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La mirada ajena

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David Caleb Grisales Sánchez

Cada pared estaba cubierta por un conjunto de membranas, que a su vez estaban constituidas por un finito número de redes, redes octagonales que juntas daban origen a estructuras circulares que se unían una con otra, otra con dos, dos con tres y así sucesivamente hasta dar forma a las membranas, las membranas erigían su bóveda celeste.

El volumen de aquel firmamento parecía inconmensurable, aquello que los hombres conocemos como el horizonte allí no existía, puesto que en la segunda era de la cuarta luna un grupo de hombres ciegos, atestados de aversión hacia el horizonte por la admiración que despertaba en medio de los habitantes de aquel mundo, se habían dado a la tarea de destruirlo; aunque no era sólo odio lo que los motivaba, pues también temían que los hombres dejaran de adorarlos a ellos y empezasen a reverenciar aquel majestuoso horizonte, o aún peor, que empezaran a estudiarlo y descubrieran que más allá de él un mundo nuevo surgía, adornado por soles, muchos soles que palpitaban en medio de la oscuridad a millones de kilómetros en la inmensidad de un espacio que parecía infinito. Ellos aunque conocían lo que había más allá del horizonte, no hubieran podido explicarlo, ya que no entendían el porqué de ese misterioso universo que yacía allá afuera, un universo habitado por gigantes, repleto de cosas que escapaban a su discernimiento. Aunque lo peor eran su egoísmo y avaricia, que les impedían permitir a otros entender lo que para ellos resultaba inexplicable, inconcebible, en resumen lo que era ajeno a su entendimiento. Estos hombres que se hacían llamar los sacerdotes, no sólo tenían sellados sus ojos, sino también sus mentes.

Dispuestos entonces a destruir todo aquello que representara un riesgo para el enorme poder que habían logrado acumular a costillas de la ignorancia de los habitantes de aquel mundo, concibieron un plan para exterminar el horizonte, pero ¿cómo lo hicieron? Tal pregunta no había conseguido aún una respuesta exacta, aunque sí una muy acertada, era la del viejo José, quien no indicaba la salida del laberinto, mas no obstante sí encaminaba hacia ella; él argumentaba que el secreto había sido escondido en la biblioteca, un lugar misterioso que recogía en enormes libros todas las respuestas a las preguntas que hasta ahora habían sido formuladas, allí reposaba toda la información contenida en el universo.

Lo que sí narraban todos con buen número de detalles, era lo que había advenido a aquel pueblo después de la destrucción del horizonte, el relato que narraré llegó a mí gracias a José, uno de los grandes ancianos del pueblo, quien había sobrevivido ya a dos lunas (cada luna se compone de cuatro eras, y cada era equivale a 10 octenios) y gozaba de la mejor reputación en medio de sus coterráneos.

Con la destrucción del horizonte sobrevino un periodo de oscuridad, repleto de crímenes y desolación, la música se acalló y las letras sólo servían a quienes gobernaban, en medio del pueblo surgieron enemigos de los sacerdotes, quienes rápidamente eran extirpados de la sociedad con el fin de evitar el nacimiento de una revolución. Sin embargo los intentos de los sacerdotes por acabar con cualquier oposición en medio del pueblo fueron vanos, pues la rebeldía cada vez se generalizaba más, ya que los habitantes de aquel maravilloso lugar rebosantes de ira por haber perdido lo que más apreciaban, se empeñaron en idear un plan para acabar con los sacerdotes. Empezaron entonces a maquinarse conspiraciones que buscaban devolver a aquel pueblo la tranquilidad y la armonía, se organizaron pequeñas reuniones, que después de largos debates ilegales organizados en pequeños escondrijos clandestinos, y después de que muchos hubiesen entregado sus vidas en favor del bien común, habiéndose sometido así a los más despiadados tormentos, habían concluido en que el peor castigo sería condenarlos a ser eternos, además de encadenarlos por siempre a un mecanismo que les auto-infringiera dolor siempre que intentaran escapar. Pero José, uno de los pocos sabios sobrevivientes a la gran aniquilación, había planteado que no era suficiente con posar sobre ellos una gran agonía, sino que además debería expulsárseles de su civilización. Después de meditar por largos periodos en torno a la nueva cuestión, termino por decidirse que su condena sería:

