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Sin censuras

7 días en la habana
/Rézo Films

 

Fernando Araújo Vélez

De día jugaban a los soldaditos buenos y malos, y los buenos eran los revolucionarios que luchaban contra el ejército de Fulgencio Batista y cientos de infiltrados norteamericanos que llegaban a Cuba y no dejaban de llegar. Les pintaban barba y gorras, al estilo Fidel Castro y Che Guevara. Los ponían a hablar de ideales, de futuro, de lucha, de igualdad, y los vestían de triunfadores. De noche, aquellos mismos niños y muchachos se reunían en una habitación por determinar, cerraban puertas y ventanas, tapaban las hendijas con sábanas y camisas, y encendían una vieja e inmensa radio en la que sintonizaban Radio Rebelde, la emisora desde donde los “barbudos” contaban cómo iba la guerra, qué pasaría en adelante, cómo debía comportarse el pueblo y por qué, para qué y para quiénes arriesgaban la vida.

Los fines de semana jugaban a hacer cine, y cuando podían buscaban a Tomás Gutiérrez Alea y Julio García Espinosa para ayudarles en sus películas, rudimentarios documentales clandestinos que intentaban mostrar la realidad social que vivían los cubanos con el régimen de Batista. Por aquellos años, 1955, los censores del Gobierno les habían confiscado un mediometraje a Gutiérrez y a García, El Mégano, pues, afirmaban, era un panfleto que incitaba a los jóvenes a la violencia política. Ellos, sin embargo, no claudicaron. De una u otra forma se convirtieron en el brazo cultural e ideológico de la Revolución. Habían estudiado con Cesare Zavattini, y estaban convencidos de que el cine debía ser algo más, mucho más que una trama, y a su manera pretendían acabar con la moda del cine-diversión-rumba-sensualidad que había imperado en Cuba durante los 40 y 50.

Con la Revolución, el cine de Cuba se volvió cine de compromiso, de ideología, de propaganda, incluso. La mayoría de las películas llegaban desde la Unión Soviética, Polonia, Hungría, Checoslovaquia, igual que los equipos para grabar y producir. Así, aislados del otro mundo, sin influencias “occidentales”, los cubanos formaron su propia estética y su propia manera de narrar. Fundaron el ICAIC (Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos), donde varios de aquellos niños que jugaban al cine se hicieron cineastas, y crearon la escuela de cine de San Antonio de los Baños. Filmaron, experimentaron, trascendieron, pero también censuraron a quienes pretendieron mostrar a una Cuba demasiado ebria, rumbera y prostituida, como Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante con su documental PM, un recorrido por La Habana de noche que llevó a Fidel Castro a decir: “A favor de la Revolución, todo; en contra, nada”.

Algunos de los niños que jugaban a los soldaditos en los 50 hicieron parte de la película Siete días en La Habana, como guionistas, como extras, productores o asesores, y colaboraron para mostrar parte de La Habana de hoy en siete días, con sus noches, su música, sus tragos, la prostitución, uno que otro travesti, una que otra sesión de santería, amor, desamor, béisbol y más música. Sin cortes, sin recortes, sin censuras.

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