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Hipótesis de la estatua inmóvil

Anno 4016, Flickr, Robbert van der Steeg
Anno 4016, Flickr, Robbert van der Steeg

 

 

Este texto fue publicado en la edición de El Magazín impreso del 21 de marzo de 2011

“A ciertas personas en cierta calle de Bogotá”.

Juan Villamil (*)

Vista de golpe, la estatua de la que hablo parece simplemente una estatua y no otra cosa, como una aguja que acaba de ser encontrada en un pajar o una pajita perdida en un agujal. Nadie, repito, a simple vista, arriesgaría una hipótesis distinta a la de la estatua. Nadie, verbigracia, exclamaría angustiado ¡Oh, esa no es una estatua!, ni podría al menos exclamar un sencillo jadeo de cualquier otro tipo de asombro menos filosófico pero igualmente concreto.

Para todos esta estatua es una estatua. Irrefutablemente una estatua. Los habrá quienes, ostentosos profesionales de la construcción o la escultura, teorizarán en torno del material (o los materiales, porque bien podría tratarse de una aleación al tanto por ciento de…) de la estatua: Sólo el estaño que extraen los sometidos mineros (sabemos a ciencia cierta que se trata de un profesional con una marcada tendencia política) del poblado X, a dos horas en auto de Y (y viajero frecuente), se reduce con el sol a ese tono mate característico de la estatua.

Que continúa siendo una estatua, si bien ahora de un tono mate y presuntamente hecha de estaño. Aun los niños, catadores de percepciones por antonomasia, dirán qué bonito color verde el de esa estatua pero jamás que no se trata de una estatua.

En ellos actúa el mismo diminuto mecanismo de los fríjoles saltarines, hoy conocido por todos como Sistema Reticular Activador (Böll et all, 1984), que produce la tradicional calma infantil ante la verdad y lo evidente, y ese consabido salto de la silla con derrame subsecuente de bola de helado ante las mal disimuladas mentiras de los adultos. De modo que si fuese de otro color siquiera ligeramente distinto al verde, ya lo sabríamos. Pero no lo es. La estatua, pues, es verde, y fue casi seguramente elaborada con estaño.

Lo demás es lo de siempre: el vendedor de helados ha dicho que además de verde es una estatua alta, a lo que el padre del niño y profesional de la construcción o la escultura ha respondido que, en efecto, es alta y que otra bola de helado está bien, pero que será la última y lo jura porque debe aprender a ser más cuidadoso. Alta, verde, fabricada en estaño. Estatua. La estatua no ha dejado de ser más que una estatua, lo que no quiere en forma alguna decir que ser una estatua tenga poco valor, pero sí que nadie ha podido afirmar nada distinto de ella.

Resta sólo el concepto de la enamorada, recién llegada a la escena, y que por alguna casualidad poco creíble resulta ser al tiempo la esposa del profesional, madre del niño e hija del vendedor. Al cabo de una reprimenda por aquella situación con la bola de helado que no termina de derretirse, la enamorada mira la estatua, ladea un poco la cabeza, mira detenidamente y afirma que es una hermosa estatua, sí, no cabe duda, una hermosa estatua. Así debía ser. La estatua es hermosa.

Y alta y verde y estaño, pero estatua. Únicamente porque deseo exasperar a los incrédulos diré que la familia se ha marchado toda y la estatua ha quedado todavía allí, alzada en un atril de estaño, presumiblemente, aunque ahora, incapaz de contener su orgullo, con una blanda sonrisa que arruga el verde estaño. Un transeúnte cualquiera advierte la sonrisa, sonríe también, y se dirige a los pies de la estatua y deposita en el suelo una moneda. La estatua lo mira enojada, enojadísima, se baja del atril, lo desarma en tres partes que mete bajo el sobaco, y se va farfullando calle abajo porque con gente así no se puede, simplemente no se puede.

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(*) Colaborador.

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