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Gutiérrez

Antonio Cruz Pineda

Era un miércoles a las 8:40 de la mañana y le dije al taxista que me dejara al frente, para que los cuatro carriles de la Quinta me ayudaran a disimular para dónde iba, y para ahorrarme lo de la vuelta. Pagué poco más de la mínima. Todavía me quedaban 20 minutos así que me quedé parado en el andén y me fumé un cigarrillo mientras esperaba. Eso probablemente me hacía ver aún más sospechoso a los ojos de los dos soldados de la PM que hacían guardia en el separador central a la sombra de un samán. Me quedé viendo al ex-candidato por encima de ellos; tan pálido como yo, me ignoraba mirando hacia el horizonte, con su mano en el corazón, más vivo que nunca aunque el color de la valla hubiera expirado y fuera ya pastel a causa del clima valluno.

No sé si lo que me convirtió de casualidad a eventualidad para los hombres de la Tercera Brigada fue el segundo cigarrillo que saqué torpemente, delatando mis nervios aumentados por las miradas camufladas que me escudriñaban desde la portería de vidrios polarizados y la atalaya más cercana. Uno de los soldados que estaba entre ese mundo y el que yo creía mío, atendió su radio girando la cabeza un momento hacia la portería, retornando rápidamente su mirada hacia mí, como si su interlocutor le hubiera llamado la atención. No se oía lo que decían; total había cuatro líneas de lo que podría ser una pista de carreras entre nosotros, con Blanco y Negros, Amarillo Cremas, y Papagayos pasando a mil, algunos de ellos casi rozando el sardinel que me ponía en una tribuna con visibilidad privilegiada a pocos centímetros de la acción. Cuando caí en cuenta, el más joven de los reclutas había cruzado la calle. Probablemente la atravesó con la destreza  de un ciudadano de a pie, y seguramente ayudado por la autoridad que dan un fusil y un camuflado. Deteniéndose a un metro de distancia de mí, con una amable pero cuidadosa primera frase me dijo “buenos días”. Tenía una voz que le correspondía y acento bugueño. Pese a ser  de tierra caliente, y a que era una mañana fresca, él también sudaba, se le notaba en el bozo y en lo poco de la frente con acné que apenas dejaba ver ese nuevo casco que gritaba Plan Colombia, cuyo verde no cuadraba con el del uniforme comprado en China con presupuesto nacional, ya tan pastel como el rojo del ahora presidente.

“Permítame la cédula por favor”. Yo me esperaba esta frase de tercera, pero bueno, siempre preferí sacar la billetera para mostrarle identificación a un soldado que para entregársela a la rata de turno, ya sea cuchillero o licitador de concurso de uniformes. Mi primer apellido y la ausencia de un segundo hicieron que se demorara algo más en preguntarme la que pensé habría llegado como segunda frase y que suele tomar curiosas formas ilustrativas de la diversidad demográfica del país. Esta vez una neutral “¿Qué lo trae por acá? Señor Kr…”. Al final la terminó llamándome por mi nombre. Esto me produjo una sensación de confianza y le respondí algo trivial hasta que, al razonar su falta de nombre, terminé mi respuesta formalizada de tajo. Un “GUTIERREZ” sin tilde, uno solo como en mi cédula pero sin nombre, cosido al lado opuesto de donde el presidente se pone la mano, orgulloso sobre y detrás de Gutiérrez. Luego le miré el otro lado y se entendía “EJERCITO”, con la falta de tilde cubierta por la banda de la que le colgaba el Galil. Seguí la correa hasta el arma y me quedé viéndola. Después de unos segundos regresé a mis nervios al notar que tanto él como su colega del separador y los de la portería y los de la atalaya, todos, me miraban atentamente. Todos excepto el presidente.

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