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Anotaciones alternativas sobre la mujer

sábanas 

Nelfer Velilla González

De Adriana yo conocía muy poco. La vi por última vez ese octubre remoto en el que nadie vio llover.

Lo único que conocía de ella, por esas inferencias a las que llegan los que admiran desde la distancia, era que le gustaba leer y caminar sobre los pasillos desconocidos, depurando ideas.

Nana, como la llamaban, era risueña y me sonreía porque le era inevitable percatarse de que yo escrutaba con la mirada sus espacios, recogiendo elementos para definirla desde la ignorancia y la pasión que me correspondían como les corresponde a los gatos la serenidad.

Cuando estuve tan cerca como para permitirme invitarla a salir, descubrí que los actos atrevidos merecen algo de locura; una dosis de ésta es capaz de llevarte a cometer ese tipo de deseos que siempre se albergan en la cabeza y se dejan dar paso cuando no queda otra salida. Recordé que una vez me declaré yo mismo no loco porque no fui capaz de morderme hasta sangrar, como explicaba cierta lectura con la que me topé casualmente. Después de observarla tanto, al punto de exhortarla a saludarme y a que me cuestionara la inquisidora mirada, sólo me quedó revelarle lo que para ella era obvio, y me confesó que nada más aceptaba la invitación porque reconocía que las decisiones inesperadas, basadas en un principio simple de arriesgue, podrían ser retribuidas con una conclusión positiva. Dijo: “Quien no arriesga un huevo…”.

Descubrí también al cine como un buen medio para conquistarla; lanzarla al mundo ficcional, ponerla de frente con escenas locas, rellenas de clichés, la extasiaba de tal forma que no hicieron falta las cervezas para tenerla en la cama. Luego, fumando en la alcoba, recordaba ella las escenas en que actores ignotos del cine independiente fumaban desnudos como yo, mientras la actriz se apropiaba de todo el colchón y jugaba a desvanecer su silueta –monocromática, por la ausencia de una luz potente– entre los dobleces de las sábanas y la proximidad con las almohadas. A ella le iba mal con eso, porque yo siempre descubriría esas piernas blancas, esa respiración agitada, esa anaranjada cabellera y su sudor frío que se me antojaba exquisito.

Octubre empezó con imprecaciones. Nana –ya podía llamarla también así–, anhelaba la lluvia y yo no podía dársela. Empecé, pues, a describírsela en un juego de palabras que me inventé para complacerla. Trataba de alcanzar el sonido de la lluvia en voz alta, para que ella, a través de mis palabras, lograra sentir la sensación relajante de las gotas, por el efecto insuperable de la memoria.

Tremendo shaparrón cashó en la cashe shana.

Sha en la pieza sonaba el shasquido de la shuvia sobre el tesho.

Sha los sueños eran sumergidos en las pozas donde shocaban aqueshas gotas.

Elogió el intento, pero yo sabía que ninguna aliteración sería capaz frente a la brisa y al vendaval de nubes y el placer de las gotas cuando se precipitan sobre la piel helada. Descubrí entonces su discordia con la literatura. “El mundo es como es, y es perfecto; la literatura, por lo que he visto, apenas lo imita”, dijo de una manera tan virtuosa que casi me convence. Lo que pasa es que la literatura estaba mucho más dentro de mí que ella. No me había hecho de la literatura, pero sí de Nana; razón más que suficiente para creer quién estaba por encima de quién.

La falta de lluvia la volvió tosca, rara, tonta, no sé. Ella la anhelaba como todo Medellín. El calor se hacía tremendo día tras día, y era más fácil sentirlo en el hueco del valle, lo que para Nana era un motivo para la queja. La sentía más distante. No le importaba que hubiese conseguido un sinnúmero de películas baratas para divertirnos durante las noches en que viniera a verme. De hecho, venía por la costumbre y sha mis bushosos intentos la aushentaban de mi pieza. Mientras me dejaba solo, no pensaba en ella. Descubrí que, al obtenerla, había saciado la pregunta de si sería capaz con ella, cosa obvia, pero nunca di mi conclusión. Todo con Nana seguía teniendo sentido apenas cuando recordaba los días en los que la veía inalcanzable. Sin embargo, me preguntaba si no estaba abusando de ese lenguaje que me ponía en un nivel más alto que ella.

Cuando cumplió años, el 20 de octubre, tampoco le llovió. Vio mis regalos por encima y dijo que pasaría la noche con las amigas, argumentando que hacía tiempo las tenía abandonadas. No repliqué, pero conocía la verdad… Un tipo la había invitado a salir y, en efecto, accedió. Ella sabía que yo no lo ignoraba, pero no me lo mencionó y prefirió la mentira.

