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El Viaje

 niño solitario

Enrique Rodríguez

La avenida de dos sentidos era angosta, dividida por una gran franja de tierra sobre la que se extendía la carrilera. El tren pasaba todos los días, una o dos veces, para aplastar monedas u otros objetos metálicos que se ponían, con ánimo nervioso, sobre los rieles. El premio resultante era casi siempre un delgado trozo de metal alargado, sin cara ni sello, que se quedaba haciendo mugre en el cajón de la mesa de noche. Otras veces la moneda saltaba, como huyendo de las ruedas de acero, perdiendo apenas la regularidad de su circunferencia. Esas se devolvían a los bolsillos del pantalón, y se usaban para comprar dulces o bombas de caucho. Un día descubrió que, tras el aguacero, aviones de papel hacían tirabuzones en el aire neblinoso. Entonces, salió a la calle con una chaqueta de rayas verdes y un cuaderno viejo. Les sonrió, pero no obtuvo respuesta. Estaban demasiado concentrados en aquello de afinar los alerones y la cola. Se sentó en la acera, y comenzó a fabricar su jet. Se oyeron risas y susurros: habría logrado mejores resultados arrojando al aire el mero trozo de papel arrugado. Pidió algunas señas al respecto, pero los cruces de miradas y los comentarios cifrados lo hicieron retroceder. Regresó a la acera, y lo intentó con otro trozo de papel… Todo fue inútil. El nuevo jet corrió la misma suerte de su predecesor, describiendo una cerrada y nerviosa espiral en el aire denso. Risas, murmullos. Como premio de consolación lo incluyeron en una de sus aventuras; pero tendría que contribuir con unas cuantas monedas. Hurgó nerviosamente en sus bolsillos sin encontrar sobrevivientes de la carrilera. Les echó una mirada ansiosa, desconcertada. Por consejo de los más sabios se dirigió corriendo hacia su casa para saquear las carteras y vestidos guardados en armarios y cajones. Era una experiencia nueva la de pasar los dedos por los invisibles forros suaves, sentir de pronto el metal frío entre los dedos, la sorpresa del hallazgo. Salió a la calle y enseñó su botín con una sonrisa triunfal. El más sabio tomó las monedas de su mano, las contó y, luego de aprobar su monto, salió corriendo, seguido por los otros. Tardaron en volver. Tardaron mucho. Su madre lo llamó desde la puerta secándose las manos con el delantal.

