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Un desastre inevitable (Pena Máxima II) *

Fernando Araújo Vélez

La primera convocatoria de 1994 la hicieron Maturana y Gómez en enero y los primeros entrenamientos se realizaron en el Club de Bavaria, al norte de Bogotá. Francisco Maturana, Hernán Darío Gómez y Juan José Bellini marcaron los lineamientos iniciales de lo que sería la preparación del equipo para llegar en 10 puntos al Mundial de Estados Unidos.

Derroteros generales, porque de lo que se acordó en aquella reunión quedó muy poco. Diversos intereses y personajes incidieron para que el proceso se transformara. El manual del fútbol, la lógica del fútbol, quedaron relegados. Dicen los entendidos, los estudiosos, que toda preparación para una competencia importante debe iniciarse con rivales débiles, pues el ritmo se debe adquirir lentamente. Que en la segunda parte debe subir el nivel de esos contrincantes, pues ya el equipo, supuestamente, está en su máximo nivel. Y que, al final, debe retomarse a los rivales livianos para evitar lesiones de consideración y que una eventual derrota perjudique la moral de los futbolistas.

Esa es la teoría, por la cual, además, se han regido todos los últimos campeones del mundo. Es claro, también, que el plan de preparación tiene que series de utilidad al técnico y a los jugadores. A nadie más. Sin embargo, ninguna de es tas premisas se cumplió en el caso de Colombia porque muchos metieron la mano y porque la prensa y la afición no entendieron lo que son los juegos de fogueo. Se pretendió sumar cuando no había nada que sumar. A la Selección la presionaron antes del Mundial. Se suponía que no podía perder, siquiera, los juegos de entrenamiento. En general, esos encuentros se tomaron como si fueran de alta competencia.

El primero de esos partidos fue en Barinas, ante Venezuela. Colombia ganó 2-l (goles de Valenciano y Tréllez). Un resultado lógico. Sin embargo, las críticas se iniciaron desde ese momento. Que Valderrama está muy lento, que la defensa aún no trabaja armónicamente, que Harold Lozano tiene que estar desde el comienzo, que Víctor Aristizábal es un invento de los técnicos, que Barrabás Gómez no puede estar en la Selección Colombia … Desde el primer partido la prensa mostró esa tendencia que la acompañaría durante todo el año: crítica o elogio, nunca un matiz.

Entre tanto, la presión aumentaba. Ya era casi una obligación obtener la Copa del Mundo. Los comentarios que llegaban desde el exterior alimentaban la vanidad. César Luis Menotti dijo que Colombia era una de sus favoritas en el Mundial. Algo similar comentaron Arrigo Sacchi y Johan Cruyff. Titulares a seis columnas con esas declaraciones. Pero ni Cruyff ni Sacchi conocen Colombia; Menotti vino tres días en 1979. Por eso no pueden conocer la realidad colombiana, la manera de pensar de sus habitantes, la cultura, la historia. En aquel entonces hablaron de lo técnico y de lo táctico. Y tenían razón: por esos dos aspectos Colombia podía llegar a la final de USA-94.

Una semana después del partido en Barinas, Colombia viajó hacia Arabia Saudita a enfrentar al equipo de aquel país, clasificado al Mundial y dirigido por el holandés Leo Beenhaker, ex técnico del Real Madrid. Una buena oportunidad para conocer un mundo diferente y un fútbol por el que nadie apostaba. Colombia jugó bien los dos partidos ante Arabia, el 6 y 9 de febrero: empató el primero 1-1 y ganó el segundo 1-0. No obstante, ya empezaba a presentarse un problema: Oscar Córdoba era la gran estrella del equipo. Cuando el arquero de un onceno se convierte en figura es porque el rival llegó con mucha frecuencia y peligrosidad a su arco.

La lectura, a la colombiana, fue a la inversa: “Tenemos uno de los mejores porteros del mundo”. Córdoba fue factor determinante para los buenos resultados de la primera gira. Ante Fiorentina de Italia, que lideraba la segunda división, sostuvo un duelo individual con el argentino Gabriel Batistuta. Como había ocurrido el 5 de septiembre en Buenos Aires, esa noche el colombiano le atajó balones casi imposibles al argentino. Casi que el partido se centró en ellos dos. El enfrentamiento Córdoba-Batistuta disimuló la lentitud de la defensa colombiana y la poca sincronización que existía entre los volantes de recuperación y esa última línea.

Nadie recapacitó, pero Batistuta, solo, sin compañía, generó seis posibilidades de gol y seis veces salvó el portero la situación. ¿Dónde estaban los defensas que debían controlar al argentino? ¿Dónde el mecanismo para contrarrestar el desequilibrio de un hombre capaz? ¿Dónde la famosa máxima de “tenemos la pelota todo el tiempo para que el contrincante no la toque y no produzca situaciones de peligro?” El encuentro terminó igualado 0-0. Para unos fue buena la producción de Colombia. Otros dijeron que debía haber ganado. El equipo, o sea, jugadores, técnicos y dirigentes, se mostraron optimistas. En cierta forma, pensaban como el país. “Si así, con unos pocos titulares, nos va tan bien, ¿cómo será cuando estén todos?”.

La frase la pronunció Diego Barragán, preparador físico, pero igual hubiera podido ser de cualquier otro. Era la tónica general del grupo. No lo decían abiertamente, pero en la intimidad se empezaban a sentir campeones. Lo mismo creía gran parte de la prensa. Unos y otros alimentaron esa convicción. Luego fue el país el que se convenció.

El vacío de Valderrama

El cuarto juego de aquella gira resultó histórico. En el estadio Orange Bowl de Miami, Colombia enfrentó el 18 de febrero a la Selección de Suecia, calificada para el Mundial y una de las novedades europeas. Los suecos no llegaron con sus titulares, pero de cualquier forma se entregaron . A ellos también les convenía ganar en experiencia. Al comienzo el trámite fue parejo. Colombia trataba de tener el balón apoyada en la clase de Carlos Valderrama. Suecia intentaba romper ese esquema con profundos contragolpes. Sobre el final del primer tiempo, el país entero se estremeció. El Pibe fue a trabar un balón en tres cuartos de cancha y recibió un planchazo. Estuvo tirado en el suelo por cinco minutos. Pero reaccionó con violencia en la siguiente jugada y fue expulsado.

Después se supo: había sufrido una ruptura parcial en el ligamento cruzado anterior de su rodilla derecha. A esas alturas, febrero de 1994, era casi como quedar por fuera de la Copa. “Es difícil que yo reaccione, pese a que siempre están tratando de provocarme. Ante los suecos me calenté porque sentí, apenas recibí el golpe, que era de quirófano. En un segundo me pasó de todo por la cabeza, hasta la posibilidad de quedarme viendo el Mundial por la tele. Son momentos de ira, momentos en los que no te puedes controlar”. Valderrama no habló demasiado de su lesión. Tampoco de su reacción, pero vivió el drama segundo a segundo. Sólo su fuerza de voluntad, su amor por el fútbol, consiguieron colocarlo entre los once que enfrentaron a Rumania el 18 de junio.

En esos días expresó por vez primera su deseo de ganar el Campeonato del Mundo. En una entrevista publicada por la revista Cromos el 21 de marzo, dijo que eso era lo único que le faltaba en la vida. Cuando le preguntaron si el favoritismo y la confianza no eran exagerados, respondió: «Tal vez por parte de la afición y del periodismo. Nosotros no nos sentimos campeones ni nada por el estilo, hemos trabajado mucho en ello. No hay problemas. Estamos claros en que mejorando lo de Italia estamos cumplidos”. Un día antes del debut ante los rumanos, en Los Ángeles, se olvidó de sus declaraciones anteriores y sostuvo que Colombia llegaba al Mundial para llevarse el título.

Carlos Alberto Valderrama fue otro capítulo aparte en esta historia. Fue operado en el hospital San Ignacio de Bogotá el domingo 20 de febrero. Cuentan quienes pudieron visitarlo en su habitación que estaba acabado, desconsolado. Que lloró, que dijo que no alcanzaría a estar para el Mundial… Algún noticiero alcanzó a informar que inclusive se había cortado el pelo. Y esta no es una anécdota más, aunque lo parezca. Para Valderrama, como para muchos futbolistas, el cabello es una especie de talismán. Unos lo llevan largo, otros corto, pero para todos, o por lo menos para el noventa por ciento de ellos, el pelo es un amuleto. Decir que Valderrama se lo había cortado era como afirmar que estaba derrotado. No fue así. Después de la primera crisis, Carlos Valderrama se levantó. Se puso el overol y empezó a trabajar como cualquier muchacho de 20 años.

En Barranquilla, y al lado del profesor Hernández, kinesiólogo del Atlético Junior, el número 10 de la Selección comprendió que todo dependía de él. No se amilanó ante el dolor, no se quejó, no descansó. Si alguien quería jugar el Mundial, ese era Carlos Valderrama. A mediados de marzo le quitaron el yeso. A finales del mismo mes ya corría y realizaba ejercicios para fortalecer el músculo. A principios de abril dijo que quería jugar. El folclor colombiano surgió otra vez. Todos opinaron, todos polemizaron. Que sí, que no, que aún le faltaba. El cuerpo médico de la Selección, Hernán Luna e Ignacio Zapata, se opuso; el de Junior lo apoyó.

El 30 de abril Valderrama volvió al fútbol en Paraguay. Con la camiseta número 10 del Junior, ante Cerro Porteño, por la Copa Libertadores, con la cinta de capitán, el pelo largo de siempre y un poco de temor. Poco a poco retornó a su ritmo, a sus pases de gol, a sus genialidades. Y lentamente recobró su lugar en la Selección. En mayo se incorporaron las estrellas de Europa y Brasil: Faustino Asprilla, Adolfo Valencia y Freddy Rincón. El equipo estaba armado, por lo menos en lo futbolístico. Valderrama, el líder natural, ya se había recuperado del rodo. La sociedad que tantas alegrías le había regalado a Colombia volvía a juntarse en las canchas. El talento, intacto. Las ganas, también. Sólo que…

Valderrama fue el estandarte de Colombia desde 1987, el mismo año en el que León Londoño Tamayo, entonces presidente de la Federación Colombiana de Fútbol, le entregó la Selección de mayores a Francisco Maturana. Por su estilo, su calidad y su tranquilidad, fue desde un comienzo el líder natural del grupo. Ese año de 1987 El País de Uruguay lo escogió, por primera vez, como el mejor futbolista de Suramérica. Sus presentaciones en la Copa América de Argentina lo habían consagrado. Aquel Valderrama de 1987 obligó a las comparaciones. Ruud Gullit, Enzo Franchescoli. Incluso Diego Maradona. El siguió, igual que antes, igual que en sus años de fracaso con Millonarios. Jamás un desplante, nunca un gesto violento. Respuestas para todos, autógrafos para cualquiera.

