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Mónica y la tierra

Flickr, JD Hancock
Flickr, JD Hancock

Jorge Peinado Zapatero (*)

El mundo entero celebra el 22 de abril el Día de la Tierra. A esta celebración, en Colombia, se suma el cumpleaños de una mujer, Mónica, como si en esta fecha se conmemorara también la prolongación que existe entre una y otra.

Las dos, Mónica y la Tierra, o la Tierra y Mónica, como se prefiera, tienen formas redondeadas, un poco chatas en sus polos, pero con curvaturas por doquier. Las dos, igualmente, tienen una extraña conexión con la Luna, y no precisamente por tratarse el satélite de un espejo, sino por las reacciones que provoca en una y otra. En las noches de Luna llena, por ejemplo, las mareas se alborotan y todos los líquidos que fluyen en el planeta se tornan inquietos, los volcanes entran en actividad y rugen activados por el vendaval interno que los agobia. Mónica, a su vez, llega al frenesí y adquiere un parecido inmortal con el satélite, en el color y en la redondez, al punto que, en ocasiones, presenta sobre su piel algunas erupciones. Sobra advertir que volcán y erupción son dos términos muy relacionados.

Pero volviendo a la similitud existente entre el planeta y la chica en mención, debo reconocer la exactitud como se manifiesta el universo: una ladera aquí, un valle allá y cientos de sinuosidades que serpentean de norte a sur y de oriente a occidente. ¡Y ni hablar de los recursos hídricos y de sus especias! El Amazonas es una réplica ampliada de los fuertes humedales de Mónica, que complementan la sazón de los frutos mediterráneos. Nada más preciso: los frutos mediterráneos, esos que se producen en medio de la tierra, como su nombre lo indica, sobre todo el proveniente del olivo, no sólo se reflejan en los ojos de Mónica, sino que también se manifiestan en su centro de gravedad (¿medimonicáceos?) con emanaciones a raudales y una viscosidad eterna de grato sabor al paladar.

La única contrariedad que se encuentra entre una y otra nos la dan los antiguos griegos, que adoraban a la Tierra con el nombre de Gea y la denominaban “la de los anchos pechos”, epíteto que de ninguna manera se adapta a Mónica, que los tiene pequeños como duraznos, pero por fortuna con la misma textura. Pero, ¿acaso cómo tendrían que ser los pechos de Gea y de Mónica, si la primera, la diosa, tenía que amamantar a los antiguos cíclopes, hecatónquiros y titanes, y Mónica, la hembra, en cambio, debe someter los suyos al gusto del autor de esta nota, quien, es necesario aclarar, tiene la boca demasiado pequeña? Alguna inexactitud tendría que presentarse.

De regreso a las similitudes, quizá la más cercana entre estos dos seres es la velocidad de sus revoluciones. La Tierra, con todas las naciones y sus habitantes, viaja a una velocidad que supera los 100.000 kilómetros por hora, siempre en torno a su amado Sol, y comparativamente es exacta a las de Mónica, al momento de trabajar, en jornadas de más de 24 horas, y al momento de amar, con movimientos de vaivén que opacan cualquier alteración telúrica.

¡Ah!, lo olvidaba. El calentamiento global, causante tanto de los insospechados cambios del clima en la Tierra como del estado de ánimo en Mónica. ¡Hay que ver cómo es esta manifestación! La Tierra, en ocasiones, graniza y llueve, reverdeciéndolo todo; en otras, ruge, arde y se descongela. Mónica discute y hace de la diatriba su mejor herramienta, pero en un estado casi normal se desgañita, gime y reverbera en imaginarios espejos que dan fe de la existencia del big bang.

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(*) Colaborador.

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