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Un relato. Un viaje

Escena del señor de la Pizza cortada

Adriana Marín Urrego

Me pidieron que contara una historia y la voy a contar. La mía, puede ser, o la de otros. Al fin y al cabo las historias casi nunca son de una sola persona. Voy a contar la historia de los 10 días en Chile de una colombiana que viajó sin saber muy bien a dónde iba, sin tener muy claro a lo que se iba a enfrentar. Es la historia de una colombiana que no es actriz, no, pero que por cosas de la vida terminó en una compañía de teatro que se ganó una convocatoria para un encuentro teatral en Chillán. Una ciudad de la que, le da pena confesar, nunca había escuchado hablar, y a la que terminó yendo sin esperar nada y sin saber nada. Aunque tenía noción de que no iba a tener las comodidades de un hotel pensó que, por lo menos, iba a tener acceso fácil a internet, porque la no-actriz había pedido permiso en el trabajo para ir a actuar y debía responder con algo, así fuera en las noches. (Eso pensaba, que iba a tener tiempo para escribir).

Mientras se ponía la camiseta negra con el logo de la “Compañía Goyenechus” y doblaba su sombrero vueltiao para meterlo en la maleta, pensó que era increíble estar en esa situación. Nunca hubiera imaginado estar a punto de viajar con una compañía de teatro, identificándose con una camiseta como parte del grupo, ni mucho menos llevar un sombrero que gritara “soy colombiana”. Nunca había sido patriótica de mostrar. Además, el esfuerzo que se había hecho para llegar a ese punto, no lo había hecho ella: era fruto de 13 años de trabajo. Sólo llevaba 6 meses actuando con la compañía.

(El extrañamiento mayor, sin embargo, vino luego. Cuando tuve que llenar el formulario para la entrada a Chile. ¿Profesión? Jóse me mira y me dice ‘Yo soy actor’. Yo no sabía qué escribir: ¿actriz? ¿literata? ¿periodista? Terminé escribiendo actriz /periodista, aunque en el fondo no me sintiera con la autoridad de ‘ser’ ninguna de las dos. Ninguno se dio cuenta, para ellos su profesión era clara: llevaban su vestuario y su experiencia. Yo llevaba, además, el peso de vivir y de contar, de ser la que vive y la que sostiene la libreta para anotar lo que se vive. Sentía que me tocaba vivir, a veces, en tercera persona. Por eso el ‘ella’.)

Llegaron a Santiago de Chile a las 6 de la mañana, un miércoles 9 de enero. Tomaron (porque allá no se coge, eso es otra cosa) un taxi, que en realidad era una busetica, y fueron a parar directamente a la estación de buses. De ahí salieron a caminar, habiendo guardado las maletas en la custodia de la estación. En la busetica, mientras miraba por la ventana, iba cayendo en cuenta de dónde estaba. Ya sin la angustia de inmigración y la revisión de maletas, se emocionó: estaba en Chile. La ciudad, Santiago, en una primera mirada, le pareció bonita: grandes avenidas, poco tráfico a esa hora de la mañana, el chofer amable repitiendo numerosas veces que sí, que Chile no es como Argentina, que acá es seguro, que no tienen de qué preocuparse.

Sin saber muy claramente por qué, la estación de buses le recordó a las estaciones de metro francesas – no es que haya estado en muchas tampoco – pero no había duda de que era latinoamericana. Tenía todo su sabor. Un indigente acostado en el piso y en los puestos de comida que apenas abrían resaltaba, más que la comida que iban a vender, una ¿salsa? verde que se le sobreponía. Salieron a buscar desayuno y las calles por las que caminaron se alejaban cada vez más de la impresión europea y se acercaban paulatinamente a la idea de “no le hagan caso al taxista y mejor cuiden sus pertenencias”. Pasaron por un puesto de tintos con el letrero de “Star Wars Coffee”, simulando el de la compañía norteamericana Starbucks, colgado de una reja. No había duda: estaban en Latinoamérica.

No vio nada que la impresionara o que hiciera evidente el ‘máximo’ desarrollo económico que creía que iba a encontrar, todo le parecía una fusión latino-europea, más latino que europea. Tal vez fue la zona por la que caminaron o lo que se alcanzaba a ver desde el mirador del zoológico al que fueron, pero no vio ningún edificio que la impactara, no le dio la impresión – tampoco – de que la calidad de vida fuera mejor; los caminantes y los asistentes podían ser perfectamente colombianos en un día de calor y la seguridad, a pesar de la insistencia del taxista, tampoco se sintió distinta: los intentaron robar dos veces.

