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No te atrevas a ofenderme pedazo de hijueputa

Die, Stormtrooper, Die, Flickr, JD Hancock
Die, Stormtrooper, Die, Flickr, JD Hancock

Nicolás Díaz Durana (*)

El manifiesto 2083 que dejó Anders Behring Breivik, el hombre que asesinó a más de setenta personas en Noruega hace poco más de un mes, es un libro de 1500 páginas que revisa y cuestiona fuertemente los conceptos de multiculturalismo y lo «políticamente correcto». El documento insta a luchar contra la islamización de Europa y el «marxismo cultural disfrazado de tolerancia» que está invadiendo las instituciones políticas y educativas, así como las mentes de sus ciudadanos, sus acciones y palabras. Breivik se autodeclara un hombre con una causa: salvar la civilización europea del imperialismo musulmán.

Irónicamente, su discurso se parece mucho al de Al Qaeda: los dos condenan el debilitamiento del sistema patriarcal y la liberación femenina y rechazan las acciones de los gobiernos de sus países respectivos por apoyar al «enemigo». Ambos luchan por un conjunto de ideales que caracterizan una comunidad transnacional ?la civilización europea y la comunidad musulmana? y ven su causa como una guerra defensiva de supervivencia. Pero más importante todavía, ambos llaman a la violencia contra el enemigo siguiendo una lógica medieval descerebrada al mejor estilo de las Cruzadas.

Lo primero que uno puede hacer con un acto como el de Breivik es condenarlo. No hay un punto válido de discusión sobre si sus razones eran legítimas o si sus argumentos eran fuertes. Ninguna causa es lo suficientemente noble y ningún sistema ideológico lo suficientemente estructurado como para justificar una masacre.

Sin embargo, un suceso como éste también invita a mirar con cabeza fría el fenómeno del «multiculturalismo», término que se ha convertido en bandera de cualquier político, sociólogo, psicólogo o defensor de los derechos humanos que quiera pasar por una persona tolerante y sensible a la diferencia. ¿Y qué es el «multiculturalismo»? Una corriente que busca que la sociedad brinde un medio propicio para el desarrollo económico, político y social de sus diferentes culturas, tanto en el ámbito colectivo como el individual. Lo que defiende es, a primera vista, justo: pluralidad, diversidad, tolerancia, igualdad.

Pero, como cualquier causa, se presta para construir un sistema de creencias totalitario y excluyente, siendo los excluidos las personas que no acepten todas las manifestaciones culturales como igualmente adecuadas, correctas o convenientes. El multiculturalismo busca que ningún derecho de ningún ciudadano o comunidad sea vulnerado nunca, en especial los de aquellos que llaman «minorías». Y aquí ya se entra en terreno problemático: algunas de estas minorías, como los musulmanes fundamentalistas, consideran vulnerados sus derechos con algo tan simple como dibujar a su «profeta» haciendo mala cara.

Así, en el afán de los gobiernos de poner en evidencia su extrema pluralidad y rectitud política, se terminan implementando dinámicas de censura. Ese fue el caso de Geert Wilders, parlamentario holandés que escribió y dirigió el documental Fitna, en donde expone su visión del islam. El documental fue censurado en casi toda Europa occidental (aunque siempre es posible encontrar un sitio en Internet para verlo) y Wilders fue acusado de incitar el odio y la discriminación.

Hay casos menos extremos que caben en el debate. Hace unos días, por ejemplo, escuché a alguien opinar que existe una manera universalmente correcta de poner una mesa y utilizar los cubiertos. Yo la contradije, alegando que no hay normas universales de conducta y que el comportamiento «adecuado» depende, entre otras cosas, del contexto cultural y geográfico. Tal vez ni siquiera viene al caso mencionarlo en este ensayo, pues se trata de algo simple y vano ?los modales en la mesa? al lado de la masacre en Noruega. Sin embargo, si el multiculturalismo tiene algún valor social, aquí está: la gente debería tener derecho a poner la mesa y comer como se lo mande su cultura (o como le venga en gana). No existen reglas universales al respecto y las diferencias merecen ser respetadas.

Claro, otra cosa es tener el tacto para adaptarse a las costumbres de la casa de quien nos ha invitado a comer, algo que los musulmanes no tienen para con los países que los han acogido en su territorio.

Uno de los aspectos más problemáticos del multiculturalismo es que impone normas. Si bien es cierto que las sociedades requieren de normas, es necesario que la gente confíe en ellas para que éstas tengan sentido y efecto; que crea que su cumplimiento traerá beneficios no solo para la comunidad sino para cada individuo. Por eso en Colombia las normas son tan débiles: porque pocos consideran que sirvan para algo. Entonces termina acudiéndose a una autoridad arbitraria que intenta imponerse muchas veces de manera violenta, apegándose a la arcaica lógica de que el respeto por las normas es condición suficiente para construir sociedades e individuos estables. Lógicamente, el colombiano se las ingenia para seguir saltándoselas.

