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La visita de Osman*

padre e hijo

Ricardo Abdahllah

Mi padre vino a visitarnos hoy. La última vez que lo vi fue el día que terminé el Bachillerato. Él no estaba invitado a la graduación y no sé si vio la ceremonia, pero a la salida, cuando mi madre me dejó para ir a saludar a mis profesores, se me acercó y me dijo que estaba orgulloso de mí. No volví a tener noticias de él en los años siguientes, aunque recuerdo la impresión de que quien había ido a verme era apenas un amigo de la familia. Hoy pensé lo mismo cuando se sentó a la mesa. Mi madre lo vio estacionar desde la ventana. Venía en un Dacia 1310, diferente al Renault 12 de toda la vida. “Un progreso, al menos” dijo mi madre. A pesar de que tres días antes la había llamado anunciando su visita a mediodía, lo que era una manera de decir que esperaba que almorzáramos juntos, mi madre apenas preparó café, compró queso en la tienda y uno de esos ponqués ramo que vienen precortados en seis piezas y puso sobre la mesa una fuente con frutas que nadie tocó. Mi padre no nos miró mientras se explicaba. Dijo que a lo mejor tenía un cáncer, aunque no podía estar seguro hasta no tener los resultados de los exámenes.

“De la biopsia. Lo que me hicieron fue una biopsia” continuó mientras sacaba del bolsillo de su camisa un paquete de marlboro rojo, le daba un golpe por debajo con la palma de la mano y encendía un cigarrillo.

Mi madre lo había visto hacer el mismo gesto desde siempre. “Si no es cáncer (y aquí intentó dispersar el humo con la mano) ha de ser otra cosa. Ya no me queda mucho, pero el tiempo que me queda intentaré ser buen padre con ustedes”.

Sólo es ahora que pienso en lo fácil que le fue utilizar la palabra “padre” que yo uso ahora sólo con propósitos narrativos, porque en casa, y desde de que mi madre claudicó en su idea de que, a pesar de todo le dijéramos papá, le decíamos “Osman” o “Osman Enrique” si acaso había necesidad de ser específico para no confundirlo con los demás Osmanes de la familia, yo entre ellos.

“Esas cosas que deben hacer los padres”, repitió Osman. “No sé si la salud me dé para visitarlos, pero los llamaré seguido. Es fijo que los llamaré seguido”.

La visita duró casi una hora más en la que Osman nos contó del viaje que haría a la costa “los viejos recogemos los pasos”, dijo. “Ustedes lo entenderán algún día”, dijo. “Yo quiero que, si no pueden verme de otra forma, al menos me vean como un amigo”. Cuando lo acompañamos a la puerta, vi que ninguno de los cuatro cafés había sido bebido hasta el final y que la cuchara con la que debíamos poner el azúcar estaba seca y limpia al lado de la tacita plástica del Tía que había existido desde, no sé, tiempos inmemoriales. En la puerta nos dio a cada uno un beso en la frente. Mi madre dijo que lo acompañaría para mostrarle el camino hasta la autopista y volvería en taxi. Pensé que nos pediría que nos despidiéramos mejor de lo que lo hicimos, pero sólo subió en el asiento del pasajero y nos hizo una seña con la mano mientras el Dacia retrocedía para bajar del andén.

Mi hermana y yo salimos a tomar un par de cervezas en el Parque de Las Palmas y regresamos a mi casa en el último bus de Igsabelar. Un tipo se subió a vender revistas. Éramos los únicos pasajeros, nos amenazó por no comprarle una edición amarillenta que tenía una entrevista, supongo sacada de Internet, a Victor Daville. Era casi la una de la mañana. Mi madre llegó apenas unos minutos después y pasó directo a su cuarto. En el siguiente desayuno dijo: “Deberían haberlo llamado ‘papá’. Está viejo y hace lo que puede para estar pendiente”.

Ha pasado ya un cierto tiempo sin que tengamos noticias suyas. No creo que se haya muerto en la costa, ni que las biopsias hayan dado positivas para cáncer. Mi hermana ha empezado a salir con un tipo que tiene también un Dacia. Mi madre dice que debe ser casualidad.

*Este cuento hace parte de un libro publicado por la Universidad de Antioquia con el que el autor ganó el premio Nacional de Cuento.

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