Todavía les esperaba un viaje en bus y, aunque cansada como estaba, anhelaba dormir en cualquier tipo de asiento, no esperaba lo que encontró: un bus con sillas completamente reclinables y acolchonadas, cobijas y almohada. Un escenario mucho más cómodo que el del avión en el que había viajado. Cuando estaba allí, recostada, entró un grupo de hombres hablando muy fuerte, uno de ellos no pronunciaba muy bien el español y los otros hablaban tan rápido que no se les entendía nada. Supuso que los que hablaban rápido tenían que ser chilenos y que el otro hombre, por el acento, era tal vez francés. – Artistas, pensó, no van a dejar dormir –. Se le olvidaba que también era uno de esos artistas.

El dichoso francés hacía parte de una compañía que se hacía llamar Bosangani Company y lo primero que supieron de él era que cantaba. No era francés, era del Congo, y era un director andante, que no tenía casa en ningún lugar. Iba de acá para allá, de un país a otro, ‘recolectando’ actores para armar un grupo, montar una obra y luego partir a nuevas tierras. Cantaba cosas de su país, con tambores y juegos de sonidos cuyo significado no entendía nadie. Era desde ahí que actuaba. Desde su canto, permitía que los sonidos llegaran y lo llevaran a expresar una emoción. Algunos dijeron que no sentían que él les transmitiera nada, pero a ella sí. Cuando hizo el intento de dejarse llevar por la música, se le erizó la piel y logró sentir el dolor. Le gustó la experiencia, pero esto fue después. Mientras estaba recostada en ese bus, sólo pensaba que aquel negro escandaloso no la iba a dejar dormir. Durmió, no obstante, todo el trayecto, hasta que abrió los ojos en Chillán.

La ciudad era más pequeña que Santiago. Ellos llegaron muy temprano a la “Villa del Teatro”, donde todos los artistas estaban dormidos. La reunión se había organizado alrededor del teatro, pero por las noches se convertía en mucho más que eso. En piscos con Coca-cola, cervezas o vino blanco servido en melones raspados, en sonidos de tambores, de ukeleles, de pitos y de guitarras. Por eso estaban dormidos. El ambiente de la Villa, un internado ubicado en el campo a 15 minutos del centro de Chillán, se prestaba para este tipo de cosas. No había internet ni tiempo para escribir y, aunque ella se cargó su computador todo el primer día buscando un punto con wi-fi, desistió de hacerlo los días que vinieron. Estaba en un pueblo grande, sin internet, que hacía su siesta a las 4 de la tarde. No iba a dañar su espalda por eso. En el fondo, prefirió vivir a anotar. Se hubiera perdido de muchas cosas de haber hecho lo contrario.

(Vivir un encuentro teatral desde su centro te cambia de perspectiva constantemente pues cumples, al mismo tiempo, todos los roles. Primero eres una colombiana que va a socializar con chilenos, argentinos y mexicanos, luego eres el público que va a ver transformados a aquellos con los que socializaste, después eres la alumna de uno de los personajes que viste en el escenario y, finalmente, eres tú misma un personaje y esos otros, que ya conoces de cerca, son tu público).

Durante el encuentro teatral, como en muchos otros, hubo talleres y se vieron muchas obras de teatro. Era la primera vez, sin embargo, que ella veía – todos los días – tres obras seguidas. Supo lo que era ver teatro desde las 8 de la noche hasta las 12. No puede negar que cabeceó en varios momentos y que se perdió de muchas cosas por no entender lo que se hablaba o el significado de muchas expresiones chilenas. Pero, lo que vio, sin estar muy segura de cómo ni por qué, cambió la percepción del teatro con la que había llegado. Incluso, pudo entender muchas más cosas de la obra que ella misma iba a representar.