En el 88 fichó para el Montpellier de Francia. Se marchó con la ilusión de abrir espacios para el fútbol colombiano, con su esposa Clara Ibeth y sus dos hijos, Linda y Alan. Otra vez el examen cada ocho días. Otra vez las conjeturas. No le fue bien. El técnico, Pierre Mosca, odiado en Colombia por el pecado de sentar al Pibe, no lo tuvo en cuenta. Jugaba por momentos, sólo por momentos. Así se le pasaron los días. Aprendió algo de francés, Au revoir Monsieur,  a marcar un poco, a tirarse al piso, a soltar el balón más rápido. Pero jamás pudo ser El Pibe. Con la Selección Colombia que jugó en el 89 la Copa América de Brasil y las Eliminatorias para el Mundial de Italia perdió el examen. Los fantasmas de Millonarios volvían. De nuevo las dudas. Dudas y más dudas. Hasta que llegó el Mundial, allí donde se conoce quién es quién. Allí donde el fútbol elige y decide.

Ante Emiratos Árabes y Yugoslavia, ante Alemania y Camerún, Carlos Alberto Valderrama fue más que antes, más que siempre. Pidió el balón, sin importar que tuviera dos o tres adversarios encima, lo entregó claro, se mostró como salida, fue gol y marca. Fue claridad y magia. Había trabajado duro ese año para llegar bien al Campeonato del Mundo. El invierno francés lo había pasado allá, metido dentro de un buzo de entrenamiento. Corriendo, haciendo pesas, sudando … Uno, dos, tres, y de nuevo a empezar. Luego se fue al Real Valladolid. Después, al Deportivo Independiente Medellín. Y por último, al Atlético Junior. Muchos clubes, muchos estadios, muchas críticas y aplausos. Sí, en 1994 él tenía que ser el líder del equipo. El hombre que impusiera el orden, los ritmos… Hasta la manera de comportarse dentro y fuera del terreno de juego. No lo fue. Algo se rompió en su interior. Hizo ‘crack’, y terminó con millones de sueños.

Siempre fue un tipo extraño Valderrama. Callado, para muchos, tímido; alegre entre los suyos solamente. Un tipo extraño. Diferente a todos los demás. Sin esas ansias locas de ser “el protagonista”. Sin la necesidad de encontrar su nombre en rodos los diarios. Seguro, fuerte, sincero. Un jugador que jamás se arrugó, aunque tuviera a todo el público encima y al campeón del mundo enfrente. “Yo me divierto jugando al fútbol, como lo hacía en Pescadito cuando comencé”, solía decir. Y no era falso. El Pibe siempre tuvo la capacidad de pensar dos segundos antes que el contrincante, e inventarse una maniobra sútil. Patrimonio de los genios. Pero algo pasó la víspera del debut en Estados Unidos.

A Valderrama se le rompió rodo. Dejó de ser el líder, perdió su batuta, extravió los papeles. Y lo más grave, el respeto de sus compañeros. El 18 de junio, en el Rose Bowl de Pasadena, El Pibe no fue el tipo sereno de antes. El jugador talentoso que se inventaba una y dejaba pagando a los demás. Ese día gritó, insultó, regañó, manoteó … fue otro Valderrama ¿o el que en esencia es? El lunes 20, Francisco Maturana dijo: “El equipo está descompuesto porque Carlos (Valderrama) no ha ejercido su liderazgo dentro del campo. Lo perdió, y un equipo de fútbol sin líder es como un barco a la deriva. Ya no le creen».

Preparación para la derrota

La primera gira de la Selección concluyó en Estados Unidos con un empate y una victoria: 2-2 ante Corea y 2-0 frente a Bolivia. El juego con los bolivianos fue de simple trámite. Nada para rescatar. El de Corea fue distinto. Porque los coreanos (también con varios suplentes) desnudaron a Colombia; pusieron al descubierto la lentitud de algunos jugadores. Y del esquema en general. La estructura de Colombia estaba determinada por futbolistas que superaban los 30 años. Y con edades así era muy difícil armar una táctica basada en la movilidad, como lo requiere el fútbol moderno.

Ante Corea, los colombianos estuvieron perdidos la mayor parte del tiempo. Salvaron un punto (como si los puntos importaran en esa fase), en parte, gracias al orgullo de ciertos hombres (Andrés Escobar, Leonel Álvarez, Barrabás Gómez), en parte, gracias a esa dosis de suerte que acompañó al equipo en los partidos de fogueo. O de ‘mala suerte’, mejor. Porque Colombia toda, feliz por mantener un invicto ficticio, no supo ver los errores. Y no los supo ver ni encontrar por los resultados positivos. Frente a adversarios de segunda y tercera línea era lógico que se ganaran los partidos. Como era lógico también que no hubiera fallas. Mentira tras mentira. La segunda parte de la preparación para el Mundial fue una de las más grandes graves mentiras del fútbol colombiano a través de su historia.

Y ahí también se equivocó Francisco Maturana al ceder de nuevo, como antes, con Asprilla. Cedió a los intereses del patrocinador -Bavaria-, que necesitaba más juegos para que su publicidad luciera más. Y cedió a los de la Federación, que buscó más partidos para recaudar más dinero. No fue capaz de decir: “Estos dos encuentros, o estos tres, no los necesito. No están de acuerdo con el plan que nos trazamos desde comienzos de año”. Le faltó la personalidad que le exigió días después a Carlos Valderrama. Le faltó el temple para imponer al fútbol sobre el dinero. Tanta autoridad perdió, y tanta fue la comercialización del equipo, que desde aquella segunda gira los futbolistas marcaban un gol y debían ir a una esquina a celebrarlo con el dedo índice levantado. (Cobraban 300 dólares por tanto marcado). Una exigencia más de los patrocinadores, que necesitaban hacer comerciales con el equipo para vender un producto.

En realidad, un caso único. No hay un solo antecedente al respecto en más de 100 años de historia futbolística. “El gol es todo en el fútbol. Es sentir que vivís, que hacés parte del mundo. Y en medio de todo, que sos exclusivo en ese mundo. Son muy pocos los que tienen la oportunidad de hacer goles. Por eso todo lo que rodea al gol es sagrado. La pelota en la red, el grito del estadio, el arquero vencido… Yo no sé cómo describir un gol. De pronto, es como encontrar en un segundo el sentido de tu existencia. Sentir que ese es tu destino. Que para marcar ese gol naciste. Y después, la celebración… Ahí, en ella, te encontrás con la felicidad. Cara a cara. Y sacás todo lo que tenés dentro. No se le pueden poner leyes o reglas a la celebración. Es como matar un poco al fútbol”. Unos años atrás, en 1978, el argentino Mario Kempes definía el gol y la celebración de esta manera.

Estaba en contra de una medida de la FIFA que impedía a los futbolistas celebrar con libertad. A Colombia el dinero la llevó incluso a prostituir la celebración. Como prostituyó su camiseta en mayo de 1993, durante un partido de preparación para la Copa América de Ecuador. En El Campín, ante 60.000 aficionados que querían disfrutar de su equipo, Colombia salió a la cancha con un letrero en la franela que decía: ‘Bavaria’ (hacía unos días esa empresa había firmado un contrato con la Federación Colombiana de Fútbol). Lo increíble y anecdótico de la historia fue que nadie, ni en la Federación ni en el equipo nacional, sabía que la Fifa tiene rotundamente prohibido utilizar un aviso comercial en el uniforme de una Selección, así sea para jugar amistosos. A los pocos días de aquel encuentro ante Chile, la FIF A multó a los colombianos por haber violado la norma.

Pero no todo lo del patrocinio fue negativo. Es cierto que tuvo injerencia en los partidos de preparación; que pagó para que los jugadores celebraran con el dedo levantado; que utilizó la camiseta para vender. Pero también es cierto que elevó el nivel social y económico de los futbolistas; que gracias a ese patrocinio, Colombia dejó de alojarse en hoteles de segunda categoría; que facilitó absolutamente todos los implementos que el equipo necesitaba; que pagó desplazamientos sumamente caros; que promovió al grupo en todas las formas posibles. En fin, gracias a aquel contrato, el fútbol colombiano se instaló en un escalón en el que jamás había estado antes. Y los errores no hubieran sido errores si alguien hubiera tenido la suficiente personalidad dentro del equipo (léase cuerpo técnico y directivos) para decir no. Pero la historia ya se escribió. Y esas son las historias que hay que analizar para, algún día, cambiar “la historia”.

No es en 90 minutos ni con una victoria. Es con muchos errores y con mucha crítica, sobre todo con mucha crítica y análisis, que se construye. Aquella última fase de preparación terminó de la peor manera, aunque los diarios y noticieros continuaran en su labor de desorientación. Los jugadores sintieron que el país estaba rendido a sus pies. Y empezaron a mandar. ¿En qué punto estaba por mayo del 94 la autoridad de Francisco Maturana? Para la primera semana de aquel mes, la Fedcración había firmado un partido ante la Cremonese de Italia en Neiva. En realidad, daba igual que se jugara o no. Ese encuentro no iba a cambiar el rumbo de la situación.

La cambió la actitud de los futbolistas que, liderados por Valderrama, decidieron no ir a aquel compromiso. Una pequeña rebelión interna a las puertas del Campeonato del Mundo. Y otro pésimo precedente. A esas alturas, hay que volver a preguntarse: ¿En qué punto estaba la autoridad de Maturana? ¿Quién era el que mandaba en el equipo? ¿Él? ¿ Hernán Darío Gómez? ¿Valderrama? ¿Asprilla? ¿Los dirigentes de la Federación? ¿Los patrocinadores? ¿Otras personas? El partido, se sabe, jamás se jugó. Round para los futbolistas. Se jugaron muchos otros: la suma total de encuentros de preparación llegó a 22. Ningún equipo de los que llegaron al Mundial tuvo tantos. Uno bueno, ante el Bayern de Munich en Bogotá. Otros regulares y, el resto, pésimos.

