El Magazín

Publicado el elmagazin

Es una vergüenza vivir más de 25 años en este mundo

Flickr, Kevin Dooley
Flickr, Kevin Dooley


Edgar Medina (*)

“Es una vergüenza vivir más de 25 años en este mundo”. Dicha profética letanía se constituyó en epitafio y causal del ocaso de una prolífica y precoz sabiduría en 1975. Para los partidarios de la perenne prolongación de nuestra existencia terrenal, se manifiesta como la directriz de la insensatez pueril de Andrés Caicedo. “Sólo un acto de inmadurez habría de convertirse en yugo de tus luces, cuando aún la penumbra juguetea con timidez desde la distancia”, solía esgrimir mi amigo. Por supuesto, refería a la, tal vez, apresurada decisión fatal de Caicedo al cumplir su primer cuarto de vida: cegar el fulgor de sus letras bajo el candor de una interminable oscuridad.

Rememoré la obra de Caicedo cuando me encontraba recorriendo los senderos húmedos de una ciudad de triste cielo y perpetuas borrascas. Cerré los ojos y contemplé las memorias de mi alma, los años de picardía y aventuras en mi niñez; mi etapa como soñador empedernido; mis batallas contra las limitaciones propias de mi naturaleza y mis anhelos irreprensibles de conquistar el cambio y reescribir mi destino. Por último, sollocé ante la contemplación inerme de mi ascenso y decadencia en los últimos compases de mi biografía, marcada por la ceguera inherente al súbito y sostenido atisbo del sol.

Ahora comprendo el sentido de la frase de Caicedo. Durante los primeros veinticinco años de vida los hombres alardean de magnos propósitos, arrolladora fuerza e incólume ambición. Amparados en su juventud, desafían el sufrimiento, el inevitable deterioro de las alegrías, la fragilidad de la lealtad humana, la erosión de su lozanía, la escasez material y la abundancia del escollo. El carácter diáfano de los sueños contiende con el matiz claro-oscuro de los acontecimientos. Nuestra pétrea voluntad, nuestra prematura y paradisíaca intención, se hunde en el océano, dejando a flote exiguos bártulos, si acaso indignos de ser rescatados, pero últimos vestigios de esperanza.

Mientras observaba a una anciana mujer extender su mano en procura de la conmiseración de los transeúntes, contrayendo su rostro adusto y contrito, espetando pesarosas sentencias “Estoy muriendo de cáncer, una ayudita” o “Soy madre de 3 hijos y he caído en desgracia”, vislumbré la alegoría de mi vida frente a los ojos de mi alma:

La providencia me lanzó al océano a bordo de una góndola equipada con un único remo. Bandeé cascadas y remolimos, sorteé la arremetida de cocodrilos, jaguares y díscolos. En lontananza se dibujaba un horizonte arco iris, hialino y justo. Veinticinco años aguardé el arribo al edén; cuando aún restaban pocas lenguas, y se atisbaban las orillas de las tierras prometidas, mi nave encalló en riscos hasta entonces invisibles, quebrando el casco en trozos irregulares, anegando mi amparo de las aguas. Me trepé en un tablón de madera flotante, el último resquicio del esquife, y la marea me azuzó hasta la playa.

Al despertar de mi letargo, con aún visión borrosa, lancé una exclamación apagada, incrédula al constatar la miseria del islote. Cargaba a mi espalda un talego de herramientas y en mi espíritu una férrea voluntad, enrarecida por la súbita decepción y la cicuta creciente de la frustración. El sentimiento desató las lágrimas en mi rostro. El edén era un desierto, vaya ironía.

Ambulé sin destino, acompañado por mi sombra en los días y el vaho en las noches. Tatareando melodías alegres para enfrentar el silencio agreste, me deslizaba entre las dunas, secándome como una hoja de otoño, desvaneciéndome en la distancia, bebiendo de mis propias lágrimas.

————————————-

(*) Colaborador.

Comentarios