Vio cómo, en Chile, se fortalece la idea de un teatro con crítica social y política. Una de las obras que más la emocionó, precisamente, fue El Canto del Cabrón, de una compañía chilena, Colectivo La Calaca. Era una crítica desde lo nacional, una denuncia a la dictadura, al capitalismo, a la religión. Pero no era el panfleto por panfleto, era una obra sentida desde unas creencias firmemente arraigadas, desde un amor por lo propio y desde un deseo porque las cosas vayan mejor. La obra, muy bien estructurada y los actores, impecables. Ella no es chilena, conocía su historia a grandes rasgos y aun así se estremeció. ¿Cómo era posible que lograran transmitir un tema tan denso, con tanta credibilidad?, ¿de una manera tan sencilla?

Después, hablando con los actores (ya no personajes, ya chilenos) pudo confirmar que fueron las convicciones las que llevaron a la obra y no al revés. Todos en la compañía eran jóvenes y estaban totalmente comprometidos con la causa, hablaban del dolor de las desapariciones como si fuera propio y hablaban de Víctor Jara como si fuera su héroe personal. Acá no hay de eso, acá no se hace eso. Acá no hay jóvenes a quienes les duela lo que pasó y sigue pasando, acá no hay jóvenes – o no muchos – que no quieran ‘comer callados’ y que quieran denunciar lo que ocurrió y lo que sigue ocurriendo, de una manera tan honesta. Tal vez es que no se puede. Tal vez es que no quieren, no les interesa.

Por eso ahí, mientras intentaba digerir lo que acababa de ver, entendió muchas cosas de ella, y se chocaron de repente los dos mundos: el académico, en el que se formó, y el ¿real? Le encontró un mayor sentido a la labor de la Compañía Goyenechus: hacer un teatro que le llegue al público y que hable, sutilmente, sobre lo que nadie se atreve a hablar en otro contexto. Sin olvidarse, por supuesto, de hacer buen teatro.  Pensó que habría que lograr un equilibrio entre las dos cosas, no abandonar la academia pero tampoco obligar a que a un público le guste algo que no puede entender. Ese es el gran problema del teatro colombiano, que sobresalen los dos polos opuestos. Lo que vio, también, fue que las compañías buscaban o escribir sus propias obras o montar obras de dramaturgos chilenos. No por el hecho de que fueran chilenos, que es lo que a veces intentamos hacer valer en este país con los colombianos, sino porque consideraban que su trabajo era bueno y era digno de representarse.

La obra con la que fue la Compañía Goyenechus, “Érase una vez un Quijote sin Mancha”, tenía también su tinte de crítica, enredado en situaciones cómicas. Fue escrita y dirigida por el director y actor de la compañía, Mauricio Goyeneche, y era una alusión a la historia y a los personajes de Don Quijote de la Mancha, ubicados en un contexto de cotidianidad. Todas las aventuras quijotescas, en las que intervenían también un pizzero, un médico, un plomero y hasta la muerte misma, ocurrían dentro de un apartamento colombiano. La obra llevaba ya tres años de funciones cuando ella entró a hacer un reemplazo y ahí se quedó. No sabía cuál era la reacción que iba a tener el público chileno frente a la presentación y fue mucho mejor de lo que se hubiera podido imaginar. Uno de los momentos más emocionantes de su vida: un teatro de 400 (¿500?) personas se puso de pie, entre gritos y aplausos, para agradecer por la obra que les acababan de mostrar. Nadie es profeta en su tierra.

De todo lo que vivió, de la convivencia diaria con su compañía y de las conversaciones que tuvo  – además de darse cuenta de que estaba rodeada de gente maravillosa -,  aprendió que el teatro es un fenómeno humano. No se debe olvidar que, detrás de cada personaje que aparece en el escenario, hay una persona. Le impactó una de las frases que escuchó: “el teatro es un arte de personas y, aunque puede que a mí no me guste todo lo que vea, no puedo dejar de aplaudir sólo porque lo que vi no coincide con mi patrón de pensamiento. Al fin y al cabo es un esfuerzo el que se está haciendo allá adelante”.

Hoy, si me preguntan si me enamoré, responderé que sí: del teatro, del país y de la gente. Llegué entendiendo ‘chileno’ y conociendo, de primera mano, sus modismos, sus expresiones y sus groserías. Con respecto a este texto diré que hablé desde mí misma y me disculpo si el lector considera que mis opiniones carecen de fundamento. Eso es lo que sabía y eso es lo que sé. Nada más.

 

 

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