Cargar sobre sus hombros con la agonía de una vida eterna, que no propiciará más que desencantos, condenados también a habitar una estrella vacía, donde no habrá a quien manipular ni a quien oprimir ni a quien humillar. Se borrará de la faz de este mundo cualquier monumento o construcción, arquitectónica, artística o poética que pudiese rememorar su existencia o el martirio de su dominio.

Después de haberse acordado el castigo que recibirían, se empezaron a gestar los planes del derrocamiento de los sacerdotes, quienes ávidos de poder, habían conspirado sin saberlo en contra de sí mismos. Pasados  más de tres octenios (pues allí los periodos de tiempo no se medían por siglos de cien años, sino por octenios de ochenta años) de cruentas guerras, se había logrado acabar con el dominio de aquellos enemigos de la libertad.

Después de esto, se dispuso de todo lo necesario para que fuesen arrojados a una estrella, la cual había colapsado (como si hubiese sido algo predestinado, pues habían sido condenados sólo al exilio y no a la desaparición) segundos después de que éstos fuesen arrojados, con su mirada apuntando a algún lugar de aquel misterioso cielo, José me narró la historia –la estrella empezó a contraerse, se contrajo cada vez más y más, mientras los sacerdotes castigados con la eternidad se comprimían junto a ella en medio de un dolor intenso, la agonía se apoderó de sus miserables existencias, sus cuerpos se calcinaban, pero la muerte no llegó, no llegaba, no llegaría nunca porque eran eternos… así las insoslayables fuerzas de la gravedad asecharon como un lobo a la estrella agotada, y junto con ella a sus ajenos habitantes, su presa débil incapaz de defenderse, experimentaba los más indescriptibles horrores, débil sin fuerzas la estrella sucumbió ante su enemigo, y aunque la estrella pudo morir de muchas formas, lo hizo de la peor, se revolcó en medio de un lamento cósmico, cual siervo que enfrenta la indiferencia de su cazador que le desgarra las entrañas sólo por el placer de disfrutar su muerte, explotó deformando todo a su alrededor, tragándose a sí misma, devorándose obligada por su gravedad, y aunque los átomos de la estrella se comprimieron al punto de desaparecer aplastados sobre sí mismos, fusionándose sus electrones, creando millones y millones de neutrones, los sacerdotes no desaparecieron, para ellos no volvió a existir tiempo, ni gravedad, no había ley alguna, pero tampoco había muerte ni vida, su existencia se vio reducida a ser puntos en un espacio cada vez más grande, su codicia había sido la razón de su extinción­­.

José era un anciano amable, su mente era indescifrable (lo que me hacía suponer que en algún momento había habitado la biblioteca), pero su alegría era la alegría del mundo, su sabiduría era inagotable, era como un manantial de saberes; decían algunos que él igual que mi abuelo conocía la ecuación de los espejos, pero realmente nadie lo sabía a ciencia cierta.

A pesar de que el horizonte ya no existía, los sacerdotes habían fracasado en su intento de acabar con la inspiración del pueblo, pues no he conocido en mis viajes un pueblo más apacible, sus églogas eran igual de bellas tanto si eran para a uno de sus soles –este pueblo no tenía luna, aunque el día se distinguía claramente de la noche– como si lo fueran para un sentimiento. Además el mar, al carecer de un límite que impusiera un fin a su magnificencia, se extendía a lo largo de un vasto espacio, sus aguas azuladas contrastaban con el anaranjado suntuoso de su sol diurno o con el plateado delicado de su sol nocturno, los colores se confundían uno con otro en medio de un extenso imperio de armonía y claridad. En la superficie se proyectaban pequeñas olas, las cuales en mi mente se convertían en series de Fourier, series que ellos llamaban proyecciones Alejandrinas, en honor al científico que las había hallado en la biblioteca en los tiempos del veto.