Los siguientes días vino al apartamento y seguía siendo la misma, con las imprecaciones por la lluvia, con la manera fina de comer y con la manera exquisita de fornicar, excepto por una cosa: cada acto suyo, cada intervención, reclamaba indirectamente mi intromisión sobre lo que ambos sabíamos. Yo no hice ni dije nada al respecto, y ella, sin más alternativas, una noche mientras yo fumaba en la ventana, comenzó:

– ¿Qué pensás? Y di la verdad.

– ¿De qué o qué? –respondí mirando cómo caía un cigarro desde el octavo piso.

– Yo sé que vos sabés que a mí me invitaron a salir.

– Y que saliste, de hecho.

– ¿Si ves? ¿Cómo lo sabés?

– ¿No le dijiste a tus amigas que me lo notificaran? –se quedó en silencio. Alargué la pausa mientras volteé a mirarla, mas no tuve que buscarla entre las sábanas esa vez. Entonces proseguí:

– ¿Que qué pienso de eso entonces?

– Sí. Decime.

– Normal, ¿no?

– No, no es normal, Diego. ¿Cómo es posible que supieras eso y no me hayas dicho nada? ¿Cómo puedes seguir como si nada hubiese pasado? Eso no es normal. Si vos estás pensando en hacer algo, o desquitarte, dímelo. No me tengás así que me siento culpable, y yo creo que es injusto porque vos y yo no somos nada.

– Adriana, a mí no me importa que hayas salido con un tipo… Él pudo invitarte y lo hizo, y vos fuiste libre de aceptar y lo hiciste.

– ¿Y no te importa si pasó algo más que una salida entre él y yo?

– Da lo mismo, pero ya que lo mencionás, responde eso… ¿Pasó algo más?

– Sólo nos besamos.

– Bueno –dije calmado. Me miró unos segundos y habló con tono de decepción:

– No lo puedo creer.

– ¿Qué no podés creer?

– Me doy cuenta con esto de que no te importo.

– Claro que me importás.

– Entonces, ¿por qué no te afecta para nada lo que sucedió?

– A ver –resolví luego de una nueva pausa–. Si te sentías culpable es porque yo también te importo. Si ahora estás conmigo es porque, después de haber tenido la oportunidad de elegir, me elegiste a mí, pues tengo certeza de que no te has visto más con el otro tipo. Además, si la cosa fuera diferente, si vos anduvieras con los dos, yo sólo te habría pedido que reacomodáramos los términos que tácitamente forjamos, términos que se basan en la lealtad, no en la fidelidad que, por lo demás, no existe –concluí.

No la vi en unos días. No la llamé. Le cedí el espacio para pensar lo que necesitara, como lo solicitó antes de irse la noche de la discusión. Estaba seguro de que regresaría pronto, de que volvería a esconderse entre las sábanas, a hablar de cine y a cuestionar la literatura. Cuando volvió, el último día de octubre, lo hizo con una pregunta simple: «Entonces, si sale la oportunidad de que vos te veas con alguien y tengas la oportunidad elegir, ¿lo harías?». “Naturalmente, no lo haría”, respondí. No obstante, ella reconocía que la muletilla de naturalmente sólo la enunciaba cuando titubeaba por algo o mentía. Le respondí de esa manera porque descubrí, cuando cuestionó, que eso era lo que ella quería escuchar.

Adriana se fue y no noté en ella intenciones de volver.

Cuando advertí lo torturada que estaba la página, decidí que era hora de guardar las todas hojas, de emprender la marcha a la cocina y prepararme un nuevo café tinto. Pensé muchas cosas durante las siguientes noches. En efecto, supe que había abusado de ese lenguaje tan soberbio y me había creído superior a ella. Me di cuenta de que Adriana sí iba a volver a esconderse entre las sábanas, a hablar de cine y a criticar la literatura, porque esa era su esencia, pero no conmigo. Descubrí que el camino con una mujer siempre es efímero, así sea largo o no el tiempo donde la pasión protagoniza historias. Mi camino con Adriana no fue la excepción, y cuando se fue no puse resistencia. Reconocí al conjunto de las mujeres como seres impredecibles, a veces caprichosos como también lo son los hombres, pero diferentes, porque necesariamente tienen que ser diferentes. Todo eso estaba muy por encima de lo que yo pensaba. Descubrí que, en el afán tras el éxito que significó conquistarla, ignoré que al perderla la extrañaría como lo estaba haciendo esa noche en la que se apareció en cada uno de mis malogrados párrafos. Antes estuve convencido de que escribirla era una buena alternativa para hacerla mía, pero descubrí también que ignoraba que lo único que me correspondía a mí de ella era esa sólida representación que hice de su voz, su anaranjada cabellera, sus piernas entre las cobijas y hasta sus deseos de lluvia. En resumen, entre los descubrimientos que había hecho para mí en las últimas noches, estaba ése que agobiaba y agobiaría irremediablemente mis postreras letras: Adriana nunca me había pertenecido.

 

Foto: Laura Arbeláez.

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