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Aborto (aut nunc, aut nunquam)

246 365 - When I ruled the world (Explored!), Flickr, Courtney Carmody
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Anderson Benavides (*)

Existen cosas de las cuales el hombre, por más que lo desee, no puede desembarazarse de ningún modo; lo curioso del caso estriba en que el embarazo no se cuenta entre ellas, pues si al fin y al cabo por regla general todo acto humano está sometido al error y a la búsqueda de soluciones, lo que atañe a la plantación de bípedos nunca podrá ser la excepción. Tal cual parece ser que lo entendió alguna comadrona cuando inventó para beneficio de la posteridad aquel procedimiento eternamente condenado desde el punto de vista moral, esa simple técnica quirúrgica desde el médico y tremenda cuestión que nuestra estrecha mirada legal todavía es incapaz de comprender: el aborto; u otra más de las tantas vías disponibles para que las mujeres no se pasen la vida como el judío Ahasvero: esperando y esperando por culpa de un empujón.

En honor a la medicina habría sido de desear saber a ciencia cierta el nombre de aquella notable matrona, pero como sobre ella tenemos las mismas noticias que poseemos acerca del primer pobre que habitó la tierra, debemos conformarnos con vislumbrar que dicho fenómeno tuvo que haber surgido de una necesidad, pues en caso contrario sobrarían razones para poner en duda la cordura de la primera mujer que puso en riesgo su humanidad sometiéndose a una práctica sin ningún tipo de precedente ni antecedente.

Ignoro en igual medida cuántos abortos se habrán llevado a cabo antes o después de que algún gobierno se enterara de su práctica, pero puedo decir con total certeza que nada es más ineficaz que prohibir lo que tenga sus raíces en la necesidad, ya que la colisión de lo necesario con lo prohibido a lo único que conduce es al brote de lo clandestino. Asimismo, está claro que los fenómenos crecen en igual o mayor proporción a la resistencia que se les imponga: si se prohibiese el agua, por ejemplo, más tardaría en aparecer el decreto que sus traficantes, puesto que proferir leyes que restrinjan las soluciones a los aprietos es como decirle a toda una comunidad: “aquí tienen una contradicción debidamente autenticada”. No solo una disposición carente tanto de fundamento como de propósito y fin, sino una buena manera de alcanzar la cumbre de lo absurdo; de lograr decreto mediante la más perfecta de las estupideces posibles.

De un lado se advierte entonces cómo en la misma medida en que se prive a alguien de algo que necesita, más aumentarán sus esfuerzos por conseguirlo, dado que no hay mejor estimulante para la acción que el apuro; del otro, que prohibir el aborto ha sido, es y será en cualquier lugar y época una cosa no solo innecesaria e inútil, sino un insulto al sentido común.

A pesar de todo es muy natural que quienes más reparos tengan contra el aborto sean los mismos que conocen o han conocido el hambre en carne propia, considerando que a la criatura recién nacida se le acostumbra personificar como la encarnación de una hora feliz de impulsos sexuales y, por ende, se conserva como un recuerdo de un instante en el cual no se tenía el estómago vacío. Que el conmovedor y encantador niño al cual se recibe con una alegría desbordante para pellizcarle los cachetes sea el mismo que se vuelve insoportable en igual proporción a como le van creciendo los huesos es una cosa que no corresponde analizar aquí, teniendo en cuenta que el tema versa sobre el aborto, no acerca de la desdicha personificada en la figura de un hombre.

Vale la pena también observar, por tanto y en aras del orden, lo complicado que es encontrar una oposición al aborto que no complemente la podredumbre de sus argumentos sin acudir a reprobaciones morales ya desgastadas, sobre todo sabiendo que la religión que más insiste en declararlo como un crimen es justamente la que debería recomendarlo como vía segura para su aspiración a la redención del mundo. El cristianismo, en efecto, que desde su ascetismo juzga la existencia por sí misma como una culpa, aboga porque nuevos culpables vengan a manchar la tierra con sus pecados. O por lo menos esa pequeña incongruencia dogmática se infiere si se toman con seriedad las palabras del propio Pablo:

“Es bueno para el hombre que no entre en contacto con mujer alguna”[1] – En criollo: “es bueno que se acabe la especie”-.

Pero el arduo problema no está ahí. Falta lo más importante: lo legal, y aquí es donde considero válido preguntar: a la mujer que ha sido víctima de un hombre que vio en ella un buen lugar para regocijarse y depositar su simiente, o a la muchacha que en plena flor de la existencia se le cobra cara su inocencia haciéndole saber que no todo entra por los ojos, ¿se les puede echar en cara que no quieran hacerse responsables de la crianza de hijos cuya procedencia seguro deberán ocultar después como si se tratara de sus partes íntimas?; ¿por los caprichos morales dictados por su Estado deben someterse a unas leyes que, fuera de ir contra su voluntad, no hacen más que demostrarles que para los encargados de tenderles la mano cuando la necesitan es más importante la conservación de la decencia y las buenas costumbres –como si en realidad las tuvieran- que su bienestar y el de por lo menos otras dos generaciones; tanto más cuanto la única herencia que podrán asegurarle a su descendencia será la de la indigencia?

A decir verdad, sería un abuso exigirle a una mujer que se haga cargo de un niño que, aparte de no querer, no está en capacidad de formar, y además significaría la peor de las injusticias abrumarla con reproches si lo olvida o lo deja a la deriva desde el mismo día de su nacimiento, si es que acaso en un ataque de desesperación no opta por hacerlo pasar de la cuna al féretro. Sumémosle a eso el hecho de que, a semejanza de los alacranes, no pocos hombres son capaces de bailotear horas enteras con el único fin de llamar la atención de las hembras para luego aparearse con ellas, evadirse y en lo posible no volver a verlas jamás; porque si de algo están convencidos –y secundados por las leyes de la demencia- es de que las mujeres no pasan de ser bestias fabricadas o configuradas para cargarlas de niños y de culpas ajenas.

Así pues que erradicar el machismo, legisladores expertos en entrelazar equivocaciones, no consiste únicamente en permitir que las mujeres puedan votar por ustedes, ni la concepción política del fenómeno del aborto puede tener el mismo raigambre moralista de la religión, a la cual lo que menos esfuerzo le cuesta es renovar constantemente su lista de frutas prohibidas para seguir ejerciendo su legítimo derecho a la intimidación. Valiente gracia esas familias que ustedes quieren para sus sociedades: minadas de padres descontentos con sus hijos y de hijos que odian a sus padres. ¡Y con todo se jactan de dirigir países laicos y en vías de desarrollo, cuando en este y muchos temas semejantes demuestran que poseen una inteligencia de segundo o tercer orden! -por no mencionar la patente notoriedad de la ausencia en sus organismos de aquello que los demás varones solemos tener en número par-.

Aunque es comprensible que al igual que existen hombres póstumos haya otros a quienes los dejó el tren de su época, esto no excusa bajo ninguna circunstancia que quienes encabezan las naciones se otorguen el derecho de desgarrarlas por dentro como se les antoje, ni menos aún de duplicarles las obligaciones a sus ciudadanos por vanos temores a niñerías sacerdotales. Si por su parte quieren o están obligados a rezarle a una cebolla, que lo hagan en cuanto les plazca, siempre y cuando no sea a expensas y en detrimento de lo que exigen sus cargos, más aún en vista de que por ahora éstos se encuentran más inclinados hacia la preservación de lo peligroso que hacia la consecución de lo beneficioso.


[1] Primera epístola a los Corintios. Cap. 7

(*) Colaborador.

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