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La sutileza: don de conquista

HOJE EU QUERO VOLTAR SOZINHO Foto 03

Juan David Torres Duarte

El cineasta brasileño Daniel Ribeiro presentó ‘Hoje eu quero voltar sozinho’ en el Festival de Cine de Cartagena. El filme tiene una narrativa llena de sugerencia que permite a los espectadores saberlo todo sin haberlo visto. Sus personajes adolescentes recogen toda la imprudencia de esa etapa de pruebas y errores.

Después del estreno de Hoje eu quero voltar sozinho (‘Hoy quiero volver solo’) en Cartagena, un asistente al Teatro Adolfo Mejía preguntó a su director, el cineasta Daniel Ribeiro —flaco, de estatura mediana, de piel muy blanca—, cuál era la diferencia entre este filme y el cortometraje Eu não quero voltar sozinho, también dirigido por Ribeiro y exhibido en 2010. El corto tiene exactamente la misma trama y la misma línea actoral; sólo varía la duración. El asistente se anticipó y dijo que no le veía “gracia” a crear un corto y un largo del mismo tema.

Quizá, con aquella pregunta, aquel asistente estaba dando en el punto: Hoje eu quero voltar sozinho está basado en un corto, que tiene un cuarto de su duración pero la misma intensidad dramática. Su pregunta, sin embargo, parece mal formulada; no interesa si hay o no “gracia” en crear un corto o un largo a partir de un tema ya determinado: las variaciones sobre un mismo tema (incluso sobre productos ya creados) han hecho pervivir las artes por siglos. El San Sebastián martirizado y sangrante está allí para comprobar que han sido variados los artistas que lo han escogido como motivo: Botticelli, El Greco, Rubens y, en Colombia, Álvaro Barrios. Los objetos ya existen y están determinados, pero la visión sobre ellos no. Por esa razón, a Ribeiro habría que preguntarle de esta guisa: ¿cómo creó este filme de manera que no fuera una copia del corto (aunque alargada) y mantuviera y extendiera sus elementos más íntimos?

La respuesta está en su método. ¿A qué llama este filme? Leonardo (Ghilherme Lobo) y Giovana (Tess Amorim) estudian en la misma escuela y tiene una amistad profunda, de confianza; debido a su ceguera, Leonardo deja que su amiga lo acompañe todas las tardes hasta su casa. De repente entra un nuevo compañero a la clase, Gabriel (Fábio Audi); Giovana se enamora de él; Leonardo también. Es entonces que Gabriel y Leonardo descubren su sexualidad, paso a paso, y Giovana acepta el descubrimiento de su mejor amigo. En paralelo, los padres de Leonardo lo sobreprotegen por su ceguera y él desea salir de ese mundo, explorar otros campos, recoger nuevos olores.

Juventud, sexualidad, angustia, un personaje ciego y homosexual: la conjugación de esos cuatro nudos podría resultar contraproducente, no sólo en un sentido humano sino también narrativo. Son tres pesos grandes para un filme, y sostenerlos en un mismo nivel lleva por dos caminos: el exceso o la eliminación de alguno de ellos. A pesar de su equipaje nada ligero, Hoje eu quero voltar sozinho agrada porque cubre toda esta abundancia con sutileza. En vez de mostrar con certeza, sugiere; cuando desea abrazar una idea, apenas la roza. Es posible saber que entre Leonardo y Gabriel hay un gusto, que en sus movimientos existe incluso cierta sensualidad, y que las sonrisas entre ellos no pertenecen al territorio de la mera amistad. Las actuaciones de Lobo y Audi más el sentido estético de Ribeiro —que crea escenarios llenos de luz, como un idilio— abonan a esa sugerente forma de narrar: por los bordes, sin ingresar al corazón, sino apenas viajando sobre la piel.

Toda sugerencia, sin embargo, necesita un momento de eclosión. Es allí donde se comprueba esa verdad que antes se ha dado a medias, a mordiscos. Por ello, cuando Leonardo y Gabriel se besan por primera vez, el público puede sentir algo de sorpresa: es apenas la prueba fiel de cuanto sospechaban. Hoje eu quero voltar sozinho tiene el encanto del silencio cuando se habla a través de él: no hay que alargar los diálogos, no hay que forzar las escenas. El mundo mismo impone su tiempo y sus secretos. El mundo mismo impone aquella tarde en que Gabriel va a casa con Leonardo, y el mundo mismo permite escenas espontáneas y de una belleza genuina: Leonardo y Gabriel danzando en su cuarto, el primero apenas aprendiendo y el segundo sonriendo. No hay caricias, ni besos, ni jadeos. En la escena sólo abunda una luz clara y profunda, que toca los ojos de los actores. El buen cine, en cierto sentido, sigue siendo mudo.

Y todo ese hondo descubrimiento está atravesado por la felicidad de una época que se descubre virgen, abierta al pulso del acto. Ribeiro condensó la pesada vida juvenil —con todos sus agregados espantosos— con un humor directo, puesto en Giovana de tanto en tanto y también en la insistencia de Gabriel en ir al cine con Leonardo, o en ver con él un eclipse. Para Ribeiro ser ciego no se convierte en un asunto de superación, sino de dignidad. Por eso, Leonardo aparece tan bondadoso y tan certero; por eso su padre lo respeta y desea escucharlo. No hay aquí desgracia ni dolor, sino la sincera aceptación y gozo de sí mismo. El último cuadro, en ese sentido, recoge todo: a la burla de uno de sus amigos sobre su sexualidad, Leonardo toma de la mano a Gabriel y se va caminando. El mejor grito es aquel que se da en silencio.

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