Miles de veces intenté construir una poesía que se igualara a la de ellos, pero mis intentos siempre fracasaban, sumergiéndome en una profunda desesperación que desaparecía fácilmente al contemplar uno de sus opulentos sonetos, igualmente en múltiples ocasiones me aventuré, sentado en una pequeña silla, en el fondo de una habitación invadida por la lóbrega noche, bien fuera estudiando las extrañas circunstancias que me habían arrastrado hasta a aquel lugar tan mágico, o buscando comprender el porqué de la biblioteca, a intentar componer alguna sinfonía que lograra transmitir lo que transmitía la calma de las noches en aquel lugar, pero mis resultados tampoco eran nunca los que buscaba, y de nuevo terminaba invadido por la frustración y la incapacidad de superarlos a ellos, en esos momentos me sentía avergonzado de mi humanidad, la cual creía me forzaba a ser envidioso ante la grandeza de otros.

En medio de la ciudad se levantaba un enorme palacio, la fachada del palacio era una hermosa mezcla de diversos estilos arquitectónicos, la suntuosidad de sus detalles, ofrecía una verdadera experiencia visual. Seis columnas sostenían un pequeño techo en la fachada, que se adentraba unos cuantos metros en el jardín delantero del palacio, las columnas tenían un estilo jónico, bocas de fénix adornaban los desagües, una enorme cúpula de 66 metros de diámetro adornaba la cima del edificio central del palacio, en su interior pisos de un material más hermoso que el mármol se extendían a lo largo de todo el recinto, en la cúpula se observaba un hermoso fresco que simbolizaba la ausencia de dominios sobre el ser y la libertad, los pasillos estaban adornados por hermosos faroles de oro, llenos de gases que ardían en la noche y en el día, en la parte de atrás una enorme biblioteca contenía miles de libros que resguardaban conocimientos sobre diversas áreas. En la entrada del palacio había siempre dos búhos, estos aunque eran eternos podían morir sólo si ellos lo deseaban, su estatura era diferente a la de cualquier búho que hubiese visto en mi vida, además gozaban de inteligencia y capacidad para relacionarse con todos los seres habitantes de este y de otros universos. Su mirada producía tranquilidad, además de respeto, al observar sus ojos directamente durante prolongados lapsos de tiempo era posible ver el futuro, aunque este no era exacto, pues se sabía que existían muchas realidades posibles, y ellos sólo podían ilustrar una, la más probable. Yo jamás me atreví a hacerlo, me aterraba la idea de andar por allí sabiendo la que podría ser la fecha exacta de mí muerte, o tantas otras cosas que por razones personales e ideológicas, preferiría mantenerlas arropadas por la incertidumbre… sin embargo mi curiosidad no pudo verse aplacada por mi temor de enfrentar mi futuro, así que después de mucho preguntar pude escuchar en una ocasión de un hombre llamado Nicanor la descripción de aquel mágico proceso –al principio el tiempo empieza a desarticularse en pequeñas fracciones, cada segundo se aleja de su sucesor ocho cuartos de billón, todo alrededor empieza a deformarse, pequeños limacones empiezan a surgir en todas partes, el aire se vuelve denso, olvidas quién eres –decía, dejando entrever en su rostro la admiración y adoración que despertaba en él aquel mágico acto de adivinación– es como eso que llaman amor, olvidas quién eres, aunque sabes lo que estás haciendo, después una algarabía estentórea nubla la razón, uno se vuelve ajeno a todo, y allí, en ese instante en el que uno es incapaz de articular cualquier palabra o pensamiento, se empieza a ver el futuro, todo pasa muy rápido, miles de imágenes atraviesan tus ojos, estas se prolongan hasta el infinito, hinchan la mente de recuerdos del futuro, aunque al final ves poco, pues la confusión impide procesar muy bien todo lo que te muestran, aunque siempre hemos pensado que es mejor así, al fin y al cabo la ignorancia es un buen remedio contra el temor–, esa última frase aún hoy me acongoja. En el centro del palacio se encontraba un enorme dédalo, doce millas de concreto comprimidas en un espacio de tres millas cuadradas, sus ingenieros civiles eran maravillosos, muestra de ello eran sus construcciones, se contabilizaban desde la cantidad de átomos hasta la cantidad de columnas que componían sus edificaciones, sus obras abordaban todos los temas que admiraban, todas las formas de vida o objetos que a su juicio merecían ser admiradas, se les rendía tributo mediante hermosas edificaciones, jamás volví a ver un pueblo así.

