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El día que me echaron del colegio

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Juan Carlos Gómez Becerra

El día que me echaron del colegio le dije al rector que prefería ser un joven complicado y no un anciano de mierda, me fui zapateando y en la noche escribí “hijos de puta” con pintura roja en la entrada del plantel. Mi tío Leonel me dijo si no va a estudiar, busque trabajo, porque yo no quiero zánganos en mi casa. Un día pasé la hoja de vida en un restaurante y me llamaron al otro, venga mañana a las nueve y media.

Cuando iba llegando vi muchas personas en la entrada del restaurante. Me acerqué y supe, por los comentarios de la gente, que habían asesinado a una persona. Una niña dijo es que ese viejo era muy amargado. Otra niña dijo sí. Intenté meterme entre la gente pero me sacaron a gritos. Por la manera de hablar del tipo de camisa roja supe que era el mismo que me había llamado para la entrevista. Me acerqué, y después de decirle mucho gusto, soy Carlos, vengo para el trabajo de mesero, me dijo, señalando el local de la esquina, el restaurante es allá.

Por la confusión llegué cinco minutos tarde. La dueña del restaurante, que tenía mi hoja de vida en las manos, dijo que yo no era Carlos, cuando le dije mucho gusto, soy Carlos… Entonces le expliqué lo de la foto. Le dije que fue un error. Que sin querer mi primo Ernesto puso su foto en mi hoja de vida. Ella, con voz de hombre, dijo está bien, pero además de atender las mesas y de velar por la seguridad del local debía lavar platos después de cada turno.

El problema comenzó cuando la dueña se enfermó de los riñones y no pudo seguir administrando el local. A ella le gustaba mi trabajo y todas las noches, después de lavar platos, me daba comida gratis. Pero aquello terminó y en su lugar llegó David. Don David, quien consideró necesario ampliar mis labores en el restaurante. Según él, había mucha gente detrás de mi puesto y ello ameritaba un aumento, pero en trabajo.

Trabajé en el restaurante más de lo que me esperaba, mi tío murió de tuberculosis y, después de 12 años, me compré una moto. Un día se me quemaron los pasteles de pollo. Otra vez. Entonces me echaron. Estaba tan cansado que no puse ninguna objeción.

Mientras buscaba empleo acepté que pasé más de diez años lavando platos y limpiando mesas. No había estudiado nada, no me había casado con nadie, solo tenía una moto y ahora me encontraba en medio de una de las tareas más detestables de la vida humana: buscar empleo.

Pasó el primer mes y yo seguía sin trabajo. Las cifras de desempleo en los noticieros del país eran esperanzadoras. Tal como lo prometió el presidente, cada vez había menos desempleados. Pasaba por los sitios a los que fui con mi hoja de vida y, sin duda, habían contratado a otra persona. ¿Por qué no me contrataban a mí? Ni con la foto de mi primo Ernesto.

Mis ahorros fueron disminuyendo más rápido de lo que había creído. Tuve que empezar a fiar en la tienda. Fue el primer síntoma de mi muerte. Como si tomar la decisión de abrir una cuenta en la tienda fuera aceptar a cuotas el pagó de mi muerte. Quise, en vano, multiplicar la plata. Visitaba los casinos y apostaba el chance. Pensaba que los milagros existen y me aferraba a Dios porque creía que aunque todo el mundo me diera la espalda Él no haría lo mismo conmigo. En las noches, como me costaba tanto dormirme, pensaba en lo que haría en caso de que me ganara el Baloto.

Pero lo único que logré apostándole a la suerte fue disminuir mi dinero. Con la racha vino el racionamiento. Se me acabó la crema dental y el jabón. El cajón de las provisiones estaba vacío. Dejé de comer tres veces al día y, con el fin de ahorrar agua, solo me bañaba de vez en cuando. Mi apariencia se fue tornando agresiva. Me cortaron los servicios, perdí mis documentos, me embargaron y dejaron de fiarme en la tienda.

Desesperado, decidí pedir otra oportunidad en el restaurante. Le dije a David:

—Señor David, todos cometemos errores.

Él terminó de empacar un pastel, me miró por encima de las gafas y me dijo, sonriendo:

—    …

No me dijo nada.

Camino a casa decidí culparlo por mi muerte en la carta que escribiría minutos antes de colgarme del cuello con un lazo:

“Nada de esto habría pasado si el señor López me hubiera dado otra oportunidad”.

Mientras hacemos el nudo para colgarnos del cuello a la viga del techo por medio de un lazo pensamos en lo que ha sido de la vida. Tratamos de entenderlo todo, como si no quisiéramos que aquello volviera a repetirse. Acepté que había sido muy malgeniado. Desde pequeño cometí errores graves por culpa de mi temperamento. De haber seguido estudiando tal vez las cosas serían diferentes. Siempre fui muy descuidado con mi tío Leonel. Nunca me tracé una meta. No conocí a mis padres, pero sabía que al igual que mi tío Leonel, fueron unos fracasados. Reconocí que no era el desempleo lo que me había llevado al suicidio. Que no eran ellos. Era yo mismo. Iba a hacer falta más que un empleo para salir de la crisis. No había salida, sencillamente. 

 

 

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