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Yo demandé al Papa

 

pattern {EXPLORED}, Flickr, VinothChandar
pattern {EXPLORED}, Flickr, VinothChandar

Stanislaus Bhor (*)

Fue a mediados de la década de 1970 que se le dio por ser botones y mesero en una discoteca venezolana llamada La florida. A la entrada de la discoteca había dos espejos de cuerpo entero, uno para hombres, otro para mujeres. Las mujeres se acicalaban, repasaban el labial, se ajustaban el escote y dejaban la primera propina sobre la repisa. Los hombres entraban, se peinaban, desceraban sus orejas y dejaban la propina sobre la repisa. Él no hacía más: acompañarlos del estacionamiento al hall y repartir las propinas dejadas sobre la repisa en los ochos bolsillos de su casaca verde y botones dorados. Franchini se llamaba uno de los meseros. Era Franchini quien guiaba a los clientes del hall de espejos hasta la mesa correspondiente, pero tenía más experiencia que el otro, el botones, y con sólo ver el modelo del carro le decía: “Vaya lámbales, Colombia, que en ese carro viene la plata”. Esta vez era el carro del obispo de la iglesia Chinquinquirá: una basílica que quedaba a pocas cuadras de La florida. El obispo disimuló la calva con tres hebras de pelo que le cruzaban la frente, se arregló la camisa y le dijo al botones: “Cuídeme el carro y cuando llegue una paisana suya, morena, alta, bonita ella, le dice que estoy esperándola en esa mesa de allá.” Y el obispo fue y se sentó y pidió a Franchini una botella de Du Grand, que en el argot interno los meseros llamaban Grand Du y distinguía al cliente con el licor más costoso de La florida, una distinción para merecer. Al rato llegó la dama en un taxi. Era alta, de pelo liso y piel canela: “Una hembra purasangre.” La dama se arregló el escote, dejó la propina y caminó hacia donde el botones le indicó que la estaban esperando. Desde el otro lado del hall, Franchini se quedó viéndola pasar y le dijo al botones: “Y si todas son así en su tierra ¡qué coño hace usted aquí, Colombia!”. Estaba en Caracas sirviendo de botones porque escapó de la casa de su abuelo materno en el primer carro que pasó después de una golpiza, y entró de Colombia a Venezuela por San Cristóbal, porque le dijeron que allá el dinero se encontraba debajo de las piedras. Dice que todo lo que le rodea fue comprado con plata venezolana y oficios nobles como ser botones, servir mesas o ser barman. Aquella noche, el botones siguió de lejos todo lo que ocurría en la mesa del obispo. Cuando acabaron de tomar dos botellas de Grand Du, la pareja salió, tomada del brazo, y se dirigió al estacionamiento. Sonreían. Iban felices, o lo aparentaban. Al frente de La florida había un estacionamiento abigarrado de carros lujosos, y frente al estacionamiento una avenida, y al otro lado de la avenida un motel de cuatro pisos que se llamaba, si mal no está y bien recuerda, Residencias Veracruz. Un neón de luz verde y roja hacía relampaguear el nombre del motel y se reflejaba en sus ventanales. El motel tenía dos callejones de acceso para ingresar por la avenida y salir luego por la calle paralela. El carro del obispo salió del estacionamiento, viró en la avenida y entró  por uno de los callejones al motel. Entonces Franchini, el mesero, aspiró hondo una bocanada de cigarrillo y le dijo al botones: “Ahora sí se fue a partirla.”

– Desde entonces empecé a estudiar la Biblia, porque si lo que dice la biblia es verdad, entonces todos estamos equivocados en este mundo.

Estoy en La cabaña del pescador, atendida por su propietario. Es una taberna enclavada en medio de una cuesta que mira a occidente en Piedecuesta, Santander. Atardece con una luz ambarina que ingresa de la calle y va a estrellarse contra un afiche rosa que muestra a Marilyn Monroe con vestido de lentejuelas ceñido al cuerpo y una burda imitación de Marilyn encarnada en Madonna, desnuda, que rodea sus rodillas con los antebrazos como una Venus orgiástica. La luz colorea de sepia otro cartelito de advertencia en la misma pared: “Aquí es pidiendo y pagando”, lo que me impulsa mecánicamente a pagar por anticipado la soda al propietario.

