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Señales para un desengaño

Fernando Araújo Vélez (*)

Ya él mismo iba y contaba y confesaba que aquello de las normas, los métodos, los blancos y los negros, los absolutismos y las grandes verdades lo tenían cada vez más sin cuidado, cuando escribía cosas como “el eclecticismo le calzaba como un guante a mis pies de futbolista infantil y juvenil que optó, siempre que no se lo impidieran falsas razones patrioteras o de exagerada rivalidad deportiva, por jugar el primer tiempo en un equipo y el segundo en el otro, al que por lo demás uno ve tan de cerca en el campo que resulta de lo más natural y humano querer echarle una manito”, o cuando admitía que “mi idea trascendental de la disciplina militar en el trabajo literario empezó a desplomarse risueñamente a favor de una relación más alegre y vital entre vida y obra cuando, tras haber querido inútilmente seguir los ejemplos de un Carlos Fuentes, de un García Márquez o de un Vargas Llosa, entre otros dechados de disciplinariedad, me topé con la poca ejemplaridad de Ribeyro…”.

Luego, incluso, unas líneas más adelante en su Permiso para sentir, ironizaba sobre las maneras de Fuentes y García Márquez y Vargas Llosa, pues el mexicano “escribía a máquina con un solo dedo de una sola mano, todo un récord histórico de velocidad con un dedo y de tabaquismo literario, ya que la otra mano la necesitaba para fumar tanto como Humphrey Bogart en su mejores momentos”; el colombiano “se vestía de obrer cuando escribía cosas como “el eclecticismo le calzaba como un guante a mis pies de futbolista infantil y juvenil que optó, siempre que no se lo impidieran falsas razones patrioteras o de exagerada rivalidad deportiva, por jugar el primer tiempo en un equipo y el segundo en el otro, al que por lo demás uno ve tan de cerca en el campo que resulta de lo más natural y humano querer echarle una manito”, o cuando admitía que “mi idea trascendental de la disciplina militar en el trabajo literario empezó a desplomarse risueñamente a favor de una relación más alegre y vital entre vida y obra cuando, tras haber querido inútilmente seguir los ejemplos de un Carlos Fuentes, de un García Márquez o de un Vargas Llosa, entre otros dechados de disciplinariedad, me topé con la poca ejemplaridad de Ribeyro…”.

Luego, incluso, unas líneas más adelante en su Permiso para sentir, ironizaba sobre las maneras de Fuentes y García Márquez y Vargas Llosa, pues el mexicano “escribía a máquina con un solo dedo de una sola mano, todo un récord histórico de velocidad con un dedo y de tabaquismo literario, ya que la otra mano la necesitaba para fumar tanto como Humphrey Bogart en su mejores momentos”; el colombiano “se vestía de obrero, se ponía unos mamelucos memorables para darle a su jornada laboral grandeza, sencillez y rudeza picapedrera y, al mismo tiempo, acercarse a la concepción de lo que debe ser un trabajador intelectual no desligado de su base popular”, y su viejo maestro Vargas Llosa “almorzaba ejemplarmente ligero para dejarles espacio a los demonios del escritor, hasta que éstos literalmente lo dominaban, se apoderaban de él, se lo devoraban y lo convertían en un buitre”.

Él no podía. Nunca pudo. La suerte tampoco estaba muy de su lado, pues cuando en Perugia por fin logró escribir su primer párrafo, después de infinitas páginas en blanco en París, y ese lo llevó a un segundo y a un tercero y a varias cuartillas, y a una felicidad sublime, y a la idea de que por fin le demostraría al mundo, que era su gente en el Perú, que no era un farsante, los ladrones se le entraron a su cuchitril de apartamento al regresar a París y le robaron todo. Se llevaron su más preciado tesoro, el comienzo de su obra. El desengaño empezó a corroerlo. El desengaño por la vida, por los humanos, por lo que decían y hacían. Entonces supo de Albert Camus, de Ribeyro y de Cortázar. Camus decía que creía en la justicia pero que defendería a su madre. Sí, pero no. Todo relativo, todo posible, todo, distinto de Sartre, un hombre sin dudasal grandeza, sencillez y rudeza picapedrera y, al mismo tiempo, acercarse a la concepción de lo que debe ser un trabajador intelectual no desligado de su base popular”, y su viejo maestro Vargas Llosa “almorzaba ejemplarmente ligero para dejarles espacio a los demonios del escritor, hasta que éstos literalmente lo dominaban, se apoderaban de él, se lo devoraban y lo convertían en un buitre”.

