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La barriga más grande del mundo

 Cartagena

Isabella Portilla (*)

Faltaba un día para que todos supieran que era un engaño. Cinco hombres la cargaban en una silla gigante. Se abanicaba desde las alturas para aminorar el calor, y usaba el mismo abanico para esquivar a los periodistas que intentaban embestirla antes de su llegada al hospital. Nueva Colombia estaba alborotada gracias a Liliana Cáceres, por esos días la mujer más famosa del país.

Sus vecinos se turnaban para llevar en manos propias los cien kilogramos que pesaba. Niños de torsos desnudos, contagiados por la algarabía, se sumergían en la procesión aumentando la bulla mañanera. Las matronas del barrio eran más reservadas, pero no por eso menos atentas: asomaban sus caras pardas entre las rejas de las puertas y estiraban sus cuellos con tal de atisbar el espectáculo.

Un embarazo jamás se celebró en este suburbio barranquillero de negros descalzos. Eso de que alguien tan cercano esperara seis críos nunca había ocurrido en el barrio, ni en ningún rincón de Colombia.

Antes del mediodía Liliana Cáceres llegó al Hospital Universitario. Georgina Altahona, su acomedida suegra, la acompañaba. Detrás de las dos mujeres se agolpaban numerosos reporteros desmedidos en su persecución, pero, valiéndose de su viveza, la joven se les escabullía con la habilidad de una mojarra resbaladiza.

Cuando el gerente del hospital, Miguel Patiño Díazgranados, quiso calmar la sed de la jauría informativa anunció la preñez más célebre de la historia de Colombia: “Liliana Cáceres tiene una impresión diagnóstica de embarazo múltiple de más o menos treinta semanas de gestación. Un equipo interdisciplinario de nuestra institución se está haciendo cargo del caso. La paciente está estable. El grupo de científicos que la atiende tiene la situación controlada”.

Pero el médico pecó de ingenuo. Patiño Díazgranados no alcanzó a comprender que a la joven de 16 años internada en su hospital nadie le tocó la barriga. Nadie. Ni su novio, ni su suegra y mucho menos el grupo de especialistas que diagnosticó el supuesto embarazo múltiple.

Sin embargo, la noticia rodó desde Punta Gallinas hasta Leticia. Los periódicos anunciaron el hecho como un respiro alegre que distrajo a Colombia, durante un par de días, de la hecatombe política que puso a tambalear el gobierno de Ernesto Samper, cuando se supo que su campaña había recibido seis millones de dólares en contribuciones del Cartel de Cali.

No hubo emisora radial, de onda corta ni de frecuencia modulada, que no registrara el embarazo. En la radio comparaban el suceso con el de Kenny y Bobby McCaughey: el matrimonio de Alabama que estrenaba septillizos. Los locutores machacaban el tema con habladurías sobre la virilidad y la potencia sexual de Alejandro Férrans, el papá de las criaturas, a quien sus vecinos apodaban en un sincero homenaje Macho Man.

CM&, el noticiero con más rating de la franja estelar, montó una miniteletón para apoyar la causa. Bajo la dirección de Yamid Amat, Viena Ruiz pedía ayuda a los televidentes con apoyo en escenas lastimeras de la embarazada. Verla era un espectáculo: acostada, acaparaba la cama doble en la que dormía, de tal manera que ni su novio podía acompañarla en las noches insomnes. Sentada, casi no cabía en una mecedora de mimbre que su suegro, Andrés Férrans, le acondicionó. Parada, no resistía el peso de su cuerpo y, como si fuera poco, al caminar tenía que hacer malabares para no rozar su bandullo con las paredes de la casa.

Ante el dantesco despliegue mediático los colombianos se condolieron. Familias enteras aprontaron donaciones de dinero y alimentos. Empresas de productos infantiles prometieron pañales para los muchachitos. La leche estaba garantizada de manos de una prestigiosa compañía de lácteos. Hasta Férrans recibió una oferta de empleo por parte del gobernador del Atlántico.

Pero mientras los ricos le quitaban el pelo a su gato y los pobres sacaban de donde no tenían para ayudar a las criaturas, en el séptimo piso del hospital de Barranquilla se libraba una lucha.

