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Esperanza

Esperanza

Santiago Aparicio

La esperanza es lo último que se pierde, frase famosa que pasa de generación en generación. Es como una ayuda para enfrentar el día, ese único rayo de luz que se puede apreciar solamente cuando la oscuridad nubla nuestro camino. Esto podría ser una breve explicación de la sensación de esperanza que aparece cada vez que la maldita vida nos patea y destruye nuestro espíritu. Quizás se creó para  impedir tanto suicidio, que la vagancia del ser humano no se haga tan aparente y pueda seguir tropezando y tropezando hasta que una de esas caídas se lleve nuestro último suspiro y la esperanza desaparezca dejándonos al fin descansar en un sueño de nunca acabar.

Todo individuo, ya sea pobre, clase media o rico ha necesitado o más bien se ha cogido de la esperanza para no partirse en mil pedazos. Una cura para el alma, se lo podría describir. Como todo ser yo la utilicé. Tenía 10 años.

26 de Febrero de 1950, un día después de mi cumpleaños, se presentaba ante mí la idea de faltar a clases con un poco de ingenio y usando la típica excusa del dolor de cabeza, poniendo una voz con un tono ligeramente triste con una pizca de cansancio, tratando de que cayera una lágrima, me acerqué paso a paso hacia mi madre. Cuando iba a salir de mi boca la primera palabra, una sensación golpeó mi cuerpo. Puedo fácilmente describirlo como un sexto sentido, una corazonada de que ese día iba a ser diferente, la esperanza de que decidir ir al colegio era la mejor opción.

Salí corriendo a bañarme. Bien dicen que en la ducha uno reflexiona el significado de la vida, una forma absurda de explicar por qué nos demoramos tantos minutos, pero al fin y al cabo es la verdad, justamente eso es lo que hacía, con cada gota que tocaba mi cuerpo intentaba analizar lo que sentí, esa corazonada sobrenatural que nació en mi interior y ahí fue que con esperanza clavé una idea en mi mente: «Hoy va a cambiar todo».

Con un bostezo gigante que claramente mostraba mi cansancio, decidí dejar mi idea casi perfecta de quedarme en casa todo el día y salir a enfrentar mi realidad con la esperanza de un buen día. Desayuné lo más rápido que pude pues ya se me hacía tarde, observé mi bicicleta por la ventana y por los cristales se podía observar a mi vieja compañera de aventuras, sucia, oxidada como siempre, pero igual, con una resistencia como de gladiador. Cada golpe la hacía más fuerte. Le di un beso en la mejilla a mi madre y salí disparado con mi guerrera oxidada hacia la escuela.

El ruido más infernal de los jóvenes sonó, ese maldito timbre que anunciaba que las horas de sufrimiento comenzaban. Entré a la clase con la esperanza de que lo que sentí fuera cierto y claramente lo fue. Observé en todas las direcciones, arriba, abajo, derecha, izquierda, no había rastro de los cuatro imbéciles que hacían mi vida un infierno desde que a mi madre se le ocurrió inscribirme en este doloroso campo de concentración. Pues sé, esta es la realidad de mi vida: soy el típico niño débil que todo el mundo molesta, todos los días mi alma se sienta en el rincón mas oscuro y llora en silencio mientras yo sonrío para que no observen mi maldita realidad.

El día fue pasando. Por primera vez pasé feliz, podía sentir la calma de mi espíritu, al fin algo bueno sucedía. El ruido maligno volvió a sonar, se acabó el descanso, teníamos que entrar otra vez al Tártaro. Abrí la puerta y créanlo o no, los cuatro titanes asquerosos llenos de maldad y odio estaban sentados justamente atrás de mi débil silla, esperando lentamente a que me sentara para acabar con lo poco de felicidad o más bien esperanza que me quedaba.

Lo que sucedió después no lo recuerdo. Mi psicólogo dice que el ser humano reprime recuerdos y pues este es el caso, lo único que sé es que fue el día en el que la inmunda esperanza acabó conmigo.

Cuando la oscuridad te encierra dicen que se ve un rayo de esperanza, pero en mi caso esa la luz se fue, la tristeza había acabado conmigo. La esperanza no existe y si se encuentra es como una trampa silenciosa que te muestra el brillo directamente a los ojos para que no te des cuenta de que en tu siguiente paso estará el abismo más oscuro, donde tu alma nunca podrá salir.

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