–¿Equivocados en qué?

–En todo. Las pruebas están en Isaías 46, versículo 25; en Lucas 24, 46–49; y en Romanos 3, 24–27;  y en Juan 13, 10; y en Galatas 3, 15–22. Ahí la Biblia insiste en lo mismo: ya no hay pecado, porque si el hijo de Dios murió para borrar el pecado, en este mundo no hay pecadores, y todo lo que dicen y hacen las religiones para redimir, es falso. Nadie tiene por qué arrepentirse. Ni por qué confesarse. Ni por qué dar diezmo al Banco Vaticano. La religión católica es uno de los negocios más antiguos y perversos que hay.

Le pregunto en qué basa su agnosticismo. Dice que tiene en hombros una campaña para el desenmascaramiento de las religiones.

Quien me habló de él, y de La cabaña del pescador, me advirtió que era excéntrico y pugnaz, que solía plantarse a las entradas de las iglesias y abordar a las feligresas con una pregunta letal: “¿Señora, usted va para allá? No pierda su plata.” Enseguida enumeraba ante quien corriera el riesgo de prestarle atención los escándalos sexuales de la iglesia católica aparecidos en prensa en los últimos años, los desfalcos de las iglesias protestantes que fundan templos con donaciones obligatorias para después quedarse con la propiedad y clausurar el templo, y luego interroga al otro sobre la práctica de lo que supone un rito estéril: “Una persona que asiste durante décadas, día tras día, a la misa, al ser interrogada sobre lo aprendido no puede contestar nada, porque no ha aprendido nada.” La misa le parece un ritual vacío. La feligresía,  semoviente: se levanta cuando el sacerdote se levanta, y se sienta cuando la campana mayor indica que debe sentarse; se arrodillan cuando empieza la elevación de los copones, y comulgan cuando se reparten las hostias. Luego todos se van a casa con la satisfacción del pecado expurgado y la cabeza hueca. Y así podría seguir por horas: con la enumeración de crímenes, y con la explicación de su teoría sobre las contradicciones garrafales de la iglesia. La mayor la encuentra a nivel de entelequia, de fin último, porque según él, y sus citas reiteradas por los libros del pentateuco, por los proféticos y los evangelios del nuevo testamente, no puede purificarse lo que ya está limpio.