Los médicos insistían en practicarle una ecografía a la mujer; ella, como una heroína envalentonada, se rehusaba. Oponía resistencia desde la silla que había ocupado todo el día. Amenazaba con tirarse por la ventana si la tocaban. Berreaba. Movía las piernas con vehemencia y le pegaba puntapiés al baldosín mientras gritaba con un salvajismo tal, que lograba intimidar al cuerpo hospitalario.

Después de varias pataletas se calmaba; ocultaba su cara en las palmas de sus manos sin tener otro contacto con el mundo más que un huequito por el que respiraba entre lágrimas y jadeos. Pensaba que si llegaba siquiera a musitar palabra, sus familiares irían a pasar vergüenzas, perdería para siempre a Alejandro y sería motivo de burla entre sus conocidos.

La situación, además de sospechosa, resultaba incontrolable, hasta que a Georgina Altahona se le ocurrió una solución. Después de apaciguar a la muchacha, la vieja le pidió que se acostara en la camilla, pues no era aconsejable para la salud de los bebés mantenerse en una misma posición durante tanto tiempo. Resignada, y ante el cansancio que la vencía, Liliana aceptó.

Cuando estaba profunda dos enfermeras se situaron a lado y lado de la cama. Georgina a sus pies, y el médico Jaime Rodríguez, junto a su vientre. Todos intentaban sujetarla mientras el doctor develaba la razón de su reticencia.

Apenas sintió el tacto, la muchacha despertó. Estaba inmóvil, maniatada por cuatro personas mientras decenas y decenas de trapos salían de su barriga. Los ojos de los presentes vieron volar camisas, pantalones, toallas y hasta un bolo de juguete que hacía las veces de ombligo. Cada una de las prendas estaba perfectamente acomodada dentro de una tela de lycra en la que Liliana había camuflado la ropa seis meses atrás.

El pasmo invadió la sala del hospital. Apenas vio salir tiras del cuerpo de su nuera, Georgina Altahona creyó que el pellejo se le había podrido. Cuando se percató de la realidad quiso que la tierra se la tragara. Ni hablar de la muchacha, quien se escondió debajo de la camilla cuando ya no quedaba ni un solo trapo en su barriga. “Ya no resisto más. Me quiero morir”, gritaba estruendosamente mientras el médico Rodríguez y las enfermeras se miraban anonadados bajo un perturbador dilema: no sabían si reír o llorar.

El nombre de la barranquillera volvía a retumbar en los oídos de los colombianos, esta vez acompañado de la palabra “escándalo”. Liliana Cáceres había sumido en la desconfianza a un país que horas antes se disponía a ayudar a una humilde mujer bendecida con un embarazo de sextillizos.

Los medios resaltaban su actuación con elogios irónicos, propios de un drama burlesco de la vida real. “De cómo Liliana Cáceres subió a los cielos y bajó a los infiernos por cuenta de un embarazo ficticio”, decía la entradilla de un artículo de la revista Semana, titulado “Trapitos al sol”.De manera satírica, en una entretenida columna, Ernesto McCausland, periodista de la desaparecida revista Cambio, llegó a proponerla como personaje del año.

Los psicólogos se rompían la cabeza tratando de diagnosticar el caso. Pedro Gómez Méndez, psiquiatra y director del hospital mental de Barranquilla, adonde Liliana fue a parar horas después de conocerse el episodio, concluyó que la paciente tenía “un comportamiento ingenuo con una estructura mental infantil”.

La realidad de la imaginativa mujer quedó al descubierto por un pueblo que interpretó como temeraria su hazaña. Sin embargo, ningún medio de comunicación se interesó en conocer el origen de su mentira. Nadie más que ella sabía la razón por la que engañó a su novio, a los médicos y al país entero.

Liliana Cáceres
Liliana Cáceres

El  preludio de la farsa

La tramoya comenzó a principios de agosto de 1997, cuando un rumor contaminado de saña llegó a oídos de Liliana: Lorena Peña, su mejor amiga, esperaba un hijo de Alejandro.

Movida por los celos, y encolerizada ante su esterilidad, la muchacha le robó un certificado de embarazo del hospital de La Manga a una de sus vecinas. A su novio lo atolondró con la novedad de que iba a ser padre. Alejandro Férrans, sin profesar el mismo amor que sintió por ella alguna vez, se desentendió del compromiso.

