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Versos en guerra, Luis García Montero entre la poesía y la ficción

Luis García Montero
Luis García Montero

‘Mañana no será lo que Dios quiera’ fue catalogada por la crítica como la novela del año en España. Traza un recorrido por la vida del poeta Ángel González y por los tiempos de la censura franquista.

Fernando Araújo Vélez (*)

Entonces escribió en la página 81 de Mañana no será lo que Dios quiera. Las palabras de los mayores entran en el oído de los mayores, pero se quedan flotando en el aire de una habitación hasta mezclarse con la luz en la memoria de los niños. Las palabras, los nombres, las historias de familia, los olores del desayuno que se ha preparado en la cocina, los ruidos de la calle forman parte del suelo sobre el que se aprende a andar. Ese suelo para él, Luis García Montero, ese andar, fue un viejo salón de un viejo edificio de Granada, donde su padre le leía todos los domingos en las mañanas algunos de los poemas más trascendentes de la historia literaria castellana. Entonces era un niño, apenas Luis. Un niño que abría sus ojos para que por sus ojos penetrasen las imágenes que su padre leía. Ramón de Campoamor y El tren expreso, por ejemplo. O José de Espronceda y La canción del Pirata. Con diez cañones por banda, viento en popa, a toda vela, no corta el mar, sino vuela un velero bergantín. Bajel pirata que llaman, por su bravura, El Temido, en todo mar conocido, del uno al otro confín.
Con el tiempo Luis fue Luis García, y más tarde, Luis García Montero. Le había cambiado mil veces el final a sus poemas predilectos. La mujer francesa que moría de tuberculosis en El tren expreso sobrevivía y se casaba con su enamorado español. Era la magia de escribir. Él podía ser el dueño del mundo, y con sus palabras, ponerles un sello a la historia, a lo que había escuchado, a su imaginación, “porque la memoria, en últimas, es ficción”. Sus palabras fueron ficción cuando se encontró con la memoria del poeta Ángel González, “una de las figuras más importantes de la poesía española posterior a la Guerra Civil”. Una tarde de 1980, García Montero lo llamó para hacerle un homenaje en la revista para la que escribía. Fotos, manuscritos, documentos, libros.

Se citaron en la plaza de San Juan de la Cruz, Madrid, pero sólo se dieron cuenta de su error cuando vieron la plaza repleta de hombres y mujeres vociferantes que ondeaban, histéricos, cientos de banderas españolas con un águila imperial en el centro. Era 20 de noviembre, el día de las extremas derechas en España. Un 20 de noviembre había fallecido Francisco Franco. Un 20 de noviembre había nacido José Antonio Primo de Rivera. Entre esos dos días, y entre ellos dos, la historia de España se tiñó de sangre, de odios, de muerte, de olvido. González aguardaba en la puerta de una cafetería. García Montero lo saludó. Tal vez ni siquiera alcanzó a saludarlo, porque González lo tomó del brazo, presuroso, y le dijo vámonos que si nos reconocen nos matan.

Se marcharon a toda prisa. Se fueron a la casa del poeta. Hablaron y ya nunca más dejarían de hablar, hasta que González murió el 12 de enero de 2008. “Él recordaba su infancia, una infancia única que había pasado por la dictadura de Primo de Rivera, por el reinado de Alfonso XIII, por la Guerra Civil, la derrota, los caídos, los vencedores, la postguerra, Franco, las censuras”. García Montero le insistió hasta la saciedad para que escribiera sus memorias, pero González le respondió siempre que no. Estaba cansado. Cansado de sus años, pero más que de sus años, de sus luchas, de su resistencia, de escribir y escribir con un eterno censor en su oído, de evocar la muerte y las muertes de su hermano, las vejaciones y la vejación hacia sus amigos y su vecinos y su familia.

Cansado. Apaleado porque sus heridas y las heridas de cientos de miles de españoles como él fueron olvidadas en nombre del futuro de la democracia. La ley del silencio, la ley del olvido. Él también tuvo que callarse y olvidar, aunque jamás olvidara. “Cuando murió Franco, en 1975, la gente tenía miedo. Para que no hubiera represalias, España hizo de cuenta que nada había ocurrido. La democracia, el futuro, eran lo más importante. Cualquier recuerdo, una mención a la violencia, a la barbarie que se había vivido, podían derivar en más sangre”. Un día García Montero le dijo al poeta que entonces él iba a escribir su historia. Y escribió. No sé si ustedes conocen al poeta Ángel González. Su palabra revela una mezcla de filósofo clásico y de anciano del lugar, de superviviente estoico que lo ha visto todo y lo cuenta todo, mientras pide una última copa para no dar por terminada la noche que de manera inevitable se pierde ya por la grieta rojiza del amanecer.

Garabateó. Vivir una guerra es ver que un obús entra a merendar en la casa y no estalla, o sentir que una bala deja un agujero redondo y perfecto en el cristal de la ventana, cruza por el salón, pasa por una de las rendijas del biombo, deja otro hueco redondo y perfecto en el cristal del aparador y se incrusta en la pared, sin herir a nadie, sin romper una taza de café, sin rozar una de las copas de la tía Clotilde. Pero la buena suerte suele enamorarse de la mala suerte, van siempre juntas, duermen en la misma cama. Y continuó. Tachó, reescribió, borró. En una página que fue un pasaje que fue un recuerdo del poeta, copió Mañana no será lo que Dios quiera, la frase que le dijo uno de sus hermanos a Ángel González como respuesta al saludo de una profesora francesa en los días de celebraciones del triunfo de los republicanos, 1936.

Después, después todo empezó a oscurecerse. Los republicanos perdieron la guerra. Los poetas y los profesores fueron fusilados o tuvieron que huir. De una u otra forma cayeron García Lorca, Antonio Machado, Rafael Alberti, Juan Ramón Jiménez, Pablo Neruda, Miguel Hernández, Luis Cernuda. Cayeron o desaparecieron, pero sus versos no, sus ideas los trascendieron. Se colaron en los sótanos y los suburbios, pese a los funcionarios y a los sacerdotes que censuraban, pese al terror, y dejaron su inmenso legado de memoria para que medio siglo más tarde los hijos de sus pares los desenterraran y empezaran a clamar justicia porque las heridas, como escribió García Montero, sólo se curan cuando se limpian. Porque la guerra, como escribió Ángel González, sólo pretende liquidar el pensamiento. Si alguno de vosotros pensase yo le diría: no pienses.

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(*) Periodista, escritor y editor de El Magazín online y de la sección de cultura del periódico El Espectador. Además, tiene a su cargo la edición de los Lunes Festivos.

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