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Bailando con ella

 

Fuad Gonzalo Chacón Tapias

Siempre me sucede igual con cualquier canción, Doctor. No espero que comprenda lo que le voy a contar, pues yo tampoco lo logro hacer. No importa el género sorpresivo con el que el disc-jockey embargue el aire de la fiesta o levante el polvo de la pista con los bajos potentes de sus bafles, no depende ni siquiera del compás bamboleante de su rítmica o la métrica milimétrica de sus tres cuartos, ella siempre está ahí. Cada acorde percutido desde la consola escurre su recuerdo diáfano hasta mis oídos y ya dentro de mi cabeza se esconde como sólo ella podría hacerlo, tras los soles y bemoles de la partitura de turno. Al principio me asusté, pero luego me resigné a evitarlo de la misma forma que usted se resignará a curarlo. Por eso le imploro que hagamos un cambio en la estrategia anquilosada con la que suele tratar a sus pacientes, depongamos nuestras banderas de la cordura y lo invito a que compartamos mi locura. Pasemos las horas de consulta sumergidos entre mis relatos de náufrago mientras usted finge interesarse expectantemente por cada nueva aventura que le contaré donde bailo con mujeres que no son ella, pero que en mi mente sí lo son. Yo le pagaré por decirle que estoy loco y usted me cobrará por darme la razón. Pero hágame el contrajuramento hipocrático de que nunca intentará contrarrestar mis alucinaciones lacónicas con medicación alguna, por favor. Entienda que esta es la única forma que tengo para estar con ella y llenar con los rezagos de su memoria el vacío abismal que el silencio  de su ausencia abrió en mi pecho a golpes de dolor.

Esto es lo que me pasa, aunque sea una enfermedad difícil de explicar y peor aún de entender, desde la última vez que la vi perdiéndose de mi vida para nunca jamás tras la puerta infranqueable de su casa en la loma. Todavía guardo en mi retina grabada a fuego la imagen vívida de esa última mirada que cruzamos. Paradójicamente la misma mirada que alguna vez me enamoró, ese día me decía adiós. Ella es una bailarina con nombre de santa, música pura, toda una sinfonía en movimiento. Tenía la delicada fragilidad de un dibujo sin líneas y a la vez la impredecible sorpresa de la última muñeca que descubrimos oculta en una matrioska. Llegó a mi vida con la complicidad de la casualidad, como llegan los buenos augurios. Desde entonces mi mundo binario quedó fascinado por la forma como su torrente de colores hacía saltar en astillas todas aquellas reglas absurdas con las que solía vivir, caí rendido ante el misterio de su existencia, saboteaba e inutilizaba toda mi lógica cuando la tenía cerca… Me supo atrapar. Le encantaba dormir acompañada por el ruido sincrónico de la lluvia sobre el tejado, toda una costumbre de ninfa ateniense, y yo encontraba la paz que mis días caóticos necesitaban sólo con verla dormir. Pasé varias noches de constante vigilia al lado de su cama cuidando que nada fuera a perturbar sus sueños, fueron largas jornadas de batallar contra las perturbaciones del amanecer, pero su sonrisa milagrosa a la mañana siguiente era la recompensa suficiente para mis ojeras taciturnas.

La primera canción que bailamos fue una que nunca existió, sonó sin volumen en una noche despejada mientras caminábamos por una calle de ningún lugar, el cómo llegamos a coincidir en aquel remoto e inhóspito espacio todavía no lo tengo claro, llámelo destino si quiere. Una luna gigante guiaba los pasos que dábamos por la carretera abandonada mientras ocultaba los que íbamos dejando atrás. Esa luna nos persigue desde siempre y fue la única testigo presencial del primer beso que nos dimos en el lago tiempo después. Fue cuando en un repentino acto de coraje suicida que sólo los amantes desesperados entienden la tomé de la mano y le propuse que bailáramos, una sencilla idea que más era un disparate intempestivo de locura, pues todos saben que los escritores padecemos dos pies izquierdos. “Pero no tenemos música” fue lo único que me dijo cuando sorprendentemente, contra todo pronóstico y sin mucha dificultad accedió a seguirme la corriente en mis delirios callejeros de esa noche trémula de marzo, “No te preocupes, no la necesitamos”. Entonces se deslizó entre mis brazos con la misma gracia del agua que se esfuma entre los dedos, mientras yo intentaba contener tal derroche de esplendor ante el cual mis rodillas aún hoy no pueden reaccionar. Pero no importaba la torpeza de mis zapatos en ese instante, sólo con verla girando yo era feliz, una felicidad distinta a la que la demás gente cree sentir, ésta era de verdad. Ambos allí, en la mitad de la noche danzando como perfectos idiotas al son de una melodía que sólo los dos conocíamos, y fue con esos segundos de ruidoso silencio cuando entendí que la necesitaba, a ella, a su risa que me desarma, a sus besos que saben a vino tinto y a sus lunares que alguna vez tuve la precaución de cartografiar por si acaso eventualmente me perdía entre ellos.

Esa es mi maldición, Doctor. No importa la hora que sea, el lugar donde me encuentre o a quién tenga enfrente, cuando bailo los ojos se me cierran en un bizarro instinto que no logro atajar y la veo a ella de nuevo, sonriéndome desde lo más profundo de mi nostalgia, al tiempo que me hipnotiza con los hoyuelos de sus mejillas que sabe que me fascinan. Una y otra vez, caen mis párpados, olvido el estruendo sórdido de la fiesta, ignoro las contorsiones provocativas de mi compañera de pista y vuelvo a aquella noche, a aquella calle, con aquella luna sólo para bailar con ella nuestra canción, la que no tiene letra, la que no tiene notas, la que simplemente nos tiene a los dos. Entonces terminan los acordes que me transportan a su encuentro y vuelvo a la realidad, abro los ojos lentamente mientras me despido de ella hasta la próxima canción donde nos veremos de nuevo en el lugar que sólo  ella conoce. Mis amigos se burlan de mí porque dicen que a veces parezco estar bailando sólo, yo me burlo de ellos porque no comprenden que nunca estoy sólo, ella siempre es mi pareja. Ella es la única con la que quiero bailar.

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