Pero una tarde, cuando el sol barranquillero comenzaba a ocultarse entre los caracolíes de Nueva Colombia, la mamá de Liliana lo visitó en su casa. La vieja vendedora de cocadas —que había sufrido las vicisitudes de una vida sin marido— le entregó a su hija con todo y ropa. Desde ese día la astuta muchacha se consagró como novia oficial de Alejandro, y alcanzó el propósito de vivir en la residencia de los Férrans Altahona.

Apenas consiguió ser parte de la familia trató de comer y de beber hasta henchirse con el propósito de abultar su abdomen. Esa situación ya provocaba angustia entre los parientes de Alejandro porque Liliana acababa con la comida de los ocho habitantes de la casa. Pero por más que tragaba su barriga no parecía la de una embarazada. Cuando notó la desconfianza de Sandra Férrans, la hermana de su novio, a quien le faltaba un mes para parir, se vio obligada a actuar de otra manera.

Un día, a solas en su pieza, amarró meticulosamente una faja de lycra a su estómago. Luego empezó a rellenarla. Lo primero que le echó fue un par de overoles viejos, después, un vestido de flores de su suegra. Cada seis o siete días alguna prenda de los Férrans era sacrificada para engrosar la que se convirtió en una colosal bola de trapos.

Poco a poco, su estómago adquirió dimensiones sobrenaturales, por lo que inventó que no iba a tener un niño, sino seis. La idea que maquinó gracias al descomunal relleno resultaba perfecta. Con seis niños no solamente conseguía alejar a Lorena de Alejandro; las criaturas representaban también una fórmula infalible para retener a su novio. Ya no se quedaría sola en el mundo; la penosa hambre aguantada durante su infancia no volvería a asaltarla; tampoco le faltaría amor, pues a su lado tendría a un guardián que la haría feliz hasta el final de sus días. “Sería un diablo el hombre que abandone a su mujer después de hacerle seis hijos de una sola camada”, pensaba mientras planeaba la picardía más importante de su escasa edad.

Liliana Cáceres poseía una habilidad extraordinaria para el engaño. No sólo había fabricado su propia barriga; también actuaba como si estuviera embarazada. Cuando Georgina le servía huevos al desayuno fingía marearse con el olor; le imprimía verosimilitud a la escena cuando se paraba de la mesa y salía a vomitar. Justificada en el mal de antojos que sufren las hembras preñadas, comía varias veces al día. Pero no comía cualquier cosa: exigía carne o pollo, por lo que el bolsillo de su suegro se veía seriamente afectado. Sin embargo, en la vieja casa de paredes de tapia jamás rondó tanta felicidad. Todos esperaban ansiosos los bebés que partirían la historia de la familia en dos. Georgina no dudó ni un sólo minuto en gastar los 80.000 pesos que había ahorrado durante todo el año para ser la primera en hacerle un obsequio a sus nietos. Don Andrés animaba a su mujer en el cuidado esmerado hacia la muchacha para que la gente no tuviera de qué garlar. Con la futura madre se mostraba cariñoso y guardaba la ilusión de que los niños nacieran completitos y rebosantes de salud. Cada vez que la barriga aumentaba de tamaño, el longevo celador le compraba a Liliana una batola más grande que la que desechaba, pero le terminó comprando tantas que un día se vio en la obligación de hacerle una advertencia: “Mijita, los niños no pueden seguir creciendo porque ya no va a haber bata que te quede buena”.

Cartagena

La huida de La “barriga’e trapo”

A Liliana no le importaba avivar ensoñaciones ajenas con tal de apoderarse de su novio picaflor. Lo que nunca se le pasó por la cabeza fue ser dueña de la popularidad que consiguió. Había planeado el embarazo con la idea de irse a Cartagena cuando su invento apenas acariciara el séptimo mes. En la mitad del camino se bajaría del bus y se quitaría el relleno de su barriga abandonando los trapos en el monte. Luego visitaría a sus familiares en La Heroica, y cuando estuviera de vuelta en Barranquilla diría que había perdido a sus niños. Entonces pondría fin a su mascarada, pues ya habría recuperado el ansiado amor de Alejandro.

Pero la Providencia no le ayudó. Un lunes de noviembre, Manuel Pérez —periodista judicial del diario La Libertad—vio contornearse a la morena con una gigantesca barriga por el hospital universitario. Asombrado, el reportero pensó que detrás del bulto había un hecho informativo. Sin embargo, por razones que hoy él mismo desconoce, no abordó a la dueña del exótico vientre.