Sin embargo, la prensa se encargó de engañar al país. Vendió, por ejemplo, al A.C. Milán que enfrentó a Colombia como el verdadero A.C. Milán, cuando apenas era un cuadro de suplentes que, fuera de eso, había jugado la noche anterior al partido con los colombianos. En otras palabras, el Milán que igualó 1-1 con Colombia en Miami llegó ese día procedente de México, descansó tres horas y se marchó al estadio a cumplir con el empresario. Y aún así le causó problemas a Colombia. Sería bueno recordar que cuando el marcador estaba 1-1 el árbitro no sentenció un legítimo tanto del cuadro italiano. Fue ese el partido que desató la polémica con Pelé, todo porque O’ Rei osó decir que los colombianos estaban muy ‘sobradores’. En las revistas, en los periódicos y en los noticieros censuraron las palabras del brasileño.

Hasta llegaron a enrostrarle que él, en sus tiempos de jugador, era sobrador. Una cuestión que no se puede discutir. Algunos dirán que sí, otros dirán que los lujos, que realizó se los inventó por necesidad -por ejemplo, aquel ocho en el Mundial de México al uruguayo Ladislaw Mazurckiewicz o aquel disparo desde media cancha contra el portero Ivo Víktor, de Checoslovaquia. ¿Qué necesidad podía tener Pelé de decirles a los colombianos que no fueran sobradores? ¿Acaso era miedo? ¿O un consejo de buena fe? Habría que interrogar a todos los que lo atacaron por cometer el ‘sacrilegio’ de criticar a Colombia. De alguna manera, los hechos de junio del 94 le darían la razón a Pelé. Y a todos los que, como él, se atrevieron a expresar que Colombia no era perfecta.

El último compromiso de preparación enfrentó a Colombia con el Palmeiras de Brasil. Fue en Pereira, el 12 de junio de 1994. Con el estadio repleto y el presidente César Gaviria como espectador. Desde el comienzo el juego fue difícil. Palmeiras no fue al Mora Mora de paseo. No era ni la cuarta división de Nigeria ni el Frankfurt Eintracht ni un combinado centroamericano armado a última hora. Los colombianos, con la línea titular que debutaría seis días después en el Mundial, no encontraban la fórmula. Los brasileños apretaban en todos los sectores y creaban peligro adelante. Pero ni siquiera los árbitros quisieron aliarse con la verdad. La Federación designó a Jorge Zuluaga para que dirigiera aquella despedida colombiana. Y Zuluaga metió la mano. Se inventó una falta dentro del área visitante y expulsó a tres brasileños. Así, de un solo golpe, se acabó el examen más serio para la Selección Colombia. El encuentro finalizó 4-1 a favor del local. Otra ocasión para que los medios de comunicación echaran a volar el globo de la ilusión. Otra oportunidad para que los apostadores confirmaran sus intuiciones, para que los hinchas soñaran con un imposible, para que los desprevenidos creyeran en lo que se les vendía, para que los ‘vivos’ hicieran plata. Y otra oportunidad, también, para que los jugadores aumentaran su poder.

Nadie sabe la razón, nadie la entiende tampoco. Pero esa noche quedaron libres. Tres días de permiso a menos de una semana de un Mundial. Tres días de permiso que los juiciosos aprovecharon. Y los disipados también. Dicen que Faustino Asprilla hizo de las suyas en Tuluá. Y ‘de las suyas’ es casi todo lo que la imaginación desee. El marres 14 de junio la Selección Colombia se subió a un vuelo directo de Avianca que la llevó, sin escalas, a Los Ángeles. Con ella abordaron periodistas, directivos, hinchas, familiares y curiosos. Los mismos personajes de Barranquilla y de Buenos Aires iban a Los Ángeles. El optimismo era de 1O puntos sobre 1O. Nadie dudaba del éxito.

“Era como si el Mundial fuera cuestión de jugarlo y nada más. Como si fuéramos a ganar sólo con salir a la cancha. Antes del juego en Buenos Aires, ante Argentina, había temor, ese temor que siempre siente un jugador de fútbol antes de salir al campo. No sé… yo me sentí extraño los días que precedieron a la Copa del Mundo. Como si flotara. No entendía por qué no sentía nervios, no entendía por qué mis compañeros estaban tan serenos. Era una rara sensación”. El jueves 7 de julio, Oscar Córdoba le confesó a un amigo, en el aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York, lo que había sentido antes del torneo. Ese día llegó a Colombia, mucho tiempo después que sus compañeros de equipo. En Los Ángeles, el optimismo se transformó en convicción. En certeza. La autoridad de Francisco Maturana terminó por extinguirse. Igual que el cariño que alguna vez había sentido por algunos de sus dirigidos. Un desorden total en el momento más importante. Un desequilibrio anímico que nadie previó. Una lucha de vanidades que nadie controló. Estaban por comenzar el fracaso, el absurdo, el papelón. Todo eso que se labró durante un año o más. Todo ese producto de la ignorancia. Todo ese producto de la insensatez… el reflejo de lo que es el país.

***

A ese hombre le habían roto su ilusión más grande. Por eso estaba allá, en el último rincón del vestuario. Rodeado de gente pero solo. Más solo que nunca. Las voces las escuchaba sin oírlas. Las sombras las percibía sin distinguirlas. Su mente repetía una y mil veces las escenas que acababan de terminar. Los gritos de la tribuna, las órdenes de sus compañeros, las voces de aliento que llegaban desde el banco. En cámara lenta repitió los goles que nunca fueron y los que fueron, los gestos de indolencia que lo rodearon, los pases equivocados. Con los ojos enterrados en el piso, con las manos temblorosas de rabia, dejó que la película concluyera. Hubiera querido permanecer allí toda la vida. Pero un grito lo obligó a continuar: “Leo, nos vamos. Dúchate que esto ya se acabó”.

Se duchó, sí. Y el agua de la regadera y el agua de su cuerpo se le confundieron. Igual que los sentimientos que lo desbordaban. Por momentos se abstraía de la realidad y llegaba a convencerse de que todo era una pesadilla. Por momentos entendía que era estúpido jugar a los duendes, y regresaba al partido. Partido de locos,  partido de mierda, partido fatal. Algunas frases se le aparecieron, vagas, repentinas. Y algunos rostros. No supo cuánto tiempo estuvo ahí, bajo el agua. Ni cuánto se demoró en salir del estadio. Cuando volvió a sentir que era él, estaba frente a una cámara del noticiero CM&. Intentaba hallar respuestas para lo que había ocurrido. Y se tragaba muchas verdades.

Tenía la voz quebrada. Nunca antes en su vida se le había quebrado la voz ante una cámara. Nunca antes había querido decir tantas cosas. Pero se las calló. Fuera de cámaras apenas dijo: “A algunos habría que romperles la cara. Es lo que se merecen”. Después de sus palabras cortadas guardó silencio. Juró silencio. Y se marchó. Esa noche, la del 22 de junio de 1994, fue la última noche de fútbol para él, si se entiende al fútbol como debería ser: pasión y alegría, lucha y honor, entrega y sentimiento… Nunca antes había sentido tanto dolor y tanta impotencia dentro de una cancha. Nunca antes había sentido tanta decepción en la vida. Cuentan que esa noche no durmió. Ni habló. Ni peleó. Simplemente, recordó.

Esta es la historia de un fracaso. La historia amarga de un equipo de fútbol que se creyó Campeón del Mundo sin haber ganado nunca antes nada, sin haber hecho siquiera algunos méritos para estar entre los opcionados. Esta es la historia de un país que les creyó a sus periodistas todo lo que dijeron, todo lo que ocultaron, todo lo que exageraron, todo lo que mintieron. La historia de una sociedad descompuesta que jamás admitió un error, que vio en el fútbol la salvación, la alegría y la paz. La historia de unos cuantos, de muchos, que quisieron hacerse ricos con el talento de otros. Esta es la historia de una ilusión que terminó en muerte. La historia del olvido, de la ingratitud, del rencor, de la envidia. O la historia de Colombia a través de una pelota de fútbol.

El final de ella comenzó a escribirse el 14 de junio de 1994, cuando la Selección arribó a Los Ángeles. Desde entonces comenzó a arrastrar opinión. En un país indiferente por ese deporte, llamaba la atención que tanto inmigrante armara escándalo por un equipo. Banderas, música, pitos, fiesta… De vez en cuando, por las desoladas calles de la ciudad, pasaba una caravana colombiana haciendo sentir su alegría. Las pelucas amarillas y ensortijadas que identificaban a Carlos Valderrama también identificaban a Colombia. Nunca antes tan favorita, nunca antes tan protagonista, nunca antes tan limpia de la negra imagen con que se le conoce. Colombia y sus 35 millones de habitantes eran un puñado de hombres que, por su fútbol y con su fútbol, borrarían antiguos pecados.

El equipo se alojó desde aquel martes en el Hotel Marriot de Fullerton, una de las innumerables ciudades de la ciudad. De ahí al estadio Rose Bowl, para entender las distancias, un automóvil gasta una hora y media, por autopistas impecables y sin trancones. En bus habría que calcular tres, o más. En el mismo hotel de la selección se hospedaron los directivos, algunos periodista,  muchos aficionados y también muchos norteamericanos.

Los primeros dos días en USA-94 fueron de armonía, de bromas, de buen clima y de optimismo. Los jugadores hablaban con la prensa y con los hinchas, cuando y cuanto querían. Ya Francisco Maturana empezaba a hacer ciertas distinciones. Hablaba para sus periodistas amigos -Fabio Poveda, César Augusto Londoño, Esperanza Palacio, Carlos Antonio Vélez-y para la prensa extranjera. Casi la misma exclusividad en el trato que mostraba con algunos de los futbolistas. En agosto del 93, en plenas Eliminatorias, Iván René Valenciano había dicho que Maturana no se preocupaba por ellos, que Hernán Darío Gómez era el que siempre estaba detrás del equipo, averiguando, aconsejando, motivando. En Estados Unidos aquella tendencia se confirmó. Maturana fue una especie de relacionista público; Gómez, el verdadero técnico.

La confianza llevó a que no hubiera secretos. A los entrenamientos de Colombia iba el que quisiera. En uno de ellos se empezó a poner en evidencia que las sonrisas y los halagos eran de dientes hacia afuera. Que no era cierta aquella frase cliché de que la Selección era una familia. Tampoco esa que Francisco Maturana había repetido hasta la saciedad y que hablaba de la madurez del grupo. Todo eso se reveló en las primeras actitudes de Freddy Rincón. En una ocasión, antes del debut, simuló una lesión y, cuando vio la preocupación de Maturana, soltó una carcajada. En otra, también antes del juego frente a los rumanos, descargó todas las maldiciones imaginables contra el técnico porque éste le había sancionado un fuera de lugar.

