El Magazín

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Solo un beso

Beso

Jhon Agudelo García

Yo de Angélica solo quería un beso en la boca, pero ella se negaba a dármelo. La primera vez fue en el bar, cuando ya creía que la tenía en mis manos. Y cómo no lo iba a pensar, si lo primero que hicimos al llegar al pueblo fue reservar una habitación, con una sola cama, estrecha, para pasar la noche. El plan se me ocurrió cuando me dijo que conocía más el resto del mundo que a su propio país. Entonces le propuse:
— ¿Y si conocemos un pueblo cada fin de semana?
—Me encantaría —dijo ella—, pero antes quiero advertirte que tengo novio.
En ese momento me quedé sin palabras, pero no por mucho rato:
— ¿Apenas conociéndonos y ya me estás revelando datos tan íntimos?
Ella sonrió del otro lado del teléfono y pasamos a otro tema y a otro y a otro, hasta que inevitablemente volvimos a tocar el tema del novio:
— ¿Lo amas?
—Sí—respondió, emocionada—. Y él me ama, es tan bonito…
A pesar de la funesta noticia no podía cancelar la salida, nuestra primera cita. No quería dejar la sensación de que solo la pretendía para asuntos sexuales. Además, la situación se me tornaba como un reto perfecto para corroborar mis habilidades seductoras.
—Vamos a dormir en la misma cama —dijo ella—, pero no va a pasar nada. Es que mi novio está tan lejos… Y me hace tanta falta una cobija de piernas.
Yo estaba contrariado: feliz porque dormiría con una mujer tan bella como Angélica y triste de que estuviera comprometida. Sin expresar ninguna de las dos emociones, solemne, le dije:
—Solo te puedo prometer que no harás nada en contra de tu voluntad…
Angélica desde entonces me pareció una mujer rara y, por demás, interesante. Me confesaba que tenía novio y después me proponía que durmiéramos juntos. Me proponía que durmiéramos juntos pero advertía que no pasaría nada… Angélica era impredecible y sus labios provocativos. Estaba perdido en sus labios dibujados con pulso. Sobre todo desde que llegamos del bar, ebrios, a la habitación donde habíamos dejado nuestros morrales. Angélica se tumbó bocarriba y dijo que no tenía sueño, que me la tendría que aguantar toda la noche.
—Miremos el cielorraso —agregó, juguetona.
— ¿Qué ves? —le dije, simulando interés.
—Veo un elefante tomando café.
Angélica veía elefantes en todas partes. Apoyaba campañas que defendían sus vidas, quería viajar por el mundo defendiendo su preciado marfil. Su novio, un argentino amante también de los animales, vivía en su país natal, pero en menos de un mes vendría a estar con ella.
—Mi sueño es vivir en Argentina y luego en la India, viajar, viajar mucho con Gastón… —decía y repetía Angélica, hostigándome.
Pero no era la única forma en que me exasperaba. Lo peor era que habiendo estado apenas seis meses en Buenos Aires, había incorporado a su vocabulario expresiones porteñas como “capaz”, “¿viste?” y “pelotudo”, con el acento propio de esas tierras.
—Yo no veo ningún elefante —repuse, amargado.
Y en eso, Angélica giró y se montó en mí. Empezó a darme piquitos en el cuello y a sobarme el pecho. Yo entonces no veía la hora de encontrarme sus labios de frente y hacer mi segundo intento.
Pero fue fallido.
Entendí, en ese instante, que Angélica tenía una moral demente, como me lo confesó al día siguiente en el parque: “Si no te beso, me sentiré menos culpable”. Me tocó jugar su juego, para mi desgracia, porque esos labios —quizá por la prohibición—, eran lo que más deseaba en la oscuridad del cuarto.
Angélica se acercaba, jugaba con su nariz en la mía, pasaba su lengua alrededor de mis labios, sin tocarlos, dándome a entender que tenía el control.
—Yo creo que no lo amas —le dije, para probarla—. Creo que lo de ustedes es un amor de verano que pretenden alargar a las malas.
—Es el amor de mi vida, créeme —aclaró Angélica, y se deslizó sobre la ruidosa sábana hasta agarrar mi pene—. ¿Querés que te regale algo?