Al llegar a las oficinas del diario, el periodista les contó a sus colegas que había visto “la barriga más grande del mundo”. Admirado por la historia, Carlos Peláez —también reportero judicial— decidió buscar a Liliana por toda la ciudad. Luego de contactarla, y de hacer pública su historia, el invento de la joven adquirió un cariz noticioso cuyo desenlace cambió su vida para siempre.

Tras cometer su más grave pecado de amor y quedar al descubierto, la muchacha padeció en carne propia el costo de una fama mal ganada. El mundo ya no la distinguía como Liliana Cáceres; en cambio la envilecía bajo el remoquete de “la barriga’e trapo”. Alejandro Férrans también pagó las consecuencias del terrible yerro. Sus supuestos poderes seminales fueron el hazmerreír de medio mundo, pues pasó de ser el Macho Man de Nueva Colombia a un triste Macho’e Trapo de por vida.

Sin darle la cara al desvalorizado hombre, Liliana decidió huir de su natal Barranquilla. No había permanecido siquiera una semana en casa de su tío Raúl Cáceres, cuando un grupo de jóvenes del barrio cartagenero La Candelaria trataba de romper a pedradas el techo eternit de la vivienda. “Loca, salga pa’ lincharla”, le decían a gritos, con el ánimo de desafiarla. Tras la agresión, que sólo se calmó cuando se hizo presente la Policía, la joven tuvo que partir hacia otro lugar.

Fue a parar a una pensión del centro, en donde trabajó como mucama. Cambió su nombre por el de Carmen y se quitó el pelo sintético que tuvo durante el embarazo ficticio. Pensó que de esa manera pasaría inadvertida. Pero un día, cuando salió a la plaza de mercado de Bazurto a comprar sayas y calzado, la gente la reconoció. Entonces se vio ultrajada como nunca antes. “¡Barriga’e trapo! ¡Mentirosa!”, vociferaba la muchedumbre enardecida, mientras le tiraban pedazos de frutas y verduras. Pero eso le pareció poco comparado con la llamarada de candela que descendía por su cuerpo: una mulata alta y rolliza que atendía un puesto de comidas le había tirado un caldo de pescado hirviendo por la cabeza.

La cólera y la humillación la condujeron hasta una minúscula vereda ya desaparecida del departamento de Bolívar. Para su pesar, su fama había aumentado a raíz del alto número de barrigones disfrazados en su honor en el carnaval de Barranquilla. Ahí viene la marimonda, la danza del congo grande, viene la barriga’e trapo, ya la rumba está que arde, nos vamos a emparranda’, nos vamos a emborracha’.

Las canciones compuestas a su farsa la convertían en una especie de leyenda popular, así que eran muchos los que llegaban hasta su casa todos los días con el ánimo de conocerla en persona. La acosaban tanto que ella misma terminaba espantándolos desde una ventana a punta de baldados de agua fría. Pero llegó el día en el que se cansó de luchar contra la fama y su gallardía devino en agotamiento.

Volvió a partir. Esta vez se fue a vivir a una loma, cerca de los Montes de María. Consiguió trabajo en casa de unos amigos de su tío como empleada doméstica, y trabajó allí varios meses confiando en que el tiempo borraría su historia del mapa.

En un encuentro con su prima Josefina Cáceres, quien años atrás le presentó a Alejandro, Liliana se enteró de que su antiguo amor vivía al lado de Lorena Peña. La pareja tenía dos hijos; Alejandro había abandonado su trabajo de repartidor de gaseosas Postobón para convertirse en uno de los tantos mototaxistas que vagaban por las calles barranquilleras y, al parecer, eran felices.

Las novedades acrecentaban el odio de Liliana hacia su suerte. Pensaba que si no hubiera engañado a su novio, podría ser ella quien ocupara el lugar de su mayor enemiga. Pero ya nada concerniente a su pasado tenía solución. Fue en ese momento cuando entendió que ni los trapos ni los hijos eran excusas suficientes para retener a un hombre, porque para padecer el abandono de un amante sólo era necesario tenerlo al lado.