Faustino Asprilla y Adolfo Valencia, cada uno a su modo y por su lado, siguieron el ejemplo de Rincón. Aprovechaban cualquier oportunidad para inventar una burla, un desplante, una grosería. El técnico reaccionó, por lo menos durante aquellas primeras jornadas. Por esos días, y ante un grupo de sus íntimos, dijo que si fuera por él, ya hace rato habría excluido de la nómina a Rincón, Asprilla y Valencia. Aún no habían llegado los instantes amargos de la derrota, pero ya Maturana tenía claro que estos tres individuos sólo le traerían problemas. Aquí se entienden un poco sus declaraciones a César Augusto Londoño, periodista de Caracol, cuando culpó a Valderrama de haber perdido su liderazgo dentro del grupo.

Pero se entiende también su falta de temple. Como él no era lo suficientemente fuerte para controlar a Rincón, a Asprilla y a Valencia, esperaba que otro lo hiciera. Y el más indicado por su rol de líder y capitán era Carlos Valderrama. Lo acusó porque El Pibe no hizo lo que él tenía que hacer. Pero, claro, no fue en el Mundial donde Maturana perdió su autoridad. La había perdido mucho antes: cuando le permitió a Asprilla violar las reglas cuantas veces le vino en gana, cuando lo perdonó, cuando accedió a que los jugadores no fueran al compromiso ante la Cremonese en Neiva, cuando permitió que los dirigentes y los patrocinadores manejaran los partidos de preparación…

La autoridad no se perdió en un día ni por un hecho aislado. Una nota publicada por El Tiempo el domingo 7 de agosto de 1994 decía que los brotes de indisciplina habían rebasado cualquier cálculo: Valencia ni siquiera bajaba a desayunar, almorzar o comer con sus compañeros, pues prefería hartarse de hamburguesas en su habitación; Freddy Rincón estuvo enloquecido durante el campeonato porque en Colombia, antes de partir, un brujo le había dicho que le iba a ir muy mal en el Mundial, que Colombia perdería y que él se fracturaría una pierna; Asprilla no había respetado horarios ni códigos y se había embriagado varias veces; Valenciano se había pasado de copas; a Valderrama se le habían subido los humos… El artículo dijo muchas verdades, pero todas esas verdades no fueron las que llevaron al fracaso. O por lo menos, no sólo esas. Hubo otras. Mentales, futbolísticas, sociales. Ellos, los jugadores, siempre dijeron que no estaban agrandados, que el favoritismo venía de afuera, que no se sentía por dentro. Era obvio que dijeran cosas de ese estilo pues no podían gritar a los cuatro vientos que sí se consideraban los mejores, que sí estaban agrandados, que sí estaban convencidos de obtener la Copa del Mundo. El viernes 17 de junio, por ejemplo, Adolfo Valencia se escapó de la concentración para ir de compras. Quería unos zapatos elegantes. Nada malo si no fuera porque debía cumplir un reglamento. Nada malo si no fuera porque hacía parte de una delegación que representaba a un país.

Se fue con un periodista, uno de tantos que “colaboraron” con los futbolistas para que hicieran lo que se les antojara. Y habló con él de fútbol, claro. “Yo no le veo problemas a este Mundial, de verdad. Fíjate lo que mostró el partido inicial entre Alemania y Bolivia. Nada de nada. ¿Y el grupo que nos tocó? Nada del otro mundo. Sólo es cuestión de divertirnos corno lo sabemos hacer y de empezar a celebrar. ¿Con qué nos puede sorprender Rumania?”. Esa relación que sostuvieron los jugadores con algunos periodistas fue nefasta. Charlaban todos los días y a todas horas. De un posible traspaso, de las indicaciones de Maturana, de lo que más convenía hacer en el partido, de las familias, de los amigos, de las mujeres. De todo y de nada. Era imposible llegar a un cierto grado de concentración, la concentración que se requiere en un Campeonato del Mundo, con tanta opinión suelta.

En el Mundial de México 86, lo primero que hizo Carlos Salvador Bilardo con la Selección de Argentina fue aclarar las reglas del juego. Restringió los horarios de entrevistas y sometió a su equipo (a la postre Campeón del Mundo) a un aislamiento casi sagrado, a una verdadera concentración. En Estados Unidos, Brasil se refugió en las afueras de Palo Alto en un sitio denominado Los Gatos. Allí sólo podía ingresar el que tuviera autorización del técnico Carlos Alberto Parreira. Y Brasil fue el campeón en USA 94. Lo mismo ocurrió con Alemania, Argentina, Italia, España, Holanda. Esos países con historia. Esos países que han aprendido de sus errores y han repetido sus aciertos.

En el Mundial de Italia las cosas habían sido distintas. Por aquel entonces ya era un triunfo estar en el Campeonato. Eran otros tiempos y la vanidad aún no se había colado en el equipo nacional. Meses antes del torneo, Francisco Maturana se fue a Bolonia a conseguir una sede. Averiguó, probó, consultó y se decidió por la Villa Palaveccini, un lugar que reunía todo lo que un equipo de fútbol pudiera necesitar. Canchas de fútbol, soledad, buenas habitaciones, buena comida, paisaje, tranquilidad. Allí estuvo la Selección interna durante toda la primera rueda. Cuando le tocó enfrentar a Alemania, en Milán, también mantuvo esa base de concentración. El equipo sólo durmió una noche por fuera de la Villa.

¿Será que en Estados Unidos, por los alrededores de Los Ángeles, no hay un lugar tranquilo, con todas las comodidades que un equipo necesita? Parece que Colombia no lo encontró. ¿O será que no lo buscó por la certeza de que no se necesitaba, por la certeza de que con el equipo que tenía iba a llegar lejos de cualquier manera? Es paradójico. Maturana dijo que el error más grave fue haber escogido el Hotel Marriot de Fullerton porque permitía la afluencia de periodistas y público en general. Pero nadie le recordó que en Italia había hecho lo contrario y le había ido bien. Nadie le recordó tampoco lo de Barranquilla y Buenos Aires.

Rumania

En su libro Maturana, talla mundial, el técnico de la Selección habló sobre el primer rival de nuestro país en el Campeonato del Mundo. Opinó sobre lo que podía ser Rumania, no de lo que podía hacer Colombia frente a ese equipo. Se refirió a dos asuntos muy importantes:

“Rumania es un equipo con muy buenos jugadores de fútbol. Allí encontramos a Hagi, quien estuvo en el Real Madrid y en algún tiempo fue considerado corno el Maradona del Este. Juega Popescu, cuya experiencia en muchos países es notable. Encontramos a Saban y a Dumitrescu, cuyas referencias como rendimiento individual son muy buenas, porque han sido importantes siempre en sus clubes especialmente en el Estrella de Bucarest, que es el cuadro base de esta Selección. La suma de sus individualidades les permite pensar que en cualquier momento pueden hacer una fiesta. Por otra parte, la tradición muestra que los rumanos no tienen suficiente continuidad y que presentan muchos altibajos de rendimiento. Sus jugadores no tienen la entereza suficiente para ser permanentemente superiores y brillantes.

Si nos los topamos en su día de inspiración, la pelea va a ser muy complicada. Si están en un punto bajo, son accesibles. Para nuestro esquema Rumania se acomoda bien. Manejan el toquecito, lo que ayuda al ordenamiento de Colombia y eso anticipa que puede resultar un bonito partido. Que tiene el agravante de ser el juego de arranque y uno nunca sabe qué cosa le pueda pasar, cómo se van a manejar todas esas angustias y las emociones. Pero es difícil, tanto para ellos como para nosotros. Si fuera un partido en circunstancias normales, sin estas presiones, puedo anticipar que debería ser un reñido juego, pero nadie puede predecir lo que resulte en ese ambiente del estreno en el Mundial. Hay un ingrediente muy determinante, nuevo, que va a marcar bastante, como es el asunto de los tres puntos al ganador. Ello puede voltear el cariz de los partidos del comienzo, cuando todo el mundo suele ser tímido. Pero ahora, con tres puntos por delante, que significan una ventaja muy importante que todo el mundo quisiera tener a la mano desde el primer día, se van a plantear esquemas mucho más aguerridos y difíciles”.

Sobre el tema de los tres puntos Maturana había hablado ya en diciembre 17 de 1993, cuando terminó el sorteo de los grupos en Las Vegas. Dijo en aquella ocasión, palabras más, palabras menos, que esa nueva reglamentación no provocaría muchos cambios y que, por el contrario, podía ser perjudicial para el espectáculo. Primero, porque habría equipos que saldrían al terreno decididos a no perder. Segundo, porque aquel cuadro que convirtiera un gol, muy probablemente lo defendería con uñas y dientes para adjudicarse los tres puntos. Con el tiempo cambiaría de opinión.

La noche anterior al debut los jugadores fueron objeto de un pequeño homenaje en el que se les condecoró. Asistieron la plana mayor de la Federación, el equipo y don Julio Mario Santodomingo. Todos sentados en la misma mesa. Todos alrededor del mismo tema. Esa noche fue de calma y de ansiedad, tanto en Los Ángeles como en Colombia. Hernán Darío Gómez recordó su cábala, vieja cábala, de tomarse unos tragos la noche anterior a los encuentros importantes y Francisco Maturana se encerró en su habitación. La alineación se conocía de tiempo atrás -Córdoba, Herrera, Perea, Escobar, Pérez, Gómez, Álvarez, Rincón, Valderrama, Valencia y Asprilla-, lo mismo que las indicaciones del técnico. En la última charla que precedió al juego, Maturana volvió a decirles a los jugadores que no podían regalar las espaldas. Que mantuvieran intactos los 30 metros de distancia entre el primero y el último hombre, pero que jugaran cerca de Córdoba. Era ésta una de sus mayores preocupaciones: que el equipo no diera espacios atrás.

Pero no fue así. Los colombianos salieron a apretar a los rumanos contra su arco, convencidos de que eran superiores. Y dieron ventajas atrás. Ese error, con un calor asfixiante, superior a los 35 grados centígrados, y con un equipo rápido enfrente, fue el suicidio. Los rumanos aprovecharon dos contraataques, una genialidad de Hagi y se fueron adelante 2-0. Sobre el final de la primera fase Adolfo Valencia le devolvió a la tribuna colombiana un poco de aliento con un gol de cabeza. Nadie lo había presupuestado: después de los primeros 45 minutos, Colombia perdía con Rumania 2-1. Los 15 minutos de descanso fueron una pesadilla. Gritos, objeciones, insultos, recriminaciones… En ese lapso se gastaron muchas de las energías que más tarde hicieron falta. Y se gastaron sin que dejaran nada en claro, que fue lo peor.