Al principio, aceptó su condición de proveedor satelital de recursos económicos y materiales. Sin embargo, poco a poco fue encontrando la manera de participar activamente. Al cabo de unas pocas semanas logró conocer la tienda donde se vendían las bombas de colores y los dulces de canela con extraños colores, el jardín de donde salían los diminutos frutos morados, similares a uvas, que a veces se llevaban a la boca con elocuente disimulo. La exploración de aquellos lugares nuevos fue abriendo su pequeño mundo, pero a la fascinación del descubrimiento habría que sumarle el temor a ser hallado cruzando los linderos. Más de una vez sería sorprendido in fraganti en aquellos reinos prohibidos, y llevado de nuevo al redil, prendido de una oreja. Al fondo, risas y murmullos. Pero también se fue acostumbrando a ser un poco el payaso del grupo. Cuando su madre lo jalaba de la oreja para llevárselo a la casa procuraba hacer comentarios que resultaran inesperados y graciosos: ¡Cómo está haciendo de frío! ¿Cierto, madre?; ¿Qué vas a hacer para la comida? De este modo, cuando escuchaba las risas y murmullos, sentía que estaban celebrando su atrevido ingenio, y no que se burlaban de él. Ya se acostumbraba a sus nuevos roles cuando comenzó a escuchar extraños ruidos. La primera vez creyó que algo se agitaba entre las plantas de una pequeña jardinera bajo la ventana de una casa. Imaginó ratones y pájaros. Pero luego notó que los sonidos también parecían brotar de las grietas y rincones menos visibles de las aceras y los muros. Se sentía incómodo, embargado por una apremiante curiosidad que lo hacía abstraerse en confusos pensamientos. No le dijo a nadie, por temor a que se burlaran o lo tomaran por loco. Ya se sentía bastante rechazado por el grupo, y un cuento sobre voces y ruidos improcedentes era lo menos adecuado para ganarse el respeto y la aceptación. Con sus padres tampoco podía contar, empeñados siempre en jalarle las orejas o en darle alguna zurra por destruir mobiliarios y adornos finos. Intentó distraerse planeando aventuras callejeras en donde él era el héroe indiscutible. Se veía alzado en hombros o laureado en extensas apologías. Pero cuando salía a reunirse con sus dudosos amigos los efectos de la dura realidad embargaban de nuevo su semblante. Ante las miradas despectivas o desafiantes se tornaba nervioso, inseguro. Seguía a la manada como un lobezno herido. Los ruidos y las voces sobrevolaban sus oídos como mosquitos en busca de sangre fresca. Intentaba espantarlas, pero todo era en vano. Además, cuando se distraía en ello, no tomaba nota de los planes a seguir, y las incursiones lo tomaban por sorpresa, fuera de base, incapaz de cumplir las tareas que se le encomendaban. Un día, las voces y sonidos lo siguieron hasta su casa. Se sorprendió mucho. A pesar de los regaños y refunfuños, la casa era el único lugar en donde se sentía seguro. Allí no tenía que fingir ni luchar por un puesto digno en la manada. Simplemente era llegar, recibir algunos coscorrones (o caricias rápidas, según fuera el caso), y luego encerrarse en su cuarto mientras sus padres discutían sobre recibos de la luz e hipotecas. Se disponía a leer una historieta cuando sintió que lo llamaban desde un rincón junto al escritorio. Dejó caer la revista. Se quedó en vilo, con los ojos muy abiertos, esperando. Cuando quiso volver a respirar escuchó de nuevo la débil voz. Se levantó de la cama y se quedó paralizado en medio del cuarto. ¿Quién está ahí? Su voz temblaba; sentía como un dolor en la garganta. No obtuvo respuesta, pero algo se cayó en alguna parte. Cerró los ojos y se contuvo. Tragó saliva. Luego retrocedió hasta la cama y se sentó. ¿Qué quieren? ¿Por qué me persiguen? Como respuesta obtuvo una serie de leves susurros, una especie de arrullo entrecortado que lo fue relajando poco a poco. Ya no sentía temor ni ansiedad. Soñaba despierto. Se veía a sí mismo alejándose del grupo, feliz de hacerlo, con una sonrisa de oreja a oreja. Su madre se despedía con la mano mientras se limpiaba los mocos y las lágrimas con una funda de almohada. Se despertó feliz; aliviado. Se había librado de un peso que ahora entendía insoportable. ¿Cómo pudo vivir así durante tanto tiempo? Ahora percibía todo con mayor nitidez. La luz del sol era un delicioso barniz sobre las paredes y techos de las casas. El asfalto brillaba como si emergieran de la negrura diminutos diamantes. El verde de los árboles era más verde. Los sonidos cotidianos también le resultaban más estridentes y brillantes. A veces no los soportaba y debía taparse los oídos ante la mirada sorprendida de su madre. ¡¿Qué te pasa niño?! ¡No tires la cuchara así, que salpicas todo de sopa! Pero a él no le disgustaban los constantes regaños por causa de su creciente torpeza y desconcentración. Al contrario, las rabietas de su madre le resultaban muy divertidas. Verla con el ceño fruncido y los cachetes colorados le resultaba de una ternura increíble. Así que esperaba a que terminara de regañarlo, se le quedaba mirando con una sonrisa, y luego se abalanzaba sobre ella para llenarla de besos y caricias. La madre desconcertada perdía todas sus armas bajo aquellos oleajes repentinos de amor y dulzura, y los duros castigos se trasformaban en condescendientes advertencias. Descubrió que le encantaba el dulce. Su apetito por los chocolates y los helados trascendía los estándares establecidos para los niños de su edad. Se volvió adicto a las chupetas de cereza; le ponía grandes cantidades de azúcar al cereal en las mañanas; comía donas con arequipe y arroz con mermelada. Un día su madre intentó advertirle que si seguía comiendo dulce de esa manera se iba a enfermar, y él reaccionó violentamente. Golpeó la mesa con un puño, y clavó sus ojos en los de la madre. Le temblaban los labios. Luego se levantó de la mesa, y fue a encerrarse en su cuarto. La madre angustiada pensó en llamar al médico, pero se contuvo. Tal vez solo se trataba de una rabieta pasajera. En el fondo su hijo era un niño tierno y cariñoso.

