan vivido alguna vez, desde la platea, nunca la olvidarán: es una de esas obras que se quedan grabadas para siempre en el recuerdo, pirograbadas por el ascua de la más alta inspiración dramática.

Ocho meses y cuatro días más tarde, es el 14 de octubre de ese mismo año 1949, sube al escenario, también por primera vez, en el Teatro Español de Madrid, Historia de una escalera, la obra galardonada por descuido de la censura con el primer premio Lope de Vega discernido después de la guerra civil.

El estreno reviste caracteres de apoteosis. No hay para menos. Su autor es Antonio Buero Vallejo, un republicano español, con una prístina vocación de pintor, compañero de prisión de Miguel Hernández, condenado a muerte y escapado a duras penas del pelotón de fusilamiento. Se trata del primer derrotado de la contienda fratricida que triunfa en la España de Franco.

Historia de una escalera no alcanzará nunca la resonancia universal de La muerte de un viajante. El drama albergado en sus diálogos y en sus movimientos escénicos es un drama del día a día donde no se plantea aquello de que «No hay más que un problema filosóficamente serio: es el suicidio», la frase lapidaria con que Albert Camus inicia su Mito de Sísifo, publicado seis años antes de que se estrenasen las obras de Miller y Buero Vallejo. El viajante, Willy Loman, termina suicidándose: los personajes de esa casona madrileña de Historia de una escalera terminan sobreviviéndose.

Y sin embargo, y sin embargo, también inolvidable, para todos los amantes del buen teatro, la última acotación de la obra de Buero: los hijos de dos de los protagonistas, Carmina y Fernando, «se contemplan extasiados, próximos a besarse. Los padres se miran () largamente. Sus miradas, cargadas de una infinita melancolía, se cruzan sobre el hueco de la escalera sin rozar el grupo ilusionado de los hijos».

Le rindo aquí el homenaje que se merece Antonio Buero Vallejo, el hombre afable y honesto con quien tuve correspondencia en los años setenta, a quien conocí personalmente la noche del 19 de marzo de 1984 –una noche para mí inolvidable– en el Teatro Español de Madrid, y a quien visitamos en su casa madrileña de General Díaz Porlier en noviembre de 1996, atendiéndonos con una cordialidad exquisita y generosa. Fue, sin duda, el más necesario y, sobre todo, el más luminoso de todos los dramaturgos españoles en la segunda mitad de aquel siglo de las sombras.

No le faltaron detractores a Buero Vallejo en vida, ni siquiera después de la consagración que supuso el Premio Cervantes: algún ataque artero, innoble, he tenido ocasión de leer en páginas que se precian de ser ecuánimes, y de plumas que posan de izquierdas de toda la vida. Déles Dios mal galardón.

¿Qué era lo que se le reprochaba? Se le reprochaba su «posibilismo». Como si decir tantas cosas (todas las cosas que quería y que a fin de cuentas sí que supo decirnos) fuese «posible» en la inferiocre España de Franco. Una España donde los paradigmas teatrales, hasta la aparición de Buero, pasaban por las coordenadas de José María Pemán, el primer ministro de Cultura (¿qué cultura?) que tuvo el dictador, ese mismo Pemán que dejó escrito a propósito de la felonía franquista: «No hay negocio mejor que la Cruzada» (en su Poema de la bestia y el ángel, de 1938). Y desde luego no lo dijo cínicamente, sino en el sentido jesuítico y del Opus Dei.

Ahora y aquí debe ser medianamente claro que un corpus dramático como el de Antonio Buero Vallejo, en el que se catalogan los títulos Historia de una escalera, En la ardiente oscuridad, La tejedora de sueños, Madrugada, Hoy es fiesta, Las cartas boca abajo, Un soñador para un pueblo, Las Meninas, El concierto de San Ovidio y El sueño de la razón, es algo que bien  puede parangonarse con la obra teatral de don Ramón María del Valle-Inclán y de Federico García Lorca. Por cierto que a ellos dos los logró reunir, de manera insuperable y bien documentada, en su discurso de recepción, de 1972, en la Real Academia de la Lengua Española. En esa ocasión, y al concluir, hizo ingresar en ella, como miembro de número de la misma, y con carácter póstumo, al creador de La casa de Bernarda Alba: repito que todavía era tan sólo 1972, aún vivía el lorquicida.

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