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Futbolín desde el vomitorio 507

Crónica del Real Madrid 1-Barcelona 1, por la Copa del Rey

Nelson Fredy Padilla, Madrid

¡Abróchense los cinturores!, juega el Barcelona. Y si es contra el Real Madrid, prepárense para una batalla de las Termópilas, sería el anuncio del gran cronista mexicano Juan Villoro para el máximo clásico del fútbol mundial, como si la sola presencia de los dos clubes más poderosos y los dos jugadores más admirados garantizara un final feliz. Pero en el deporte, como en la vida, los desenlaces deprimentes resultan más interesantes, como le gustaba describirlos al melancólico Ernesto Sabato desde la tribuna de Estudiantes de la Plata. Eso pasó el miércoles 30 de enero de 2013 durante la semifinal de la Copa De «Su Majestad» el Rey, en el Santiago Bernabéu. «El mundo se paraliza para disfrutar estos partidos», dijo en la antesala Jose Mourinho, el técnico madridista, casi siempre el ogro de la historia.

Desde el domingo toda la prensa local e internacional hizo eco de los récords que saltaban a la cancha: Ronaldo acababa de meter tres goles en el más reciente partido de liga, había superado los 300 en su carrera, 179 en 176 partidos con el Real; Messi hizo cuatro el fin de semana anterior, pasó de los 200 con 11 partidos consecutivos marcando y aspiraba a meter al menos uno en este encuentro para alcanzar la marca de Di Stéfano: 18 goles en los clásicos de merengues contra azulgranas. Duelo de titanes con el tenor madridista Plácido Domingo como telonero. Hala Madrid!

Imposible resistirse ante tanta ansiedad si uno es amante de este circo y está en la capital de España. Para asegurarme una buena silla y evitar ser víctima de los revendedores, pedí acreditación pero a última hora la oficina de prensa del Real me avisó en el mismo estadio que era preferible darle mi cupo a un canal de televisión europeo que a un periódico. «¿De dónde?», me preguntó. «De Colombia», le repetí. «Lo siento, es un partido de alto impacto y debo darle prelación a la lista que me pasa Mediapro», una de las tantas empresas que participa de la feria de millones que esto mueve. El partido estaba por empezar y me alejaba resignado cuando vi la desesperación de un par de revendedores. Me acerqué, conteniendo las ganas, y me pidieron 200 euros por una boleta de 140. «No, gracias». Rebajaron hasta 150 y estaba a punto de pagarla cuando otro desesperado la rapó por 160. Quedaba una del anfiteatro lateral oeste, lo que en Colombia llamamos gallinero. Junto al vomitorio 507, aquí todavía usan ese término heredado de las puertas del coliseo romano. Precio: 55 euros. «Joder, tío, pero dame al menos diez más para aguantar este desempleo» (¡26% en España!). «Bueno, pero si me acompaña hasta la puerta de acceso por si la boleta es falsa». «Que no te voy a estafar, hombre». «Soy colombiano, hincha prevenido».

La máquina la acepta y un guardia de la puerta C me dice que vaya por la espiral hasta que las escaleras se acaben. De la emoción no subo por las eléctricas, pero a la mitad del camino debo usarlas para regular la respiración. Cuando creo haber llegado, me señalan que suba dos niveles más por unas angostas escaleras de un color naranja encendido. Nunca había estado en un lugar tan alto en un estadio, a seis filas del techo aunque no tan lejos como uno se siente en el Campín de Bogotá. Elevadísimo sobre la cancha, parecido a la tribuna vertical de La Bombonera del Boca Juniors, pero tal vez el doble en tamaño. Tuve dos sensaciones: una como cuando se dispone el cuerpo para un partido de futbolín, con dominio sobre la caja de madera y los jugadorcitos, y la otra de mareo al recordar que el médico me recomendó no frecuentar las alturas, al menos mientras termino el tratamiento contra el vértigo periférico. Cerré los ojos, respiré como me enseñó en las terapias y me convencí de que iba a disfrutar del mejor futbolín del mundo, así no tuviera los controles en mis manos.

Lo que pasó aquella noche lo vieron millones de personas en todo el mundo y, sin embargo, lo que yo vi pareció no percibirlo mucha gente: no un partido de vértigo, sino uno intrascendente. Los fanáticos salieron dichosos y al día siguiente la televisión española analizó «el duelo que engrandece al fútbol». El titular que más me confundió fue el de la primera página del diario As: «El mejor fútbol del mundo», con un subtítulo de «todos lucharon como fieras». ¡Mentira! No sé si la altura o la alta temperatura que emiten los calentadores de techo del Bernabéu en época de invierno me afectaron el juicio. Lo que vi fue un partido en el que ni el Barca jugó como el mejor equipo del mundo ni el Madrid como su mejor oponente. Un Messi apático, insípido, sin ambición, así haya hecho un par de buenas diagonales y rescatado el balón para el gol de Fábregas. No se echó el equipo a la espalda, como sí lo hizo Iniesta, el único barcelonista al que el Bernabéu aplaude cada vez que ilumina el juego. Cómo la para, cómo mira sus fichas, cómo danza con el balón; crea por el centro y por los laterales; compone y arma la partitura para que los demás la sigan, así digan que el director de orquesta es el argentino. Esa elegancia me recordó a Zidane, a Federer, a esos deportistas que subliman un deporte con su estilo.

Y Ronaldo; mucha técnica, buena voluntad y poco efectiva «la velocidad de guepardo y la elegancia de gacela» que los madridistas le atribuyen. Él mismo había advertido: «Tenemos que jugar bien porque el Barca es un equipo fantástico». Los demás, blancos y rayados, claro que desde tan arriba los veía más como títeres por los guayos coloridos, fueron juguetes de reparto a excepción de Varane, el francés de 19 años que salvó la dignidad del equipo local con un golazo de cabeza cuando Ronaldo se había dado por vencido, Benzemá se había ido al camerino con la pólvora mojada e Higuaín se movía como pieza de otro juego, y Varane lo volvió a salvar varias veces cuando le quitó de los pies balones claves a la avanzada culé.

Aparte de su majestad Iniesta, Piqué fue un profesional. Vi chispazos del piloto automático del Barca cuando acaricia el balón a un toque, chispazos del Madrid letal para el contragolpe, el pase a la espalda, el cambio de frente; chispazos del alemán Ozil al que también le falta liderazgo así sea un dechado de técnica y haya puesto el centro para el gol. Hacía tiempo no asistía a un empate tan justo, tan justico. No vi el espectáculo por el que hubo miles de aficionados que pagaron boletas de 400 euros. Desde las alturas vi la magnitud del negocio de las apuestas dominado por la propaganda de la marca bwin. Hubo aplausos inmerecidos desde las tribunas para una batalla en nada comparable a la de los gladiadores persas y griegos de las Termópilas.

Luego había que esperar a que los de las mejores butacas, los que pagaron más y vieron más, salieran por los amplios vomitorios del Bernabéu. Entonces bajé despacio, agarrándome de las barandas, sin mirar al profundo vacío del estadio casi desocupado, descendí con más decepción que dicha por haber asistido a uno de los eventos contemporáneos de los que alguna vez hay que ser testigo. En un entrepiso hay un mural fotográfico en homenaje al mejor Real que he visto, el orquestado por Zidane en 2002 para ganar la Champions League. Cuando llegé al nivel de la tribuna VIP miré el hermoso césped verde y ya lo recorrían cuatro grandes podadoras. Borraban el rastro del que se vende como el mejor fútbol del mundo.

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