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La velada con el lobo

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Foto de Stella Maris – Flickr

Leo Castillo

—Escribo la historia de cómo finalmente consiguió Caperucita sexo oral de parte del lobo. Duró tres días sin bañarse antes de ir al bosque, para alborotar el agudísimo olfato del animal, estimando que así magnificaba el efecto de sus endorfinas. Era la única manera de dirigir su atención hacia el objeto establecido, de modo que no la viera meramente como su almuerzo. Caperucita decidió vestirse de rojo y así excitar mejor los instintos sexuales del lobo. Esto fue lo que resolvió para cagarse en la ilustre reputación de su ferocidad. Desafiando las prescripciones de la abuela, se puso esa sugestiva minifalda de encaje y  amplio vuelo con que la abuela jamás le permitiera salir (y lo que pinta bien el súmmum de su osadía y lo tenaz de su decisión), sin ropa interior.

—A eso le llamo hacer buen uso del encanto femenino y sexual. ¿Cómo sobrevivir en un mundo lleno de lobos? Sé una sucia, deja que te cojan y luego cumple tu objetivo: haz lo que tengas que hacer.

—Eso es intuición femenina, el alcance de su peligrosidad, el nivel del riesgo que una niña atrevidísima entraña para toda bestia del campo. Caperucita se puso al servicio de su obsesión, persiguiendo el beneficio de la consagración que otorga satisfacer impune esa horrible curiosidad de descifrar al lobo, de desarmar su prestigio intacto. Era una cita con el mito. Y lo deseaba, ¡oh, sí!, durante las largas noches de otoño, al amor de los tizones de la chimenea en su cabaña del bosque, al oírle aullar, imaginaba un mundo de placeres y lujuria inconfesados.

—¿Su abuela en realidad sólo era su celestina?

—La abuela nunca aprobaría este affaire de su nietecilla.

—Claro, imagino que sólo quería que el lobo se la comiera a ella.

—Ciertamente, la abuela mantenía relaciones culpables con el lobo, un amor contra natura. ¡Ya el lobo se la había “comido”!, y es por eso que no podía llevar bien estas nuevas relaciones corroída por los celos de lo que no vino a enterarse sino ante el ostensible embarazo de Caperucita, ese encarnado rubor en que ardían sus mejillas al sentir al lobo merodear la cabaña cada noche en que la abuela, sospechando algo, la encerraba bajo llave.

—¡Vaya!

—Era el gran secreto de la abuela pervertida que nunca se conoció. Pero algo había intuido la maliciosa nieta…

—Le venía de familia.

—Una noche la abuela, echada en su sillón se quedó irresponsablemente dormida… y soñaba con el lobo… se quejaba sensualmente… cada vez con más acalorados acentos, lo que acabó por despertar a Caperucita, que se apropió así del secreto. Tomó esa caliente noche la inflexible determinación de comerse ella también al lobo. Pero introdujo una cauta variante en el último momento: no deseaba perder su virginidad.

—¡Qué astuta!

—Asputa, sí.

—¡Una puta con un as bajo la manga!

—Un haz de incipiente vello púbico, cierto, bajo la falda. El lobo olfateó el olor salvaje de esa niña excitada… sus endorfinas consiguieron a pesar de que el animal temblaba de pavor, arrancarle un aullido casi doloroso de placer. El viejo lobo temía perder la ilustre reputación de su ferocidad, la gloria de su peligro ante una culicagada en minifalda. Temblaba, pues, y pensaba en el desastre universal, el desprestigio para siempre de la especie…

—¿Cómo termina todo?

—¡Oh, el lobo termina derramado en la falda de Caperucita, acarreando con ello la lamentable metamorfosis de la especie! ¡Acabó tan mal! Con los días,  se vino babeando detrás de la niña hasta la cabaña, y es así como la respetable fiera se convirtió en un servil cautivo: el perro, el imbécil perro faldero. Ahora, a dormir ya, niña, que no deseo contarte detalles de esta historia de tu gloria y de mi vergüenza eterna que tan bien como yo conoces.

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