Cuenta la historia que 18 años atrás, en la final del Mundial de 1978, los argentinos habían llegado al descanso después de los 90 minutos reglamentarios, que habían finalizado 1-1 frente a Holanda, en la misma tónica. Se gritaban, se peleaban. Entonces los llamó César Luis Menotti y les dijo: “No griten, no peleen más, miren a los holandeses, están acabados. Pasémosles por encima y guardemos las energías para ganarles de una vez”. Ganaron 3-1 y, la verdad sea dicha, arrollaron a los holandeses en los 30 minutos del suplemento. La Selección Colombia jamás conoció esa anécdota. En la segunda parte del juego contra Rumania la desesperación llevó al caos. Valderrama gritaba y regañaba, pero nadie le hacía caso. Asprilla se repetía en la misma manía de intentar la jugada salvadora él solo. Leonel Álvarez corría y luchaba por todas partes, pero parecía que no tuviera compañeros. Rincón dudaba cada vez que le llegaba la pelota: las advertencias de su brujo lo habían predispuesto por completo. Y Óscar Córdoba, a esas alturas, ya era un manojo de nervios.

Los minutos se diluyeron entre la angustia y el desorden. Rumania supo aprovechar las circunstancias y, a pocos minutos del final, en otra genialidad de Hagi y merced a otro contrataque, marcó el 3-1 definitivo. (Ese tercer tanto, lo mismo que el primero, fueron obra de Radiociou). A las seis de la tarde de aquel sábado 18 de junio de 1994, la Selección Colombia de fútbol a mostrar su verdadera catadura. Entonces el equipo ya no fue más el grupo unido, la familia unida de la que tanto se habló. Un resultado, un solo resultado adverso, derrumbó al equipo. Lo desmoronó. Un marcador en contra resucitó las mentiras que se habían tapado, los errores que se habían cubierto. Y volvieron a aparecer los mismos viejos temas desiempre. Fútbol y narcotráfico, fútbol y periodismo, fútbol y dirigentes deportivos, fútbol y preferencias… y el resultado de todas esas esas mezclas. Todo el veneno guardado por meses y años salió a flote en el instante más candente. Y contaminó hasta a los más inocentes. El grupo, que de grupo no tenía nada más que apariencia y el nombre, se rompió. Por un lado Valderrama, Valenciano, Mendoza,  De Ávila; por otro,  Valencia y Rincón; por otro los de Nacional… Ante tal fraccionamiento el equipo se quedó sin líder. Surgió un líder por cada grupúsculo que se formaba. Yo no me hablo con éste; éste no le dirige la palabra a aquél; aquél no se entiende con el otro; el otro no quiere saber de ninguno. Después del fracaso Gabriel Briceño, del Diario Deportivo, comentó: “La cosa fue tan grave que salieron a la luz cuestiones que nadie se imaginaba, como la resistencia de casi todo el equipo hacia Barrabás Gómez. Hasta Maturana estaba en desacuerdo con su inclusión. Lo incluía porque Hernán Darío Gómez, en la Copa América de Ecuador, había amenazado con irse si lo excluían.  Después,  los resultados se dieron y Maturana tuvo que aguantarse a Barrabás. Pero en la Selección no lo querían, y uno de los que más se opuso siempre fue Valderrama. En muchas ocasiones se enfrentaron ellos dos”.

Los días que le siguieron al partido con Rumania fueron un auténtico bazar en el Marriot de Fullerton, un atentado contra la disciplina. Briceño anota de nuevo: “Una de esas tardes fuimos al hotel a pedirle a Rincón que nos diera su artículo para el periódico. Él tenía contrato con Diario Deportivo, nos daba las notas y nosotros se las pasábamos,  las enviábamos a Bogotá. Nos tocó esperar hasta la noche porque él estaba de mal genio. Nos dijo que después de la comida nos atendía y nosotros esperamos. Por ahí nos encontrábamos cuando vimos a Aristizábal con dos amigas que hablaban español con acento costeño. Charlaron con él 20 ó 30 minutos y se fueron a un rincón. Él subió por las escaleras y bajó con Asprilla. Se presentaron, hablaron más tiempo y ellos se fueron al comedor. Las dos niñas seguían ahí. Hacia las nueve y media de la noche ellas se marcharon. A los pocos minutos salieron ellos. A las 10 y 45 de la noche, cuando nos fuimos, no habían aparecido. Y a las diez de la noche ya todos tenían que estar en sus habitaciones. Era la regla. Diego Barragán registraba los cuartos a esa hora para verificar que todos estuvieran”.

Esta es sólo una de las tantas historias que se cuentan de lo que aconteció en Fullerton. Hay mil versiones parecidas, con los mismos protagonistas y con otros. Además, ya en este punto poco importan los nombres o las circunstancias. Hubo una verdad en Fullerton: la autoridad estaba hecha añicos antes del crucial compromiso que los colombianos tenían que disputar ante Estados Unidos el miércoles 22 de junio. El ánimo se había roto en mil pedazos después de la derrota frente a los rumanos. Los jugadores ya ni creían en Francisco Maturana ni les importaba lo que él dijera. Fue el martes 21 en la tarde cuando Maturana dijo que el equipo estaba destruido porque Carlos Valderrama había perdido su liderazgo. Y fue el martes 21 en la noche cuando decidió que Adolfo Valencia no iría de titular ante los norteamericanos. Esta decisión volvió a encender la polémica que se había callado tiempo atrás.

Hernán Peláez y Edgar Perea calentaron el ambiente con frases directas contra el entrenador y el tema Valencia-sí, Valencia-no, provocó airadas reacciones. El técnico no dijo nunca cuáles eran las razones que tenía para excluir al jugador y al periodismo tampoco le importó conocerlas. Por eso la distancia entre Maturana y los periodistas se hizo cada vez mayor. Hoy se sabe la verdad: lo sacó del equipo titular por sus reiteradas faltas disciplinarias. Peláez, Perea y compañía creyeron que la decisión había sido netamente futbolística. Otros hasta se atrevieron a decir que había sido una “sugerencia” del cartel de Cali . Dijeron que a Valencia lo habían sacado de la titular para que jugara De Ávila por «sugerencia» del cartel de Cali, pues así se valorizaría el samario. Pero, ¿acaso se puede valorizar un jugador de fútbol que anda por los 30 años? ¿No hubiera sido más razonable para los partidarios de la valorización interceder por Harold Lozano, a quien el público pedía a gritos y quien, por razones de edad, sí podía valorizarse? No. La lógica indicaba que la razón por la cual Adolfo Valencia había sido marginado de la titular para el juego ante Estados Unidos no pasaba por los predios del cartel de Cali. Sin embargo, la lógica es enemiga acérrima de algunos periodistas. Y el rumor de la “sugerencia” hizo camino.

El proceso en una memoria

Para las diez de la mañana del 22 de junio de 1994, Francisco Maturana ya estaba descompuesto. Había pasado la noche casi sin dormir. Había vuelto a vivir, uno a uno, los escalones que lo tenían ahí, a pocas horas del todo y del nada. De otro “todo y nada”. Había repasado de nuevo la historia iniciada en 1987. Fue un día de mayo de ese año cuando León Londoño Tamayo, presidente de la Federación Colombiana de Fútbol, lo buscó para que se hiciera cargo de un equipo que jugaría el preolímpico de Bolivia. El reto era asistir a las Olimpiadas de Seúl 88. Él, que era el principal candidato, dijo que sí. Y con esa aceptación empezó esta historia. Sin duda, lo más importante que ha vivido el fútbol nacional. A pesar de todo. Y a pesar de muchos.

Antes, todo lo realizado había estado marcado por la improvisación. Por ello, en casi 40 años de profesionalismo -el primer torneo rentado se jugó en 1948-, Colombia sólo había asistido a una Copa del Mundo, la de Chile en 1962. Desde entonces, el empate de Arica a cuatro goles con la Unión Soviética había sido el único punto de referencia válido. Hasta aquel año de 1987. Hasta cuando apareció Francisco Maturana. Con él, el fútbol colombiano encontró su identidad. Y con ella, los resultados que tanto tiempo aguardó. Maturana aceptó dirigir la Selección Colombia de mayores el 2 de mayo de 1987. Fue ese el comienzo y el fin: el comienzo de un nuevo fútbol que el mundo reconoció y aplaudió; el fin de años y años de amarguras.

Maturana, quien como jugador apenas llegó a sobresalir en el Atlético Nacional, el Bucaramanga, el Deportes Tolima y algunas selecciones colombianas de niveles secundarios, encontró en la universidad la base humana que lo llevó a triunfar. Porque no fue el hombre de fútbol el que aceptó el desafío de dirigir a Colombia. Fue el hombre forjado en las aulas universitarias, donde estudió odontología. Fue el hombre profundo, analítico, humano, sensible y convencido de sí mismo el que decidió cambiarle la imagen al fútbol. Aquello que aprendió en las canchas le sirvió para diseñar una táctica y para escoger algunos colaboradores. Pero lo que recogió de la universidad fue decisivo para poner esa táctica en práctica; para convencer a sus jugadores, a los directivos, periodistas e hinchas de que “su camino” debía ser “el camino”. Y siempre es más difícil  convencer que diseñar.

En 1986, cuando se hizo cargo de su primer equipo, el Cristal Caldas de Manizales, Maturana empezó a hacer que creyeran en su fútbol. En ese fútbol de potrero, de parque y playa que Colombia posee desde comienzos de siglo, cuando los ingleses dejaron en Barranquilla la primera pelota y decidieron las primeras reglas. En ese fútbol tan mezclado como la raza misma, donde se encuentran la fuerza del europeo, la técnica del argentino, la inventiva del brasileño y la velocidad del africano. En ese fútbol creyó Maturana. Y después, todo el país. En abril y mayo de 1987, Colombia fue la sensación del Preolímpico jugado en Bolivia. Nadie apostaba por aquellos ‘paisas’ ni por Maturana, pero la fidelidad a un estilo los llevó al tercer lugar. Luego, al técnico le ofrecieron el cuadro de mayores. Y él aceptó. Con Hernán Darío Gómez como su asistente y con Diego Barragán como preparador físico. Ellos fueron la base en aquellos comienzos. Durante el Mundial de Estados Unidos todavía estaban con Maturana. Y cada vez que se hable de este proceso es necesario nombrarlos, porque muchas de las decisiones importantes del fútbol colombiano se les deben.