—Claro—respondí—, me encantan los regalos.
Entonces Angélica me hizo una mamada de ensueño hasta que torpemente le pregunté si Gastón lo tenía tan largo y grueso como el mío.
Ella se alejó y volvió a concentrarse en el cielorraso.
No estaba enojada; Angélica no era una mujer convencional. Solo, intuí, no quería escuchar el nombre de su novio mientras se lo mamaba a un tipo que conocía hacia dos semanas, para evitar el sentimiento de culpa.
No me disculpé. De alguna forma, yo era una víctima. Angélica, a pesar de su conducta, me parecía una mujer a la que podría amar con locura: tenía una voz agradable y siempre algo ingenioso para decir. Además de su sonrisa y sus tetas y su piel pálida. Bueno, en fin, Angélica me encantaba.
Solo esperé a que ella hiciera algo. Y lo hizo: comenzó de nuevo a jugar con sus piquitos. Uno por aquí, otro por allá. Un mordisco duro que me molestó, una caricia pícara, hasta que se arrodilló sobre mi cara y me dijo: “Lengüita”.
No es por dármelas de mucho, pero la dejé temblando. Lo que en un principio fue gratificante, pero luego una maldición, porque no me dejó dormir. Quería más y más. Entonces yo intentaba besarla, mientras la calentaba con mis dedos, pero ella seguía consciente. No había forma. Sus labios me eran cada vez más inalcanzables y deseados.
Seguí jugando su juego. Nos tocábamos, nos besábamos por todas partes (excepto en la boca), nos abrazábamos como si nos amáramos… Definitivamente sentía que entre Angélica y yo podía haber amor. Pero me acercaba a sus labios, a centímetros de tocarlos, y movía la cara. Entonces, en el desespero, hice lo que ningún seductor por nada del mundo debe hacer: le pregunté:
— ¿Me das un besito?
—No—respondió ella, cortante.
—Solo uno —insistí—. Uno solo no es pecado…
—Que no.
—Voy a dormir —dije seco, le di la espalda y me olvidé de su presencia.
Cuando desperté me ardían los ojos, pues no dormí más de tres horas. Teníamos que apurarnos, en poco menos de media hora nos echarían del hotel. Para despertarla, tuve ganas de hacerlo con un beso en la boca. Pero me arrepentí. Cumplí, hasta el final, la promesa de no obligarla a nada.
—Yo me baño primero —dijo Angélica.
—Bañémonos juntos —le propuse.
—No, eso no, picarón —dijo, jalándome un cachete—. Tengo mis límites.
Me quedé en la cama reflexionando: o sea que para Angélica ser infiel era besar en la boca, penetrar (también lo intenté) y bañarse con otro que no fuera su pareja. Para Angélica, el sexo oral y que lamieran sus tetas no representaba ningún tipo de traición.
Cambié la página en mi mente y pensé en qué lugar enseñarle de aquel pueblo que solo yo conocía.
— ¡Vamos a comer la mejor bandeja paisa que habrás comido en tu vida!
— ¡Vamos!
Y nos fuimos a comer fríjoles con chicharrón y chorizo y huevo y ensalada con cebolla. Comiendo eso, no tenía ninguna posibilidad de besarla. Terminamos de comer y ella sacó un refrescante bucal que usó y luego me ofreció. Y, cómo no iba a ser de otra forma, asocié su afán por un aliento fresco con un supuesto interés por besarme.
Nos fuimos a caminar por el pueblo. Nos perdíamos en calles que ya ni yo conocía. Mis piernas tomaban cualquier camino que ella sin cuestionarme seguía, mientras mi cabeza estaba pendiente de agarrarla desprevenida y robarle aunque fuera un piquito esquiniao.
Pero cuando deteníamos el paso, ella hablaba y hablaba. Me preguntaba qué sabía del lugar en el que ni yo sabía que estábamos, o se explayaba a hablar sobre un animal que nos encontrábamos y conocía por sus estudios. Y así quedaba sembrado mi impulso por hacerme a sus labios.
Caminamos un buen rato, sin rumbo, hasta que decidimos preguntarle a la gente del pueblo cómo regresar al parque.
Sentados en una banca, mientras las nubes se ponían rojas, dijo:
—Nosotros podríamos ser muy buenos amigos.
La palabra “amigos” me golpeó directo en el estómago. Me esforcé por mantener la calma y le dije:
—Nosotros nunca podríamos ser amigos, porque yo podría amarte intensamente. Si fuéramos amigos, sería la güeva que estaría esperándote, mientras se entera de las cochinadas que haces con tu novio. Y ya no soy un adolescente. Ya pasé por eso.
—Ay, Pablo, es que me gustás tanto… Pero yo no puedo vivir así, entre el colombiano y el argentino, el argentino y el colombiano…
Era la primera vez que Angélica al menos me consideraba en sus planes de futuro. Era un avance, pero no mucho, todavía no podía tomar nada directamente. Esperé a que pasaran un par de ancianas y le dije:
—Yo solo te voy a decir una cosa: Colombia cinco, Argentina cero.
Ella sonrió burlonamente e intentó contragolpear:
—Déjate de joder…
Bastó que escuchara eso, con ese acento impostado, para que yo me irritara y le cortara la defensa que haría de lo argentino (seguramente iba a hablar de Maradona y de los dos títulos mundiales, con toda razón por encima de nuestras humildes gestas).
— ¡Dejemos esto así, Angélica, por favor! —fue el gritó con el que la detuve.
Angélica, como era tan Angélica, no se molestó. Se quedó callada mirando un merengón que pensábamos comprar antes de tomar el bus de regreso a la ciudad y de un momento a otro se recostó en mí.
Y luego entrelazó sus manos con las mías y empezó a nombrar un montón de planes que según ella debíamos hacer juntos.
Pero luego decía:
—Ay, no, tantos planes. Ni que fuéramos novios…
Yo no aceptaba ni rechazaba sus planes. Pero no hablar significaba para ella—como en realidad era— que estaba plenamente de acuerdo.
— ¿En qué pensás? —me preguntó, cuando se cansó de verme en silencio.
—En nada —le respondí, como respondemos los hombres a aquella incómoda pregunta (aunque debí responderle: “en el Tino Asprilla clavándola en el ángulo del Monumental de Núñez”. Pero no quería armar quilombo, como diría ella).
Nos aburrimos de estar en ese parque, de ver las nubes que ya no eran rojas sino como grises, prometiendo una tormenta, y decidimos ir a la terminal de buses.
En el camino de regreso casi ni hablamos. Lo que hicimos fue recostarnos uno contra el otro, otro contra el uno, turnándonos la comodidad de ser abrazado. Era tan melosa la escena que se me ocurrió que Angélica estaba reservándome uno de sus besos para el final. Claro: me daría solo uno, al despedirnos, sin derecho a réplica. Uno no más.
Yo de todas formas no quería que ese bus llegara.
Al llegar, ella tomaría un camino y yo el contrario. Y tal vez nunca volveríamos a vernos.
Pensaba y pensaba qué decirle al despedirnos, hasta que se me ocurrió algo que me satisfizo. Le diría: “Gracias por compartir esta aventura conmigo. Aunque tengo mala memoria, nunca la olvidaré”.
Sí, era una despedida perfecta. Después de esas palabras, era imposible que no me besara.
Bajamos del bus y nos acompañamos hasta el lugar donde nos separaríamos. Nos dimos un fuerte abrazo, de oso pero más fuerte, y nos miramos a los ojos.
—Gracias por compartir esta aventura conmigo. Aunque tengo mala memoria, nunca la olvidaré —le dije.
Ella se sonrojó y me dijo:
—Lo mejor fueron los fríjoles…
—Para mí lo mejor fue tu compañía.
Angélica me miró como si me amara —lo juro—. Preparó sus labios y se acercó hasta mi rostro. Me dio un beso. Sí, me dio un beso… en la mejilla, y me agarró una mano.
—Chau —dijo.
—Chao —dije.
Y comenzó a pasar por mi lado, a seguir su camino a casa, sin soltarme la mano, sin dejar de mirarme a los ojos.
Nos miramos hasta que uno a uno nuestros dedos se fueron desprendiendo.
Camino a casa, no me sentí derrotado. Hice todo lo que pude. Sin embargo, no estaba del todo tranquilo: tenía la amarga sensación de que jamás volvería a saber de su existencia.
Pero, para mi sorpresa, el viernes siguiente sonó el teléfono y era ella.
Quería recordarme que ese fin de semana iríamos a Caracolí.

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