En alguna ocasión, cuando se acercaba ya el fin de mi estadía en aquel pueblo, intenté atravesar el laberinto del palacio, al entrar sólo recibí una advertencia de su guardián –no temaspor qué temería yo, es sólo un laberinto– me susurré.

Me sumergí entonces en medio de la abstracción de aquella portentosa obra,  –cuyo boyante creador había preferido el anonimato– me sustraje de todas las ideas que pensé podrían apartarme de mi objetivo, hallar la salida, y empecé el recorrido, sus paredes internas estaban cubiertas de finísimo mármol, se izaban en medio del camino bellos faros creados con platino y con un misterioso elemento cuyo nombre olvidé, pero que estoy seguro aún no hemos descubierto. Su complejidad resultaba absurda para mi mente, no imaginaba quién sería capaz, en sus cabales, de intentar atravesar tan embrollada obra de arte, pero me daba cuenta al final que esto era sólo una excusa para mi execrable ignorancia, porque bien sabía que para ellos esto era tan fácil como arrancar una hierba seca del suelo… me hallaba tan liado intentando hallar la salida, que olvidé por dónde había entrado, el pánico se apoderó de mí, el terror circulaba por cada parte de mi ser, cientos de imágenes espantosas de mi cuerpo envejecido allí dentro, de cómo sería mi final empezaron a atravesar mi mente; pensé que no podría salir jamás de allí, y de repente, cuando el laberinto percibió mi miedo, cuando supo que sería su presa, que podría desollarme y arrebatarme mi existencia, las paredes empezaron a cerrarse sobre mí, los faros se convirtieron en agudas flechas que apuntaban hacia mí, el terror era cada vez más grande, las imágenes que cruzaban mi mente cada vez más espantosas, y mi afán por salir de allí cada vez más fuerte. Pero cuando podía ya oler la muerte, esa que me venía buscando desde aquel callejón oscuro en Cali, cuando sobre el asfalto mojado por una lluvia ocasional me enfrenté a ella, salí de aquel lugar, escapé, de aquella mirada.

Mi estadía había terminado, había olvidado que cuando se cumplían los lapsos determinados para conocer algún pueblo era expulsado, sin preámbulo, simplemente ocurría.

Era de noche cuando escapé de aquella mirada, me fue imposible por un largo tiempo volver a ver la luna como eso, como la luna, por mucho tiempo la pensé como un sol nocturno, eso era para los habitantes aquel pueblo que por tantos días había habitado. La dueña de la mirada, una dama de tez canela y alta, se marchó caminando altiva, con ella se llevaba sus ojos, esos ojos que comunicaban a un universo completamente distinto, un universo que tal vez ella desconocía o que tal vez ella había creado, esas preciosas perlas cafés, jamás olvidaría su mirada, pero cómo olvidarla si fui parte de ella; ahora estaba en Cartagena, hasta allí me arrastraba mi destino, ese en el que no creía, en el que no creo ni creeré. Al mirar el mar lo vi como una abominación, odiaba su horizonte, su luna blanca, sus colores insípidos y su olor a mar, pero estaba en mi hogar, en mi universo; decidí entonces que no necesitaba una mirada ajena, tenía mis ojos y en su interior mi mundo, sólo que jamás podría entrar allí, recordé entonces una enseñanza del viejo José, sus palabras resonaban en mis oídos –no hay nada mejor que conocer a los demás, al final es lo más cercano a conocernos a nosotros mismos.

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