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Obdulio Varela, el fantasma del Maracaná

 

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Fernando Araújo Vélez

“Cumplidos, si nos hacen cuatro o menos”. La frase del directivo fue una cuchillada para Obdulio Varela, que lo miró, lo sopesó, lo odió, pues odiarlo era una manera de odiar a las 200 mil personas que afuera, en las tribunas del Maracaná, gritaban como poseídos a favor de Brasil, y por último, lo ignoró. Cuando el hombre de saco y corbata y de apellido López se retiró del vestuario, Varela reunió a sus jugadores y les dijo “cumplidos sólo si somos campeones. Los de afuera son de palo, de palo, no existen”.  Entonces soltó un grito de guerra y encabezó a la selección de Uruguay para salir hacia la cancha y jugar el partido más recordado de la historia del fútbol.

Algún periódico de la mañana ya había titulado ‘Brasil, campeón del mundo’, su edición de aquel domingo, domingo 16 de julio de 1950. Los demás sólo aguardaban a que ocurriera lo que tenía que ocurrir, a que Brasil pasara por encima de los uruguayos y ante su público, y ante su fervorosa hinchada, levantara la copa Jules Rimet. La final era un trámite, decían en las calles y en los bares. Los brasileños sólo requerían de un empate pata ganar por primera vez en su historia la copa del mundo. Habían goleado a todos sus rivales (A España y Suecia, 7-1 y 6-1 en la fase final), y se habían paseado por Brasil en una especie de recorrido de la victoria para que los aplaudieran.

Y los aplaudieron. Y los ensalzaron. Los volvieron ídolos, hombres de carne y hueso que ya eran inmortales. Y así salieron ellos a jugar aquella final, vestido de blanco por última vez en su historia, con una franela bajo la camiseta oficial que también decía ‘Brasil, campeón del mundo’. Antes de que comenzara el juego, Varela volvió a  reunir a su gente. “Los de afuera son de palo”, recordaron Alcides Gigghia, Juan Schiaffino y compañía que les dijo. Los de afuera eran de palo para él, un hombre de mil batallas , más temperamento y entrega que talento. Más grito, garra, táctica y viveza que calidad.

A su ritmo, Uruguay se adueñó de la pelota. Tocaba de un lado hacia el otro, con pases lentos y horizontales para que Brasil no tuviera opciones. El primer tiempo terminó 0-0. La gente comenzaba a murmurar, pues la gente se había dejado llevar por los periodistas, por los políticos, por la otra gente, y todos creían que Brasil ganaría y golearía a Uruguay. Jules Rimet, el presidente de la Fifa, sonreía. Poco después de que comenzara la segunda parte, Friaca anotó el primer gol del partido. Brasil 1, Uruguay 0. En medio del estruendo de las celebraciones, de los petardos, los gritos, los cantos, Varela fue por la pelota al fondo de su arco.

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La tomó. Se la puso bajo el brazo, y con su andar cansino fue donde el árbitro, George Reader, para decirle que había habido un flagrante fuera de lugar. “Él sabía que no era cierto, pero tenía que armar barullo”, contaría Gigghia, y luego lo relatarían Eduardo Galeano y decenas de decenas de  cronistas a través de los años. “Yo tomé la pelota y fui a conversar con el árbitro pues necesitaba aquietar el ritmo de los brasileños”, recordaría él. Cinco, seis minutos duró Varela con el balón bajo el brazo, conversando con el señor Reader. “Si hubiéramos permitido que el partido siguiera inmediatamente después del gol, nos habrían goleado”.

Cuando el señor Reader ordenó que el juego se reanudara, los papeles se habían cambiado. Brasil estaba nervioso por la demora, por las palabras de Varela, por las de Julio Pérez, Míguez y Roque Gastón Máspoli, y Uruguay volvía a tener el dominio del campo y del balón. Tocaba, iba hacia atrás, hacia los extremos, devolvía la pelota, se le entrega al arquero, Máspoli, y comenzaba de nuevo. Todo lento, paciente, casi indiferente. Brasil se desesperó. Su objetivo era golear a uruguay. Golearlo antes que vencerlo. Por eso se abrió, y de pronto, Gigghia se escapó, metió un pase atrás, y Juan Alberto Schiaffino anotó el empate.

“Yo les construí este estadio, ahora ustedes tienen la obligación de ganar la copa para nosotros”, había dicho  sobre las 2.45 el alcalde de Río de Janeiro. ‘La copa es nuestra’, había titulado el Diario de Rio. De repente, el peso de la obligación cayó sobre Friaca, Ademir, Zizinho, Barbosa y demás. Tensión, nervios, miedo. La gente pasó de la euforia al silencio, y de allí, al rumor, ese rumor muerte para los futbolistas locales, ese rumor que aplaca, que paraliza y que lleva a la locura del tremendismo.  Después del empate de Schiaffino, Brasil se paralizó, y de ahí, pasó hacia una ciega obsesión de ganar de cualquiera manera.

Faltaban once minutos para el final del juego, cuando Gigghia entró por la punta derecha y le pegó a la pelota un poco mordido para que se metiera por el palo que debía proteger Moacyr Barbosa. Uruguay 2, Brasil 1. “Yo hice lo que tenía que hacer, él le pegó mal y por eso el balón entró”, diría Barbosa una y mil veces hasta el día de su muerte, en 1990. Fue perseguido, culpado, aborrecido, hasta el punto de que la gente lo señalaba como el hombre que había hecho llorar a todo Brasil. Le prohibieron el ingreso a las prácticas de la selección, y él mismo, desesperado, quemó los postes del arco que fueron su cruz.

Al final, cuando la victoria uruguaya estaba consumada, sólo se oían sus voces, sus gritos de alegría. Jules Rimet se había escabullido. Los jugadores brasileños lloraban, maldecían, se culpaban. La copa no aparecía.  Los periodistas no atinaban a hilvanar tres palabras seguidas. El alcalde se había esfumado. Luego, con los años, dijeron que varios de los espectadores se habían suicidado; que la copa se la habían entregado a Varela en un pasillo, lejos del público; que a él y a sus compañeros les entregaron medallas de lata, mientras las de oro se las habían guardado los directivos; que por aquella victoria, habían recibido mil dólares.

“Yo salí esa noche a tomarme un trago, solo. Vi tanto dolor, que me arrepentí de lo que había hecho. Un partido no podía provocar tanto sufrimiento”, diría años más tarde Obdulio Varela.

 

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