Fue en la Copa América de Argentina, en julio de 1987, cuando Colombia se mostró ante el mundo con su nuevo estilo. Derrotó a Bolivia 2-0, a Paraguay 3-0 y perdió con Chile 1-2 en tiempo suplementario. En el partido por el tercer puesto, los colombianos derrotaron 2-1 en Buenos Aires a Argentina, con Diego Maradona incluido. “Ese fue el partido perfecto, táctica y técnicamente”, diría Maturana en 1989. Aquel torneo le entregó a Colombia el pasaporte para que fuera invitada a jugar, en mayo del 88, la Copa Sir Stanley Rous ante Escocia e Inglaterra. Nunca antes un seleccionado nacional de mayores había ido a Europa, y menos, a disputar un torneo de tanta tradición.

El estadio de Wembley, una especie de archivo que guarda lo mejor de la historia del fútbol, sería testigo de aquella revolución. Todos los ingleses: hooligans, empleados de banco, altos ejecutivos y nobles, deseaban presenciar esa renovación que llegaba de América del Sur. Y la presenciaron, claro. La aplaudieron, la sufrieron y disfrutaron casi como propia. Aquel día, 24 de mayo de 1988,  a Wembley no le cabía una persona más. Colombia, la de Valderrama, Higuita, Álvarez, !guarán y Escobar que aparecía sólo de a pocos en la televisión, era la verdadera protagonista de la noche. Al final del 1-1 definitivo, algún inglés se atrevió a decir que por momentos le había recordado a la Hungría de los años cuarenta.

Y ese, el comentario del inglés, fue el mejor premio para Maturana. Porque la Copa se quedó en Londres pese a los dos empates (0-0 con Escocia, 1-1 con Inglaterra) y al exquisito fútbol colombiano. Pero lo del hincha quedó como una anécdota de gran valor. Hay que recordar que los húngaros vencieron a Inglaterra en Wembley 6-3 por allá a finales de la década del 40. Esa gira – Colombia también enfrentó a Finlandia y le ganó 3-1- fue decisiva para Maturana. En ella comprendió que su idea del fútbol lo podía llevar lejos, que no importaban los pergaminos del rival ni las tácticas ultramodernas. En ella afianzó viejas teorías, como aquella de que en el fútbol lo único que importa no es meter la pelota dentro de un arco. También valen el comportamiento, la educación, los modales.

Todo eso se transformó en dogma para Francisco Maturana. Aún hoy, antes de cualquier partido crucial, les recuerda a sus jugadores que no se gana nada con tirar el balón de punta hacia la tribuna. Que hay que respetar al público, a los rivales, a la prensa, a los árbitros. Encontró en la universidad las respuestas a sus ideales. Y sus ideales cada vez fueron más firmes gracias a la vida. O a sus resultados. Por lo menos, a los que antecedieron a USA-94. Todos esos resultados se le habían dado a Maturana por varias razones. Pero de todas ellas (apoyo de los directivos, del periodismo, de los aficionados; facilidades económicas, patrocinio, etc.), la más importante fue la de “el equipo”. En él, hasta que se inició el Mundial del 94, el técnico había encontrado a los  intérpretes de su “partitura”, unos intérpretes de primer nivel que jamás habían dudado. Después de siete años, muchos de aquellos que iniciaron este proceso se mantenían allí, incluidos, obviamente, Gómez y Barragán. Y algunos, aunque separados por distintas circunstancias, como René Higuita, aguardaron hasta el final, pacientes, una nueva oportunidad.

Lo de Higuita es especial en este recuento, porque fue él, de alguna manera, el líder futbolístico de este concepto. Su manera de entender el puesto de arquero llevó a Colombia a definir su estilo dentro del campo. Con él como líbero, como último hombre, apto para salir jugando y sacar limpia la pelota, la defensa pudo situarse muchos metros adelante de lo normal. Y en línea, sin utilizar los dos stoppers y el líbero que implantó la Argentina de Carlos Salvador Bilardo en 1986. “Si no cometiera errores sería Dios”, dijo Maturana en 1990. Óscar Córdoba, quien con lujo lo reemplazó en las Eliminatorias hacia USA 94, era, en cierta forma, una prolongación de René Higuita. Y cualquier portero que juegue con la Selección, mientras impere en ella el concepto inculcado por Maturana, debe respetar aquellas premisas que Higuita le legó a la posteridad.

En la defensa, Andrés Escobar, Luis Carlos Perera y Luis Fernando Herrera se conocían de memoria el libreto. Estuvieron desde el comienzo y, salvo algunos imponderables -la lesión de Escobar en 1993, por ejemplo-, eran amos y señores de la última línea. Como lo eran, en la zona de volantes, Carlos Valderrama, Gabriel Jaime Gómez, Leonel Álvarez y Freddy Rincón. Valderrama, cuestionado a veces, siempre fue el gran patrón del equipo. Porque administraba los ritmos, porque decidía, se mostraba siempre para recibir la pelota, rotaba por todo el terreno y le imprimía a Colombia su identidad. Era, sin duda, un ’10’ sin reemplazo en este grupo. Álvarez y Gómez fueron la cuota de temperamento y marca para Maturana y Hernán Darío Gómez desde el 87. Tal vez no fueron jamás un espectáculo para la tribuna, no tenían que serlo, pero por inteligencia, experiencia y entrega, eran líderes.

El último de los estandartes se llamaba Freddy Rincón. Apareció para el Mundial de Italia y, sin conocer bien el fútbol de Maturana, se fue haciendo imprescindible. Para Estados Unidos 94 era pieza vital, para destruir y llegar al gol. La delantera tuvo durante el proceso a distintos protagonistas. Arnoldo Iguarán, Antonhy de Ávila, John Jairo Tréllez, Víctor Aristizábal, Carlos Enrique Estrada, Albeiro Usuriaga, Rubén Darío Hernández, Adolfo Valencia, Iván René Valenciano, Faustino Asprilla… Todos dejaron algo. Sin embargo, para el Campeonato del Mundo, los titulares adelante eran Asprilla y Valencia. En 1989, Maturana y Gómez (éste como asesor) le dieron a Colombia su primer título internacional. La Copa Libertadores, el torneo más importante a nivel de clubes del continente, que se le había escapado al América de Cali tres veces consecutivas (llegó a las finales en los años 85, 86 y 87), la consiguió Atlético Nacional el 31 de mayo en el estadio El Campín de Bogotá.

Después de remontar un 0-2 ante el Olimpia de Paraguay, le colocaron el sello a una página histórica del fútbol colombiano. Nacional, como siempre ocurrió desde aquellos comienzos del 87, fue la base del equipo que disputó la Copa América del 89. A Brasil, Colombia arribó como favorita. Pero sólo ante los locales (empate a ceros el 7 de julio en Salvador) pudo mostrar algo de su fútbol. Al final, terminó eliminada tras un lánguido 1-1 con Perú en Recife. Luego, en septiembre y octubre, Colombia acabó con 27 años de dolor. Ante Paraguay y Ecuador primero, y luego frente a Israel, en una serie extra, obtuvo el tiquete para jugar el Mundial de Italia. La celebración duró más de dos días, y el país entero empezó a soñar con el campeonato. Ese año cerró con la final de la Copa Intercontinental de Clubes en Tokio. El 16 de diciembre, Nacional estuvo a segundos de forzar una definición desde el punto penal ante el Milán de Italia. Pero un gol de tiro libre anotado por Alberigo Evani al minuto 119 del partido (hubo tiempos suplementarios), acabó con la ilusión.

Aquel Milán de Arrigo Sacchi, Ruud Gullit, Frank Rickjaard, Franco Baresi y Marco Van Basten nunca había tenido tantos problemas en una final. Por momentos, el superequipo de los últimos años parecía perdido. El toque de Nacional, las salidas de Higuita, la seguridad de Andrés Escobar y el talento de Alexis García hicieron de aquélla algo así como “la noche en la que el fútbol se vistió de gala”. Y llegó 1990. Y el Mundial de Italia. Colombia quedó ubicada en el grupo tres con Emiratos Árabes, Yugoslavia y Alemania. Colombia en Bolonia, al norte de la península. Colombia ante los ojos del mundo. Debut y victoria, el 9 de junio, sobre Emiratos Árabes (2-0); dolor y crisis, el 14, ante la derrota (0-1 ante Yugoslavia); hazaña frente Alemania. Hazaña, sí. Y dolor y angustia también.

Fue un martes de junio, el 19, y en Milán, ante 50.000 alemanes, cuando Colombia irrespetó a Europa para plasmar su fútbol de potrero en el césped del Giuseppe Meazza.  Y fue 1-1 para que Colombia llegara por vez primera en su historia a la segunda ronda de una Copa del Mundo. Fue delirio cuando Rincón empató en tiempo de descuento. Cinco días después, el 23, fue llanto cuando Camerún le dijo a todos que no iba de paseo por Italia. En Nápoles, Colombia salió confiada (una palabra decisiva y repetida para el fútbol colombiano) a jugarle a un equipo que no regala nada. Y terminó derrotada 2-1 después de 120 minutos. A Higuita lo culparon (perdió un balón fácil ante Roger Milla cuando el juego iba 0-1), pero él se defendió. Maturana también lo defendió. Con el adiós de Colombia a Italia se empezó a derrumbar un poco el proceso. Maturana se marchó a España a dirigir al Real Valladolid, se llevó a Higuita, a Leonel Álvarez y a Valderrama, y la Selección quedó a la deriva.

A la Copa América de Chile (1991), el equipo fue con otro entrenador, Luis Augusto García, y con otra ideas. Al final sólo hubo una palabra, “aceptable”, para describir aquella actuación. Al Atlético Nacional lo condujo desde entonces Hernán Darío Gómez. “Tranquilo Pacho, que yo jamás te voy a correr el buraco. Sólo si tú te vas yo subo”, le había dicho alguna vez Gómez a Maturana. En 1990 aquellas palabras se cumplieron, y el proceso, con otro nombre, con algunas variantes, pero con la misma esencia, siguió su camino. Gómez fue campeón de Colombia con Nacional en el 91. Y en el 92 llevó a la Selección Preolímpica a las Olimpiadas de Barcelona. Con la Selección de mayores apenas estuvo unas semanas, las amenazas Jo llevaron a dimitir.