Pasaba largas horas en su cuarto escuchando sonidos y voces. Se entregaba a las extrañas melodías e imaginaba toda clase de cosas fantásticas. Ya no quería ser parte del grupo. Sólo sentía que quería abrazar a su madre y comer chocolates hasta caer desmayado. Fue en el colegio donde se dieron cuenta. Durante la clase de matemáticas, mientras se daba curso a un examen bimestral, la maestra comenzó a notar un molesto golpeteo. Se dio una ronda por entre los pupitres, pero no pudo dar con la fuente del sonido. De vuelta en su escritorio alzó la mirada sobre las cabezas concentradas, y descubrió que era él quien pateaba el suelo con insistencia. Se levantó de nuevo y se acercó. Lo halló devorando trozos de chocolate esparcidos sobre la hoja del examen que, según sus declaraciones, no había sido ni siquiera marcada con el nombre del alumno. Cuando quiso interrogarlo por su comportamiento el muchacho levantó la cabeza y le dirigió una siniestra mirada que la dejó atónita: Me quedé fría. Jamás había visto algo así. Me quede callada, y volví a mi escritorio. No pude estar tranquila durante el resto de la sesión.

A la atribulada madre le aconsejaron internarlo en una institución especializada, pero ella se negó. Estaba segura de que habría alguna explicación, que su pequeño angelito sólo estaba pasando por alguna crisis típica de su edad. Contra todo pronóstico las cosas no empeoraron. Él siguió siendo cariñoso en extremo con su madre, y comelón de chocolates sin reserva. Lo único que preocupaba un poco a la señora eran esas mañas nuevas que había cogido. Golpear el piso con el pie, torcer los ojos hacia la derecha mientras masticaba, abrir mucho la boca cuando le estaba contando alguna descabellada historia sobre sus compañeros del colegio. De hecho, algunas de esas historias le comenzaban a parecer un poco extrañas, algo fuera de la realidad, pero supuso que así eran los niños a su edad, un poco soñadores, un poco mentirosos y creativos. También le parecía extraño que se encerrara tanto tiempo en su cuarto, sin hacer aparentemente nada. Ni siquiera encendía el radio que tenía junto a la mesa de noche. Sin embargo, se encerraba con llave, y se demoraba en contestar cuando ella lo llamaba para que saliera a comer. Lo notaba como ausente, con los ojos entornados, perdidos en alguna parte. A veces parecía sonreír, pero siempre era una sonrisa apagada, a medio dibujar en sus labios pálidos y cuarteados. Cosas de su edad, la pre-adolescencia que llaman…

Sólo salía a la calle cuando lo llamaban. Procuraba hacerlo sin monedas, así que esas llamadas a jugar se fueron reduciendo considerablemente. Solía quedarse rezagado en los antejardines de las casas escuchando las sutiles melodías de sus cómplices invisibles. Entonces se convertía en un ruido de fondo, en una piedrecilla en el zapato del grupo. Pero ellos se aguantaban sus torpezas y desconcertantes comentarios, como buenos amigos, mientras buscaban la manera de adaptar sus decrecientes cualidades a las exigencias de nuevas incursiones. Casi siempre lo ponían de campanero, o a esconder los objetos del robo. Él se sentaba en la acera y esperaba a que le trajeran las cosas mientras escuchaba la respiración del aire, el cuchicheo de los insectos bajo las flores, las voces en clave que tejían la ciudad. Luego tocaba salir corriendo, más para ponerle sabor a la cosa que para huir de cajeros y dependientes armados. Se cansó de campanear y de correr. Prefería los chocolates, acariciar a su madre, y encerrarse en su cuarto a escuchar…

Un día, las voces le hablaron de realizar un viaje. No tendría que llevar casi nada. Apenas lo que le cupiera en los bolsillos.

