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El regreso

marabc.tumblr.com
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Carlos Orlando Posada Ortiz

El viaje fue expectante pero tranquilo. La gente dormía con placidez, relajada. Los paisajes eran hermosos, se sentía la frescura de la naturaleza con solo mirar por la ventana. Pensaba tantas cosas recostado en la silla, y me daba cuenta de que la carretera era como un túnel, que nos tragaba con su paladar de nubes blancas y bordes azules. Su silencio nos envolvía en una paz que flotaba en el duermevela de la tarde.

Pasamos caseríos que parecían abandonados, y quedaba ahí, en el recuerdo del tiempo, la paz de sus gentes en los tejados polvorientos de sus casas. Kilómetros de asfalto pasaron a través del parabrisas y a lo lejos aparece la ciudad, paraíso de mi juventud, recuerdo de amores, aventuras, amigos, ideas revolucionarias y de familia que envejecen, sueñan y esperan las bendiciones que la vida otorga. Veo construcciones que son reliquia de la ciudad; el Sena, el Estadio y Barrios de la periferia. Nos acercamos al sector donde está la casa de mis progenitores, una alegría tenue comienza a recorrer todo mi cuerpo.

El bus avanza por las calles solitarias del medio día, por donde caminan solo los perros callejeros famélicos en busca de su festín diario; como un carnaval llega a mi memoria todo el paisaje de otros tiempos, etapa de mi vida en la que íbamos a futbol pletóricos de alegría sin miedos ni discriminaciones. Lo importante era divertirnos, reírnos, disfrutar del partido, compartir las emociones del encuentro, hacer la colecta para comprar la fritanga de doña Beatriz y sentirnos como enanos en medio de los adultos que discutían y organizaban el equipo sintiéndose técnicos.

Me levanto de la silla. El movimiento del bus me hace tambalear, pero sigo hacia el conductor ¿Me puede dejar por acá?, le pregunto.

Mirando al frente veo cómo el bus se va deteniendo, me apeo y camino para llegar a la casa que está cerca de la esquina,  golpeo con una moneda que llevo en la mano, tan – tararan- tan- tan – el sol es canicular, comienza un sudor que abraza mi cuerpo, no es fastidioso, es emocionante, acogedor. Espero. Se oyen pasos desde adentro, rápidos y seguros, que avanzan hacia la puerta. Nadie pregunta, alguien solo comienza a quitar seguros para poder abrir y al hacerlo se oye como si la puerta  fuera a desprenderse del marco de la pared, las ventanas de vidrio y el resto del metal quedan en silencio al abrirse.

Nos miramos sin saludarnos. Es un saludo casi telepático. El  asoma la cabeza y su mirada recorre toda la calle de arriba abajo, está sola, no sopla el viento, el árbol de la acera está quieto. Yo hago lo mismo y el calor parece que evapora la tierra. Llegan imágenes que llenan mi memoria; jugábamos futbol, corríamos, sudábamos y quedábamos despatarrados en el pasto de un pequeño jardín donde reíamos y repasábamos todo lo que hicimos.

El aire que exhala la casa es fresco e invita a seguir.

Entro. El olor a casa de bahareque brota de lo más recóndito de mi mente, están mis padres, los amigos, hermanos y empleados, es un destello del pasado que termina cuando la veo; está sentada en la silla mecedora, es ella la Matrona, la que todos respetan, la que los vecinos y amigos admiran, con sus manos entrelazadas sobre el canto de su falda, me acerco y la beso en la frente,  su piel es tersa y suave pero no está,  me mira con sus bellos ojos que están tan abiertos, parece que se fueran a salir de sus parpados, de sus pestañas, no son tristes, son hermosos,  llenos de vida, llenos de amor con preguntas que aún no expresa y su sonrisa angelical, limpia y sin resentimientos con el amor maternal al ver el niño aquel que estaba perdido; pero no estaba perdido, no lo encuentra en su memoria, la isquemia cerebral lo ha suprimido por un tiempo no determinado mientras recuerda, la veo y pienso. “No te vayas a ir sin despedirte, no te vayas todavía sin darme una caricia, no sabría qué hacer sin ese recuerdo, me enloquecería en el mundo de mi dolor, en la tristeza de mis sueños muertos, de mi ilusión perdida, pensaría solo en el tiempo que deje de estar junto a ti, esperándome con tus ojos viejos y tu piel marchita sin poder apreciar toda tu belleza ”.

Su sonrisa se va  apagando.