En diciembre de 1992, cuando el torneo nacional era un polvorín, Maturana y Gómez aceptaron hacerse cargo de la Selección otra vez. Maturana ya había regresado y estaba con el América; Gómez era el técnico de Nacional. Hubo polémica, discusión, rumores, peleas, malentendidos e incertidumbre. No obstante, al final pudieron más la vieja amistad y el camino recorrido que todas las intrigas y amenazas. Allí se inició entonces este segundo capítulo del proceso. Y pasaron la Copa América de Ecuador, las Eliminatorias, las exageraciones…

En la mañana del 22 de junio de 1994, Francisco Maturana todavía se preguntaba por qué diablos estaba metido ahí. Por qué había vuelto a aceptar la Selección, luego de que en el 90 había prometido no volver. Recordó esa reunión en Cali con Carlos Antonio Vélez, Mario Alfonso Escobar, Hernán Peláez, Germán Blanco, Juan José Bellini y Ricardo Alarcón. Y recordó aquel “sí” que les dio. A ellos y al fútbol de Colombia. A ellos y a una aventura que terminaría en tragedia.

Juéguela al 22

El fútbol es como la vida. Al fin y al cabo, hace parte de la vida. Y en la vida vale muchas veces más la actitud que el talento. Colombia siempre tuvo el talento, pero jamás encontró la actitud necesaria para enfrentar situaciones difíciles. O no pensó en ella, que es peor. La historia del fútbol no está hecha de grandes equipos plagados de genialidad. Está hecha de grandes equipos plagados de actitud (positiva, se entiende). Y decir actitud es decir fortaleza mental, generosidad, sinceridad, honestidad. Decir actitud es decir convicción. Por ahí, cualquiera podría decir que el pecado de Colombia en el Mundial fue de convicción. Entonces habría que hablar de una convicción inflada, sin bases ni fundamentos. Y de una convicción real, nacida de la acción. Si Brasil y Argentina y Alemania llegan a los Mundiales siempre convencidos de que deben llegar a la final, lo hacen porque pasadas acciones avalan esa convicción. La avalan y la hicieron posible: con resultados, con títulos, con momentos difíciles superados.

Esa es la historia de la que hablaba Diego Maradona en Buenos Aires el 4 de septiembre de 1993. Cuando Colombia llegó a Estados Unidos con la convicción de que sería Campeón del Mundo, había un error de términos, de palabras. Porque no puede haber convicción sin acción. Y la acción (es decir, los resultados, los títulos) de Colombia siempre fue muy pobre a través de su historia. Fueron los partidos de preparación los que se tomaron como “la acción”. Pero esos juegos fueron una mentira. Entonces,  ¿qué convicción podía haber si no estaba respaldada por hechos, por acciones? En Colombia se equivocaron los términos. Por eso, cuando surgió la primera derrota, aquella famosa “convicción” se desinfló. Y el equipo se cayó. Antes del partido ante Estados Unidos estaba destruido, sencillamente por la ausencia de “convicción”, por la falta de actitud. Si hubiera existido esa cualidad habrían aflorado la fortaleza mental, la honestidad, la sinceridad, la entrega.

No apareció nada de eso, con dos o tres excepciones. Y no apareció porque no existía. Esa falta de actitud, o de convicción, como se quiera, también tocó a Francisco Maturana. Ser grande es serlo en los instantes difíciles. Y Maturana flaqueó en el más difícil, en el que menos podía hacerlo. “No nos podemos amilanar por unas amenazas. Siempre han existido y siempre existirán. Además, el día que quieran hacerte algo no te lo van a anunciar. Te lo hacen y punto”, le había dicho a Hernán Darío Gómez en 1992 para convencerlo de que se uniera a él en la Selección Colombia. Por aquellos tiempos, algunos casetes con frases poco amistosas llegaron a las emisoras y las casas de los dos técnicos para que no se hicieran cargo del equipo. El 22 de junio de 1994 el destino (en realidad, una manera superficial de referirse a la realidad del país) colocó al técnico frente a otras ameenazas. Y el técnico reaccionó de una forma totalmente opuesta a como lo había hecho en 1992. En pleno Mundial, y a horas del juego más importante de su vida, se derrumbó. No sólo accedió a lo que deseaban los terroristas, sino que transmitió su debilidad y su temor al equipo.

Es casi imposible encontrar la razón de su reacción. Pudo ser porque sintió demasiado cerca la amenaza, por el miedo cierto de que algunas vidas corrían peligro. Pudo ser porque con ella, con la amenaza, halló la manera de excluir a un jugador que no lo convencía. Pudo ser porque los nervios de la derrota frente a Rumania lo dejaron sin fuerza… Pudieron ser todas esas razones juntas, y otras, las que lo llevaron a actuar como actuó. Lo único comprobable  de esta historia es que el 22 de junio Francisco Maturana encontró un mensaje en su hotel, que más que mensaje era una amenaza directa contra su vida y contra la de otras personas. Le decían que si no sacaba a Gabriel Jaime Gómez de la alineación que enfrentaría a Colombia con Estados Unidos, correrían peligro su vida, la de Hernán Darío Gómez y la del propio jugador. Maturana habló con el futbolista y con Hernán Darío Gómez y entre los tres decidieron que no pondrían en peligro la vida de nadie. Así, Barrabás quedó por fuera de la titular.

“Todo esto me llena de tristeza y también de dolor. No sé hasta dónde podremos llegar con acciones como esta”, le dijo a la cadena Univisión ese mismo miércoles. Tal era el clima que vivía Colombia el día del juego que decidiría su permanencia en el Campeonato del Mundo. En el hotel, antes de salir hacia el Rose Bowl, se hablaba de todo menos de fútbol. “Yo, la verdad, estoy que reviento. No tiene sentido esto. No tiene sentido que la muerte ande rondando por ahí a causa de un partido de fútbol”, dijo en medio del desorden Andrés Escobar. Cámaras, luces, micrófonos, cables, periodistas, curiosos, hombres oscuros… había de todo en el lobby del Marriot. Y Colombia, por segunda vez en el torneo, y en menos de tres días, era comentario obligado para el mundo. Con la noticia de Barrabás Gómez abrieron todos los informativos del mediodía en Estados Unidos. Especularon, dando a entender que las amenazas provenían de los carteles de la droga.

El viaje hacia el estadio transcurrió en silencio. Ya todos los integrantes de la delegación conocían la noticia. No hubo salsa en el bus ni bromas ni cábalas. En Los Ángeles la temperatura había ascendido a más de 35 grados centígrados a la sombra. Las autopistas y calles que llevaban al Rose Bowl eran una especie de lenta y callada procesión. Por fin, en la cancha, volvieron a surgir los gritos y las barras de la afición. Al público colombiano poco le importaban los pormenores de la situación, le importaba la victoria. Nada más que la victoria. Muchos habían pagado millones (dependiendo del plan, cinco, siete o diez millones de pesos) para llegar hasta Los Ángeles desde Colombia a acompañar al equipo. Otros se habían trasladado desde distintos puntos de Estados Unidos para ver a la Selección que les daría la alegría más grande de sus vidas. Todos ellos estaban en el Rose Bowl, o por los alrededores, desde muy temprano. Era una tarde muy similar a la que habían vivido el sábado 18 de junio.

La rutina del vestuario fue diferente ese día. Era una rutina vacía de sentido, una rutina que se acercaba con peligro a su real significado en el diccionario. El eco, entre tanto silencio, retumbaba más fuerte, y cualquier sonido se repetía mil veces. Maturana comenzó la charla técnica con la voz casi apagada. Repasó dos o tres conceptos nada más y se calló. No pudo continuar. Por vez primera en su vida de fútbol no había podido continuar con una charla técnica. Ya el nudo en la garganta no lo dejaba hablar. Ni el nudo en la garganta ni los recuerdos. Tuvo que retirarse. Salir del vestuario a desahogar su dolor. Dicen que lloró, que en un instante se le quebró todo. Dicen que ese dolor se filtró hasta el vestuario. Y que los jugadores supieron por qué Francisco Maturana no había podido concluir con sus indicaciones.

Así salió la Selección Colombia de fútbol a jugar el partido que definiría su clasificación a la segunda ronda del Campeonato Mundial de Estados Unidos. Así enfrentó al cuadro local. El partido, un partido totalmente atípico desde antes de jugarse, fue intenso al comienzo. Mucho nervio, mucha tensión, demasiada presión, hicieron que los colombianos se fueran encima de los norteamericanos desde el primer minuto. Sin orden, sin profundidad, sin tranquilidad. Cada quien intentaba por su lado, como si los 22 encuentros de preparación y los seis de las Eliminatorias (para no mencionar los de la Copa América de Ecuador) no hubieran tenido lugar jamás. Como si los once integrantes del equipo se acabaran de conocer.

Después de los primeros diez minutos el juego dejó de ser intenso. Se volvió extraño. Carlos Valderrama, el eje por donde debían pasar codos los balones ofensivos colombianos, empezó a equivocarse. Nunca se había equivocado tanto Val derrama. De 45 pelotas que recibió durante los 90 minutos apenas jugó bien 14. Menos del 30% de efectividad, para los amantes de la estadística. Lo de Rincón fue similar, aunque con menos contacto. Y lo de Asprilla… Sólo una opción de gol produjo el equipo colombiano en el primer tiempo. Fue en una acción de Anthony de Ávila, quien estrelló un remate en la base del poste derecho del arco norteamericano. Nada más, fuera de los permanentes errores en la entrega y de las ganas por conseguir un resultado por parte de Leonel Álvarez y Andrés Escobar. Nada más.

A los 36 minutos Colombia recibió el castigo por tanta apatía, por tanta equivocación. Estados Unidos, replegado atrás y aguardando el instante preciso para salir en contraataque, fabricó muchas más posibilidades de gol que Colombia. Cuando el juego se puso 1-0 ya habían aparecido tres veces los norteamericanos por el arco de Óscar Córdoba. El destino (otra vez una elegante manera de referirse a la realidad colombiana) quiso que fuera un autogol de Andrés Escobar el que marcara la primera diferencia. Después, otro contragolpe y una falla más de Óscar Córdoba pusieron el asunto 2-0. Lo que parecía imposible para tanta petulancia había llegado. Estados Unidos, un país al que nunca le interesó el fútbol y por el que nadie daba un céntimo, le ganaba 2-0 a uno de los equipos favoritos para obtener el título del mundo. Estados Unidos, un equipo de aficionados (así lo llamaron en Colombia algunos periodistas), sacaba del torneo a una ‘potencia’ llamada Colombia.