A mí no me parece excéntrico y pugnaz, sino el tipo de hombre que tiene veinticuatro biblias en su mesa de noche. Tiene la cara rellena con papada incipiente y los ojos cínicos y burlones del Patizambo de Velázquez, lentes de aro redondo como los de John Lennon y se dice abstemio y seguidor de la doctrina patriótica y moral de Luis Carlos Galán Sarmiento. Mientras recita de memoria fragmentos enteros de la biblia, hace gesticulaciones, actúa sus anécdotas, juega a ser sacerdote y pone a su interlocutor en el lugar del feligrés en el interior de una iglesia, o del pastor ante su grey. Hace analogías acrobáticas, como comparar el complot contra Pablo de Tarso narrado en el libro Hechos con el complot para asesinar al caudillo Galán Sarmiento. Yo preferiría interrogarlo sobre la erotización en los textos bíblicos (Isaías 47, 1–3; Cantar de los cantares, íntegro); o el incesto de Lot con sus hijas (Génesis 19, 30–38) o el voyerismo en la historia de Susana (Daniel, ad d 13, 1) o sobre la misoginia de Pablo (Pedro 3, 1–6; Corintios 7, 5, y 11, 2–16), o sobre la magnífica novela de guerra que es Judith, o sobre las clasificaciones de animales en puros e impuros (Éxodo 11, 1–46) o sobre la paradoja cruel del guerrero Jefté que tuvo que matar a su hija por una promesa (Jueces 11, 1–40), pero es cortante y monotemático. Un actor natural. Si habla de arrodillarse, se arrodilla. Si habla de bendecir, ilustra la bendición con aspavientos y gesticulaciones de brazos y consagra las botellas de licor de su taberna. A esa taberna suele ir un sacerdote católico que toma cerveza mientras aprueba sus teorías y confirma sus intuiciones: que el agua bendita no es bendita porque el sacerdote la consagre con un extraño magnetismo sino por ser simple H2O, líquido vital, porque toda agua limpia es sagrada; que el celibato y los hábitos de las monjas son formas de mantener la distancia, de conservar un poder ilusorio alrededor de una investidura que distingue al ser espiritual del hombre y la mujer corrientes. Su lote de Biblias católicas y protestantes está totalmente subrayado con crayones de color azul, verde y rojo. Sabe de memoria en qué versículo de los Hechos se decide la muerte de Pablo. En qué evangelio se describe más salvajemente la crucifixión de Jesús. Colosenses es, para él, un libro bello, porque muestra la mezquindad de los judíos. Sabe cuál profeta dice literalmente que la religión es innecesaria. Su refutación de la Biblia y los ritos religiosos, sin embargo, se ampara en interpretaciones literales de fragmentos bíblicos, desprovistos de todo simbolismo. Le pregunto por qué sostiene que Dios no existe, y al mismo tiempo toma a Cristo y a su historia como sujeto y hecho de origen histórico, ocurrido en un pasado real y común a la humanidad, lo que en teoría es aceptar la existencia del hijo de Dios (y se colige), del origen celestial. Contesta con una cita bíblica. Abre el ejemplar que tiene a mano y me hace leer en voz alta:

–Saulo, Saulo ¿por qué me persigues? Te estás haciendo daño a ti mismo como si dieras coces contra el aguijón.

Es el fragmento en que Pablo narra al rey Agripa su conversión al cristianismo después de ser un soldado romano que mata cristianos a mandobles de espada. ¿Se siente acaso como Pablo de Tarso: un perseguidor de la doctrina convertido por la nueva doctrina? Pregunto qué motivo lo llevó a estudiar la biblia con tanto fervor. Entonces me narra su infancia en un pueblo levítico de Santander:

 

<<Cuando yo era niño me obligaban a ir los viernes a confesarle mis pecados a los curas: “Acúseme padre de que soy grosero con mi mamá, de que no hago caso, de que le pegué al perro”. El cura me decía: “Rece diez padrenuestros y estará perdonado, hijo mío.” Yo los rezaba y quedaba perdonado, pero estar en pecado era igual que estar perdonado: por lo menos yo no notaba la diferencia. Los domingos había que ir a misa y no trabajar. Un día no fui, y salí a cortar leña, y mi abuelo me pegó con un garrote. Entonces me fui a Venezuela.>>

 

–¿Y su pugna con la religión católica?

En el vaticano hay más de setecientos curas que son maricas y cacorros. El Papa tiene un banco que está lleno de lavado de activos. El Papa está demandado y lo van a extraditar.

–¿Y quién demandó al Banco Vaticano?

El banco es un edificio; no existe. Al que sí existe y se puede demandar es al Papa: Yo demandé al papa.

No le pregunto bajo qué cargos ni en qué tribunal. Supongo que saldrá alguna vez en los periódicos. Hablamos entonces de los vicios de la carne.

–Los curas van donde las suripantas a pichar. Son viciosos.

–Los vicios, ¿qué son?

–Ojalá usted no tenga ningún vicio. Usted se puede fumar toda la cocaína del mundo, o tomarse toda la fábrica de cerveza Águila, pero con eso sólo conseguirá hacerse daño a usted mismo.

–¿Para qué puso esta taberna?

–Para que desocupen, para que se mueran rápido.

La Cabaña del pescador, se llama.

Cianuro para todos.

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(*) Colaborador. Autor de La balada de Los bandoleros baladíes. Escribe en www.unahogueraparaqueardagoya.blogspot.com

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