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Josefina se murió de lujuria

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Juan Esteban Agudelo (*)

Llegó con un señor que pasó vendiendo limones. Mi hermanita se la pidió regalada, el señor se la regaló.

Venía apestada, yo pensé que se iba a morir. Ni siquiera creí que durara lo suficiente para que le pusieran un nombre.

– Le voy a poner josefina – Dijo Margarita, mi hermanita.

– Eso es nombre de gallina – Dije.

– ¡Por eso! Yo siempre he querido una gallina que se llame Josefina – respondió ella.

– Margara, boba, eso es una codorniz, no una gallina – la corregí.

– ¡Ay! Pues yo sé. Si yo fui la que le explicó a usted qué animal era.

No importó que no fuera gallina. Le pusieron Josefina. Ave de corral, al fin y al cabo.

Yo estaba casi seguro de que Josefina solo iba a durar una semana, se le notaba lo enferma. Además, nos tenía miedo a todos, no se dejaba coger de nadie. Vivía metida en un rincón. Apenas caminaba. Era atolondrada.

El animalito no se murió. De hecho se volvió muy vigoroso. Tanto que, quien saliera a la terraza de mi casa, lugar donde la dejaron, tenía que huir de Josefina porque ella se tiraba a picotazos contra cualquiera. Era rapidísima. Nos perseguía, a todos: A mi mamá, a mi papá, a mi hermanita, a mí. A la visita. A quien fuera. A veces para picotearnos, a veces solo se nos arrimaba y se quedaba cerquita.

Empezamos a escuchar a un pájaro cantar muy fuerte, nadie sabía de dónde venía el sonido. Nos asomábamos por la ventana buscando algún ave rara, grande y colorida, a la que le perteneciera esa forma de cantar, pero nunca vimos ninguna. A ninguno se nos ocurrió que semejante grito de pájaro viniera de una cosita tan pequeñita como Josefina.

– Las hembras no cantan, solo los machos – explicó mi hermanita.

Así, pues, a alguien le pusieron mal el nombre.

Josefina, que en realidad era un Josefino pero todos le seguíamos diciendo Josefina, pajarraco travesti, era bastante divertida para ser solo una codorniz.

A veces, literalmente, caminaba empinada, sigilosa, con la cabeza baja, no exagero, y atacaba de sorpresa. Otra veces, cuando la íbamos a coger, brincaba, furiosa, furioso, como un gallo de pelea.

Aprendió a subir y a bajar escaleras. Esto, para poder perseguir gente.

Solía bajar hasta mi cuarto, llegaba piando, como un pollito, se arrimaba a la silla del computador y se me paraba en los pies. Yo cogía a Josefina y me la ponía en la barriga, encima de la camisa, y ella, él, se quedaba ahí, dormida, mientras yo hacía trabajos para la universidad.

Se paraba en las patas de la cama y brincaba para que la subieran. Jugaba con las cobijas. Jugaba a escarbar en las cobijas, como si pudiera hacerse un nido en ella.

Le gustaba jugar en las materas. La terraza está llena de matas y materas, y la tierra vivía en el piso. A veces la acostábamos en la hamaca. Nunca la sacamos al jardín del frente porque nos daba miedo que, en un descuido, se fuera o se la comiera un gato.

Josefina sufrió bullying de las tórtolas que le quitaban el cuido. Las tórtolas eran más grandes que Josefina y no la dejaban arrimar al plato con los granos de comida. Siempre había varias tórtolas vigilando el plato. Todas huían despavoridas cuando alguien salía a la terraza, solo entonces Josefina se mostraba valiente.

Lo más inquietante, por llamarlo de algún modo, es que mi papá era la hembra de Josefina. El animalito lo sentía cerca y se le tiraba a echarle un polvo. No lo dejaba en paz. Corría detrás de él. Se le metía entre las piernas mientras caminaba. Se le montaba, le clavaba el pico en el zapato, o en la mano, aleteaba, y dejaba una espumita blanca.

Josefina se follaba a mi papá cada vez que lo veía. Mi papá se dejaba.

Pero esa vida de excesos sexuales con mi papá llevó a Josefina a la muerte.

Un día, mi papá, saliendo de la casa, no vio que la codorniz se arrimó para la sesión normal de sexo que siempre tenían. ¡Tas! La piso.

La codorniz quedó tarada, no se movía, pero aún estaba viva. Margarita, mi hermana, salió con ella al veterinario. Allí, en el consultorio, murió de un paro respiratorio producto del pisotón, producto de sus afanes por el coito.

Josefina se murió, dos años después de haber llegado a mi casa, de lujuria.

Aún la extrañamos.

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(*) Colaborador.

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