Cierto día una sorpresa irrumpió en su presente. Acababa de cumplir 21 años cuando conoció a Diógenes Parra, un joven pescador de buen talante que la enamoró en poco tiempo. Juntos se devolvieron a Cartagena. Allí vivieron en una pequeña casa de madera que el muchacho construyó. El lotecito de seis por seis lo obtuvieron gracias a la misericordia del programa social “El Minuto de Dios”, dirigido por el cura más televisado en Colombia: el padre Rafael García Herreros. Pronto tuvieron un hijo; entonces Liliana sintió por fin, desde el dolor de sus entrañas, lo que significaba parir de verdad. “Ese también debe ser de trapo”, le decían sus vecinos cada vez que salía a la calle. Pero cuando el niño nació todos comprobaron la verdad que encerraba esa barriga.

Después de Yoger, Liliana y Diógenes tuvieron otros dos niños. Aunque sobrevivían entre alcores de pobreza, a la familia nunca le faltaron dos raciones diarias de comida ni la fe en una vida mejor. Pero en medio de la escasez, la maldición coqueteó con el daño. Diógenes le anunció a su mujer un viaje que venía rondando en su cabeza tiempo atrás: se iría a la isla Margarita, por un periodo corto, con la ilusión de no seguir repartiendo un solo pescado entre una familia de cinco. Pese al dolor que implicaba tenerlo lejos, y confiada en el gran amor que los unía, Liliana aceptó. Pero hoy, dos años y siete meses después, no ha recibido ni una sola llamada del papá de sus hijos.

Cartagena

El  presente de LiLiana Cáceres

Escoge un gajo de pelo y lo divide en tres. Los dedos índice y pulgar se mueven entre tirón y tirón, adueñándose de cada mecha. Demora treinta segundos en acabar la trenza. Agarra un hilo rojo de una bolsa de plástico y ata las horquillas del cabello. La gringa del nuevo peinado afro, hospedada en el Hotel Dorado, le paga con un billete de 20.000 pesos.

Camina desde la playa hacia la carretera. El oleaje lento de su barriga apretujada denota cansancio. Liliana Cáceres está embaraza por cuarta vez. Mañana cumple seis meses. Todavía es esquiva a las ecografías, por lo que no sabe el sexo del bebé. Está segura de que si es niña se llamará Lindis, y si es niño, Junior, como su equipo de fútbol favorito.

Ya no les teme a las enfermeras, ni a los médicos, ni a su ex suegra. Les teme a los periodistas. Gracias a ellos su mentira fue un escándalo nacional y con el paso de los años se encargaron de supurar una llaga aún fétida. Acomodaron su vida, la discriminaron e hicieron caso omiso a sus denuncias: las burlas de otros medios, la exclusión que padeció y los motivos que la llevaron —con tan sólo 16 años— a engañar a medio mundo.

Ahora se dirige a su barrio, ese Minuto de Dios clavado en La Heroica, el caserío africano heredado por los oriundos de San Basilio de Palenque, quienes subsisten gracias al dinero que los extranjeros les dejan por sus trabajos informales en las playas cartageneras. Desde allí Liliana espera, como la paciente Penélope, el retorno de Diógenes o, tal vez, el de Ramón Cubillos, el vecino de quien fue novia durante tres meses y el papá de la criatura que ahora tiene en su barriga.

En sus ojos se adivina cierto desasosiego, el desasosiego usual que experimenta una mujer tras el abandono de su amante. Las pocas veces que ríe deja ver una sonrisa opaca, modesta, como los pardos abalorios que cuelgan de una cadena de hilo atada a menudo alrededor de su cuello.

Entra a su casa y un hedor a humedad no deja dudas sobre la contundente pobreza. Sus hijos la saludan batiéndole el vestido rosado que lleva puesto. Se dispone a prepararles el almuerzo y camina con parsimonia hacia el rincón izquierdo de su casa rectangular. Abre la nevera que compró gracias al dinero regalado por Juan Manuel Correal, “Papuchis”, cuando la entrevistó en noviembre de 2007 para el programa radial El Cocuyo. El frigorífico todavía está envuelto en el plástico con el que salió del almacén. Sin embargo, está prendido. En su interior no hay más que un par de naranjas y tres tomates a punto de fenecer. No saca nada, cierra la nevera de un golpazo, y en esas manda a pasar a la periodista que espera en la puerta.

En seguida le expone las razones por las que no quiere darle la entrevista.
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(*) Esta fue la crónica ganadora del concurso Guillermo Cano.

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