Él no podía. Nunca pudo. La suerte tampoco estaba muy de su lado, pues cuando en Perugia por fin logró escribir su primer párrafo, después de infinitas páginas en blanco en París, y ese lo llevó a un segundo y a un tercero y a varias cuartillas, y a una felicidad sublime, y a la idea de que por fin le demostraría al mundo, que era su gente en el Perú, que no era un farsante, los ladrones se le entraron a su cuchitril de apartamento al regresar a París y le robaron todo. Se llevaron su más preciado tesoro, el comienzo de su obra. El desengaño empezó a corroerlo. El desengaño por la vida, por los humanos, por lo que decían y hacían. Entonces supo de Albert Camus, de Ribeyro y de Cortázar. Camus decía que creía en la justicia pero que defendería a su madre. Sí, pero no. Todo relativo, todo posible, todo, distinto de Sartre, un hombre sin dudas. Luego llegó a Cortázar, y una noche de aquellas de los últimos años 60, antes de cumplir 30, lo persiguió como una sombra hasta la entrada de su edificio, sin hablarle.

“A Julio Cortázar lo descubrí en La Mutualité, una noche en que había ido a presenciar un acto contra la guerra de Vietnam, en que los principales oradores eran Sartre y Mario Vargas Llosa. Aquella fue una de esas noches mágicas de mi vida o simplemente una de esas oportunidades que se le presentan a uno para escoger sus coincidencias y convertirlas en destino. La verdad, no me importaba un repepino lo que iba a decir Sartre, por quien sentía una antipatía tan visceral como gratuita, aunque no del todo justificada”. Más tarde habló Vargas Llosa. “Cuando dijo que él no había tenido la bondad ni la generosidad de irse con las guerrillas de su país, Cortázar empezó a aplaudir muy sonrientemente pero con una sola mano Zen o algo así que, lo juro, lo vi clarísimo”. Esa noche Bryce Echenique empezó a leer cuentos y cuentos de Cortázar. “Fue la gran influencia de mi vida literaria. Me reveló lo que yo llevaba dentro, me enseñó a liberarme, a usar la intuición y a ver el lado cómicamente grave de la realidad. Me hizo ver que ese exceso de gravedad de los maestros del boom, bajo cuyo resplandor vivía yo, podía ser también una carencia, para mí”.

La explosión del ‘boom’ terminó por quebrarle otros ideales. De nuevo el desengaño. Una vez más, Bryce Echenique tenía que romper sus tablas, los viejos principios que le habían transmitido en los colegios aristócratas de Lima donde estudió. Pasadas cuatro décadas de aquella explosión, diría que “el estallido del llamado ‘boom’ iba a despertar los más enceguecidos apetitos de gloria, de fama, de dinero, de estatus social. En fin, de todo tipo de arribismos”. Aquellos muchachos, y no tan muchachos, denunciaría,  eran capaces de cualquier cosa, “por ridícula, deshonesta o contraproducente que fuera, en su afán de relacionarse con editores, críticos, traductores y académicos”. Él tenía que sobrevivir a ese mundo. No había pedido nunca nada, tampoco tendría obligaciones con nadie. Sobrevivió, y esa fue su venganza. Publicó Un mundo para Julius, Tantas veces Pedro, La vida exagerada de Martín Romaña, No me esperen en abril, Reo de nocturnidad. Obtuvo premios y fue honrado.

En su mesa de trabajo tuvo siempre una especie de carta que le entregó Augusto Monterroso, en la que decía, “Hay un mundo de escritores, de traductores, de editores, de agentes literarios, de periódicos, de revistas, de invitaciones, de promociones, de libreros, de premios, de condecoraciones. Si algún día entras en él verás que es un mundo triste, a veces un pequeño infierno, un pequeño círculo infernal de segunda clase en el que las almas no pueden verse unas a otras entre la bruma de su propia inconsciencia”. Meses atrás, con el escándalo de sus plagios de boca en boca, se defendió y dijo que era un asunto de envidias, “que se jodan”, y citó, por enésima vez en su vida, a Jorge Luis Borges: “Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo”.

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