Ahí estaba mamá, noventa años después de su primer grito de vida, impávida como mirando el mundo por primera vez, sus encantadoras manos ahora lentas, sus dedos arqueados por la artritis; recorren su escasa cabellera con gesto de vanidad femenina, se acicala y acaricia con sonrisa seductora, no habla pero su feminidad se siente, se palpa cuando mira con sus hermosos ojos color café llenos de ganas de vivir, de no desfallecer al balbucear palabras que emite en su leve  cordura.

Volvió su cara. Con su mirada me dijo que todos estaban ahí, hasta los fantasmas de los que se habían muerto. ¡El viejo!, el gran amor de su vida, quien le pide que se vaya con él pero rechaza su petición. Vi en sus ojos los laberintos anclados de su nueva vida, la vi empotrada en su testarudez de vivir, la fiereza de luchar como siempre lo había hecho, sin protestar a pesar de la estrechez económica, sin culpar a nada ni a nadie, nunca renegó, sufrió sin dejar caer una lágrima, sin derrumbarse ante los avatares de la vida.

Volteé y vi la habitación taciturna, llena de luz tenue con sombras de pensamientos tristes y esperanzas quedas. Siento a mi alrededor miradas expectantes e inquisidoras. No estábamos en su memoria ya cansada, no había los dolores de los diez y seis partos, los llantos al nacer, las risas que la llenaron de alegría, quería descansar y nos veía con nuestras miradas tristes; todos ahí reunidos en un rito de sanación, la expectativa cambia al verla en ese estado.

El golpe es fuerte, se siente en nuestros ojos que dejan de brillar al hundirse en el mar de lágrimas que no dejamos desbordar y los retenemos en el nudo de las gargantas, lo ahogamos para no mortificar su silencio. Nuestro pecho se aprieta y el corazón se compunge, duele y quiere explotar y no lo dejamos, nos ensimismamos en nuestro dolor, hablando solo para que ella no sintiera la angustia de nuestras voces, tratando de transmitir alegría, queriendo desaparecer el dolor en este momento estoico que estamos viviendo.

La casa se siente vacía, hay una soledad indescriptible, falta su energía, su fuerza no está, solo su cuerpo, que cubre una parte efímera de la sala, en la silla donde se mece para tranquilizar el tiempo y el espacio en que vive.

Es un encuentro de abrazos y risa, la casa se llena de alegría, con pequeños grupos que se forman a medida que van saludándose, equipajes, hijos de los hijos que corren y buscan un sitio para acomodar sus pertenencias. Nos disponemos a pasar la noche en el mejor sitio del mundo, “El hotel mama”. Sonidos de ollas, huele a tinto, a chocolate, la luz del sol irrumpe por toda la casa, murmullos, risas de las mujeres en la cocina, en la sala. El desayuno es un despelote, cada uno lo hace a la hora que se levanta. El almuerzo es la comida en la que todos nos reunimos para compartir, hablar de las anécdotas y cada una de las cosas que nos pasaron cuando éramos muchachos, todos nos reíamos, con ojos llorosos y señalándonos y así continuamos por un buen rato, cuando aparece la mamá, en su caminar lerdo de párvulo empezando a dar solitos, con dos de sus hijos a cada lado dándole aliento para que llegue hasta el comedor, todos la miramos, la animamos para que tomo el taburete de la cabecera del comedor, no habla, solo sonríe, nos mira como contándonos y balbucea “Estoy feliz de verlos a todos contentos”. Busca con su mirada la comida que huele a sancocho, todos miramos cómo la hija levanta la cuchara y ella abre la boca, que ya no tiene dientes, para recibir con agrado su alimento. Es alegría y siguen las risas, ya no hay aflicción y nos liberamos, comemos tranquilos y es un festín, como cuando éramos niños.

El ambiente de la casa se torna opaco y taciturno. Ya comienzan las despedidas. Fueron tres días de risas y charlas, se sentía el vértigo del ir y venir, caricias y mimos para la maye, la primorosa, doña rosita, mi teniente, y la matrona, todos le colocaban un adjetivo según su forma de quererla, admirarla y sentirla.

La veo y su aspecto comienza a cambiar, se va quedando con su soledad, todo vuelve al vacío del silencio. Pienso en el regreso. Vuelve a su alcoba con los fantasmas que ella ve, con los que conversa, con los que comparte todos los días y le susurran; ven con nosotros que aquí también eres madre, esposa e hija…

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