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El instinto del fútbol

Diego Maradona

Fernando Araújo Vélez (*)

Entonces Diego Maradona, explosivo aunque susurrante, interrogó a su vecino en la mesa de honor que la Universidad de Oxford había preparado para él.

–          ¿Querés saber por qué la mayor parte de los periodistas que hablan de fútbol no tienen ni idea de lo que es el fútbol?

–          ¿Por qué?-, preguntó el hombre, un señor de edad indefinida y acento británico.

–          Porque no desarrollaron el instinto del fútbol.

Maradona soltó la frase casi sin mirar a su interlocutor, casi como cuando jugaba a la pelota y dejaba a un delantero solo ante el arquero rival. Y aguardó. Sabía que la contrapregunta aparecería en cualquier momento.

–          Y usted cómo lo sabe, señor Maradona-.

–          Buscáme una pelota y te lo muestro-,  le respondió Maradona, sonriente y altivo, algo incómodo dentro de una capa de graduación azul oscura que le habían dado para la ceremonia en la cual le otorgarían un honoris causa.

Cuando le acercaron el balón, el público que desbordaba el aula magna de la universidad hizo silencio. Maradona se levantó, tomó la pelota entre sus manos, la arrojó al aire, y con un toque de zurda se la pasó a un periodista que estaba cerca. El tipo la agarró con sus manos. Maradona le guiñó el ojo a su vecino. “¿Viste?”. Luego dio media vuelta y la pidió al periodista que se la lanzara a él, y como si hubiera estado en un potrero de Villa Fiorito, acomodó la pelota en su pecho, la dejó caer y la detuvo bajo la suela de sus impecables y brillantes zapatos negros.

–          Este es el instinto del fútbol-, dijo.

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De instintos está repleta Colombia. De instintos para tocar una pelota y dejar al defensa desairado, y también, de  instinto para golpear. De niños y adolescentes que en la calle patean piedritas o latas de Coca-Cola,  de jugadores amateurs que con un papelito envuelto juegan una final de Copa Mundo con algún compañero de estudio o de trabajo, de señores jubilados que relatan por horas y horas el momento que coleccionaron una tarde de domingo cualquiera, cuando de rebote, aunque jamás lo admitan, hicieron un gol histórico para el equipo del barrio. Instinto, pasión, locura. Desde hace años, y cada vez más, el fútbol se ha ido transformando en un reflejo condicionado para los colombianos. Y en una manera de ser.

Desde la escuela, el niño es más niño, “y más hombre”, como se lo repiten sus mismas madres, si juega al fútbol. Si en una pelota dividida deja el alma y sale victorioso. Si anota el tanto de la victoria en un picado cualquiera de miércoles al caer la noche. Si luego del partido llega a la casa sangrante, adolorido. El niño es más niño, “y más hombre”, si deja en ridículo a sus rivales con una pirueta o si, viveza de las vivezas, con una trampita engaña a las autoridades y desarma al contrincante. La ley del vivo. La ley del “avispao”, la ley del “macho”. La ley de los sin ley, todos, que se aprende en la calle y en el barrio, en el campo de tierra y lodo, en la playa o la plaza del parque.

La ley del valiente que se olvida de que el tipo que está frente a él es un ser humano, y sólo porque se lo encontró en una cancha de fútbol lo masacra, primero con el codo, luego con las manos y con las uñas y más tarde con los pies. “¿Cuántos quebrados llevas, parce”, le preguntarán. “Como cinco o seis, ya perdí la cuenta”, responderá él, orgulloso, como aquellos viejos pistoleros del Oeste que señalaban con muescas en sus revólveres los muertos que llevaban encima. Un “quebrado”, para él, nunca será un ser humano con pasado, familia, presente, hijos, y futuro, no. Será “un hijo de p al que había que partir”. En síntesis, un enemigo de guerra en una espiral de guerra que comienza con los jugadores, pasa por los intermediarios, toca a los periodistas y profesores y culmina en los directivos.

Porque el fútbol es una guerra, dirá él y citará a Desdmond Morris y a unos cuántos más que le han citado. Y como guerra, hay que matar o morir. Se lo repitieron en la escuela y los adultos en la calle y el técnico que lo tuvo bajo su tutela alguna vez. “Hay que entrar armado”, “hay que hacerle sentir al otro el rigor”, “hay que ablandarlo”, “no se deje”.  Fútbol, guerra, brutalidad, humillación, ganar al precio que sea,  hombría, hombría, hombría. “Cómo metiste, cómo corriste, qué garra”, son los mayores elogios. Nunca “cómo jugaste de bien”, “qué valentía tuviste para pedir siempre la pelota”, “cómo manejaste los ritmos del partido”, “qué buenos pases hiciste”. Y menos aún, “qué limpio fuiste”.

Tristemente, el instinto del fútbol se fue convirtiendo en el instinto de Colombia, o tal vez viceversa. Más que sutileza, fuerza, más que fuerza, atropello, más que atropello, crimen, sin espacio ni tiempo para el juego pues el juego, en últimas, jamás hizo parte de una sociedad en la que vivir o morir es casi indiferente.

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(*) Periodista, escritor y editor de El Magazín online y de la sección de cultura del periódico El Espectador. Además, tiene a su cargo la edición de los Lunes Festivos.

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