El multiculturalismo sigue esta misma lógica arcaica que impone normas de conducta, lenguaje y pensamiento. No dibujarás a Mahoma comiéndose un perro caliente, no te burlarás de Jesús ni de la Biblia, dirás «trabajadoras sexuales» en lugar de «prostitutas» y «afrodescendientes» en lugar de «negros» (¿«ariodescendientes» o «hispanodescendientes» en lugar de «blancos»?). En fin, evitarás incurrir en la más ligera acción, palabra o pensamiento que pudiese llegar a ofender la sensibilidad de cualquier individuo o grupo de cualquier origen social, étnico o cultural.

El ejemplo del lenguaje políticamente correcto es bastante absurdo. Las palabras en sí mismas son inofensivas, lo que puede cargarlas de odio es la forma en que son utilizadas. Decir «Los negros cantan mejor que los blancos» es muy diferente a decir «Los negros son inferiores a los blancos». Poco o nada cambiaría en ambos casos si en lugar de «negros» se dijera «afrodescendientes».

Hay casos, sin embargo, que ni siquiera ameritan discusión: ningún multiculturalismo, por muy pluralista y bienintencionado que sea, podría construir un razonamiento válido en favor de las prácticas de lapidación entre los musulmanes fundamentalistas o de ablación genital femenina en algunas tribus africanas. En Colombia, ese afán por respetar las creencias de las «minorías» podría prestarse para que un profesional de la medicina se niegue a practicarle un aborto a una mujer violada o en riesgo de muerte. ¿El derecho a la objeción de conciencia está por encima del derecho a la interrupción voluntaria del embarazo? En esa medida, un médico cristiano perteneciente a una minoría particularmente radical podría negarse a atender a una prostituta por considerar indigno o pecaminoso su oficio; o uno musulmán podría negarse a atender a un judío. ¿Están realmente en su derecho?

Ahora, no estoy abogando por un modelo de sociedad etnocentrista, xenófobo o racista, denominativos comúnmente asociados a las personas que se atreven a hablar en contra de la «bendita» lucha por la diversidad del multiculturalismo. Todo lo contrario: creo que un estado debe proteger a sus ciudadanos de la discriminación y brindarles salud, educación y trabajo de manera equitativa. Pienso que la homogeneidad es dañina para un país porque anula la individualidad. Y a pesar de no compartir los preceptos de ninguna religión, creo que la libertad de culto debería ser un derecho, siempre y cuando nadie se inmiscuya en la vida privada de nadie, y ningún sistema moral derivado de una religión intente monopolizar la educación pública o el pensamiento colectivo.

También creo que la libertad de expresión es un aspecto fundamental de cualquier sociedad medianamente justa, y el multiculturalismo suprime este derecho. Hace poco, un lector criticó uno de mis textos porque, según él, podía llegar a «ofender a algunas personas» y complementó su comentario con algunos insultos. Esto resume el código ético del multiculturalismo: «No te atrevas a ofenderme pedazo de hijueputa». Puede que no acudan a actos violentos al estilo de Anders Behring Breivik o Al Qaeda, pero sí buscan cortar las palabras antes de que salgan de la boca de las personas. Reprimen, exactamente como lo hacen las minorías que quieren que todo el mundo tolere.

El facilismo de lo políticamente correcto puede contrarrestarse asumiendo posturas personales basadas en juicios (no prejuicios) que analicen las situaciones en sus respectivos contextos y eviten caer en generalizaciones. No es lo mismo una estudiante de colegio público asistiendo a clases con un traje de origen ruso a una mujer en el mismo colegio con un burka cubriéndole media cara. No es lo mismo la aparición de un restaurante pakistaní en un barrio tradicionalmente occidental a la presión de los grupos musulmanes para que se implemente la ley sharía en occidente. Algunas cosas pueden ser aceptadas con base en el presupuesto de la «diversidad cultural»; otras no.

Más aún, hay acciones ligadas a ciertas culturas o creencias que deben ser criticadas o condenadas. Algunas incluso merecen ser injuriadas por absurdas, por estúpidas, por violentas. Esto promueve un pensamiento crítico que se distancia de los sesgos de las causas políticas y los sistemas de valores totalitarios. No se trata de incitar a la violencia o de sembrar el odio, sino de expresar lo que se piensa sin caer en la tolerancia enfermiza de los multiculturalistas, que quieren llevarse bien con todo el mundo, todo el tiempo.

Inevitablemente alguien se va a ofender, siempre. Toleren eso.

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(*) Colaborador.

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