Ni el ingreso de Adolfo Valencia ni el de Harold Lozano pudieron revertir la situación. ‘El Tren’ anotó el descuento cuando los minutos se iban. Y ante tanta desidia era imposible que pudiera aparecer el empate. Ese triunfo fue la locura para Estados Unidos, la victoria que necesitaban para que el fútbol ingresara de una vez al mercado. Por eso celebraron tanto; por eso los diarios del jueves publicaron en sus primera planas el resultado y alguna foto en color; por eso en la noche del 22 los noticieros le dieron más de cinco minutos al hecho; por eso la bandera de rayas y estrellas salió a recorrer el césped del Rose Bowl apenas terminó el encuentro. Para Colombia fue el adiós. Esa noche, en la sala de prensa del Rose Bowl, un periodista argentino, Jorge Barraza, dijo que Colombia se había derrumbado porque no había tenido la jerarquía para enfrentarse a su condición de favorito. Y bien, es que la jerarquía es parte fundamental del fútbol. Quizá la más importante. Sin esa jerarquía, o acritud positiva, o convicción (como la llamábamos arriba), son imposibles los títulos. A través de su historia, Colombia jamás ganó “el partido que tenía que ganar”. Es diferente ganar 5-0 en Buenos Aires cuando se necesita un empate y cuando una derrota no significa morir del todo (Colombia, si perdía ante Argentina el último partido de las Eliminatorias, iba a enfrentar a Australia en el repechaje), y hacerlo cuando se requiere esa victoria para continuar con vida.

Esa es la diferencia entre los equipos grandes, los que ganan los campeonatos del mundo, y los buenos equipos. La diferencia entre los ganadores y los perdedores: ganar el partido que hay que ganar. Lo del fútbol de Maturana también se derrumbó, aunque todavía, por ahí, muchos lo defiendan hasta la saciedad. En el fútbol, las victorias dicen la última palabra. Y en USA 94 esa última palabra estuvo muy lejos de la esgrimida por Maturana y Gómez desde 1987. Los equipos ganadores, Brasil, Italia, Suecia y Bulgaria, jugaron a otra cosa. Sus armas no fueron el toque insulso en mitad de cancha ni el reiterado, y por reiterado conocido, cambio de frente. Esos equipos jugaron en bloque, con balón y sin balón. Con jugadores que lo hacían posible pues tenían la edad y el estado físico para correr los 90 minutos sin descanso. Maturana confió en los mismos hombres de siempre; y esos hombres, con el calor del verano norteamericano y la presión desgastante de un mundial, se fundieron.

No pudieron hacer el pressing del fútbol moderno. No pudieron “achicar” los espacios. Regalaron siempre las espaldas, en parte por lentitud, en parte por los años. Sin pelota, Colombia fue un desastre, esa es una verdad irrefutable. Y con ella también. En tres juegos hizo cuatro goles, recibió cinco y creó tan sólo ocho opciones de gol. Sobre los estadounidenses, Maturana había dicho: “Son la gran incógnita, por la sencilla razón de que uno no sabe lo que están haciendo. Al referirnos a los americanos, debemos recordar que son personas que pueden llegar a situaciones insospechadas de motivación. Su público los va a ayudar y, aunque uno no sabe si van a tener un verdadero compromiso con su hinchada, de todas maneras están ahí, como locales. Eso pesa. Han hecho una preparación impresionante, de mucho tiempo,  con cualquier cantidad de partidos de fogueo, contra todo tipo de equipos, incluidos los de alta reputación y ante ninguno han pasado vergüenza. Sin embargo, no han tenido una continuidad en la alineación que a uno le permita decir que los americanos jugarán de esta u otra manera. Realmente, no se sabe cuál es el equipo verdadero porque entra uno y sale otro, no permanecen, y hoy tan sólo su técnico, Bora Milutinovic, sabe lo que tiene en la cabeza. Por esa condición de impredecibles, los americanos son sumamente peligrosos. Más que los otros”.

Luego de la derrota ante Estados Unidos empezaron a surgir toda clase de rumores. Había que encontrar alguna justificación, era urgente y necesaria alguna explicación ajena al fútbol y ajena a la alineación titular de Colombia. Porque, ¿cómo podía explicar un periodista que había pregonado a los cuatro vientos que Colombia ganaría el Mundial, que la eliminación había sido por razones futbolísticas? ¿Cómo aceptar que en realidad no era el superequipo que podía vencer a cualquiera y en cualquier circunstancia? Se dijo que la ausencia de Valencia desde el minuto inicial había perjudicado al equipo, pues con Valencia habrían llegado los goles de la victoria. (Bueno sería recordar aquí que Franz Beckenbauer dijo en octubre del 1994 que Valencia apenas había anotado los goles que cualquier centrocampista regular hubiera anotado en el Bayern Munich).

Se dijo, y tiene que ver con la misma razón anterior, que De Ávíla no había encajado dentro del esquema y que había jugado por sugerencias del cartel de Cali. Se dijo que el árbitro había influido en favor de los locales, precisamente por ser locales. Se dijo también que algunos jugadores habían vendido el partido. Que habían “invertido” en Las Vegas mucho dinero en contra de Colombia, pues para ese juego las apuestas se encontraban en proporción de 19-1 a favor. Es decir, cada dólar pagaba 19 si Estados Unidos ganaba. Este rumor, imposible de confirmar a menos de que los presuntos implicados hablaran, se adueñó de la opinión y terminó por convenirse en certeza. La revista Semana, en su edición del 12 de julio de 1994, afirmó: “Como la actuación de los jugadores dejó mucho que desear, en toda Colombia comenzaron los rumores sobre el posible influjo de los grandes grupos de apostadores, que habrían presionado a los futbolistas por medio de amenazas o de ofertas de dinero para que perdieran el compromiso”.

Ese es un viejo tema, el del fútbol y las apuestas. O el del fútbol y la compra de jugadores. En octubre del 94, un alto exdirectivo del deporte, no precisamente del fútbol,  comentaba en una reunión que habían sido ciertas las apuest. Incluso acusó con nombre propio a tres jugadores que tenían el mismo color de piel. “Pero no tengo pruebas”, dijo. Dos meses antes, un funcionario de la embajada norteamericana en Bogotá había asegurado lo mismo. Cuestión de apuestas o de miedo. Cuestión de nervios o de presiones, lo cierto es que ante Estados Unidos Colombia jugó el peor partido en mucho tiempo. Porque una cosa es entregarse, luchar y perder, aunque sea por el marcador que sea, y otra,  caer vencido sin siquiera hacer el esfuerzo por triunfar. Ese fue el dolor que quedó. Esa fue la duda que nació de aquella actuación.

Lo que llegó después de la eliminación fue lo más parecido al infierno. La comunicación se rompió entre los jugadores y ntre los técnicos y los jugadores. El respeto se esfumó. De repente se habían olvidado todos los conceptos, todo lo que que había hecho grande a esa Selección. De repente se habían refundido los papeles. Nadie mandaba, nadie obedecía. Las declaraciones se salían de tono, las conversaciones eran recriminaciones… Bronca, rabia, dolor, eso era lo que guiaba al equipo. El jueves 23, Freddy Rincón y Harold Lozano se trenzaron a puñetazos en pleno entrenamiento. Una falta de Lozano, común y corriente, provocó a Rincón . En vez de palabras hubo golpes. En vez de cordura, locura. Ni el entrenador ni el preparador físico ni los dirigentes intervinieron.

El sábado 25, Gómez y Maturana también se dejaron llevar por los impulsos, todo porque el segundo no quería que el primero hablara con la prensa y éste había aceptado una entrevista. El domingo 26, día del partido con los suizos, ni siquiera hubo charla técnica en el hotel. No pudo hacerse porque muchos de los jugadores no aparecieron. El último partido fue de trámite. Aún existía la posibilidad de clasificar, pero era muy remota. Los números todavía eran aliados de Colombia. Se necesitaban una victoria de Estados Unidos sobre Rumania y una de Colombia sobre Suiza. Y que los goles también alcanzaran para el promedio. Casi un milagro. En Stanford, un estadio raro, con tribunas de madera, árboles y mucho polvo, los colombianos ganaron 2-0 (goles de Hermann Gaviria y Harold Lozano). En el Rose Bowl de Pasadena los norteamericanos no colaboraron. Fue mejor así, aunque en aquel instante se pensara diferente, porque Colombia no merecía estar en la segunda fase. Después del juego con los suizos el grupo se dispersó. Hubo algunos amagos de conflicto y muchos problemas a mitad de camino. El lunes, Juan José Bellini volvió a hablar.

Dijo que cuatro futbolistas de la Selección no podrían volver a vestir el uniforme de Colombia: Carlos Valderrama, Adolfo Valencia, Faustino Asprilla e Iván René Valenciano. ¿La razón? Habían transgredido todas las normas posibles. Se habían fugado de la concentración y se habían embriagado. Ese mismo día, en la puerta del ascensor del Marriot de Fullerton, Valencia lo buscó para que le diera explicaciones. Discutieron a gritos. El jugador lo llamó deshonesto, mentiroso y mafioso. Si no se fueron a las manos fue porque intervino Francisco Tulande, periodista de RCN. En realidad, a Bellini jamás lo quisieron en el equipo. Cuando llegó a Bogotá, el presidente de la Federación se retractó de todo. Dijo que jamás había dicho tales cosas. Todo quedó igual.

El final ya estaba firmado. ¿Cuándo se firmó? ¿Dónde? ¿Por qué? Todas las respuestas pueden responder los interrogantes. Es que no hay una respuesta. Tampoco hay una fecha. No hay sólo un responsable. Porque no fue una la razón que hizo fracasar al fútbol colombiano en el Mundial de Estados Unidos. Ni fue uno el culpable. En esta historia se mezclaron fechas y nombres, hechos y razones. Se mezclaron los intereses personales con los económicos, los sociales con los deportivos. Y cada mezcla fue una razón de fracaso. Se mezcló el país con el país. El de acá con el de allá. Es que Colombia no podía tener un equipo ordenado, disciplinado, honesto, limpio, talentoso, fuerte. Y no podía tenerlo porque Colombia, el país, no es así.

El lunes 27 de junio un hombre se acercó al hotel Marriot. Dijo que se llamaba Julio Ramírez. Era un hombre más, dolido, herido, frustrado. Un hombre y un país al mismo tiempo. Quiso hablar con Asprilla, pero se lo negaron. Quiso hablar con Valderrama, pero ya no se encontraba. Entonces pidió un papel. «A ustedes la vida les cobrará esta muerte», escribió.

* Este es el capítulo II del libro Pena Máxima, publicado por Planeta 18 años atrás. El primer capítulo está en este mismo blog, en la entrada https://blogs.elespectador.com/elmagazin/2013/09/16/pena-maxima-un-juicio-al-futbol-colombiano-2/.

 

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