Lo convocaron en la tarde. La reunión sería bajo el escritorio, y de testigos tenderían a las pelusas del tapete, un centavo plateado, y dos semillas de sandía.

Al principio tuvo miedo. Nunca imaginó que el viaje sería tan largo, hacia lugares tan remotos. Sin embargo, le atrajo la idea de conocer paisajes nuevos, nuevas geografías, respirar nuevos aromas y probar nuevos sabores. Como preparación para el viaje se le impuso aprovechar los años previos a su partida en darle mucho amor a su madre, rendir en el colegio, y demostrarle a los demás que era capaz de participar activamente en todo tipo de aventuras.

Los maestros estaban asombrados con su increíble nivel en materias como física y trigonometría. Admiraban sus dotes sociales. No solo era el líder de la clase sino que era el organizador de bazares, murgas y salidas culturales. Sus mentores le habían enseñado a disimular cuando tenía que escucharlos en lugares públicos, así que ya no pasaba por loco. También aprendió a concentrarse en la realidad física y mundana con el fin de aparecer como uno de los más prometedores chicos de su generación. Vestía a la moda; bailaba con todas las chicas en las fiestas; resolvía pleitos y era ficha clave en las reconciliaciones; sabía quién iba con quién y de qué manera. A él se debían decenas de noviazgos, amistades y arrejuntes. En el grupo lideraba batallas e incursiones sin derramamientos de sangre o detenciones en las comisarías. A su madre la llenaba de besos y regalos sencillos que la dejaban encantada. Como también aprendió a cocinar, todos los fines de semana le preparaba increíbles postres y comidas caseras. Sabía darle consejos cuando le veía deprimida; la llevaba al cine; a comer helado; a comprar lanas y agujas para tejer. Era su mejor amiga. Pero los años pasaban rápido. Tenía que prepararse para emprender su viaje. No solo su vida sino la de todos aquellos a quienes amaba dependían de ese viaje a regiones ignotas.  Partiría solo. A su mente llegarían los sonidos clave, la orden inaplazable. Aunque satisfecho con todos sus logros y disimulos sufría mucho por la espera. Nadie lo oía llorar o golpear las paredes cuando se hallaba en sus soledades. Interrogaba, cuestionaba alevoso las razones que le esgrimían desde los rincones y jardines sombríos, pero aún tenía que esperar. No se trataba de un viaje a la playa ni de una excursión a los páramos del sur. El suyo sería un camino lleno de recompensas e inimaginables aprendizajes, pero largo y difícil, entre bosques de espinas y maniguas sofocantes. Sus conocimientos mundanos en supervivencia le hacían imaginar vencibles las incultas geografías que lo esperaban del otro lado. Soñaba con extraños resplandores sobre la copa de árboles incomprensibles cuyas raíces crecerían hacia el cielo dejándole a las hojas y ramas la negrura de la tierra. Trepaba los nuevos montes y peñascos gracias a las ventosas y minúsculas callosidades que para el caso le serían otorgadas a su llegada. Respiraba hondo el oro del paisaje que se abría, luego de remontar inacabables cataratas, ante sus ojos cristalinos como cuarzo. Lloraría un poco a su madre bajo los astros de las nuevas noches, pero la celebraría recogiendo las cosechas de mieles en granos y tubérculos de almíbar.

Cuando lo supo, era de madrugada. Pensó en las aceras prohibidas; en la carrilera del tren. Presintió un avioncito de papel haciendo cabriolas sobre el asfalto, arrastrado por el viento frío. Se bañó y se vistió con su mejor ropa. Luego de tomar algo en la cocina subió con sigilo hasta el cuarto de su madre. La contempló un rato, dormida, dibujándola entre las sombras, adivinando sus mejillas y sus labios. Regresó a su cuarto. No dejó notas ni cartas de despedida. Sólo su cuerpo, tendido junto a la cama, como pintado de azul por las tintas del amanecer.

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