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Lace

MujerPalida

Francisco Barrios*

Casarse con un boxeador es mala idea. Aunque el hombre sea buena persona, la menor rabieta en casa puede generar el temor de que le dé una trompada fulminante a su mujer. Si eso no pasa, a lo que el deportista no va a escapar nunca es a los reproches e ironías de la esposa: “Qué, ¿a mí también me va a pegar?” O: “¡Claro! En el ring es un berraco. Pero para pedirle plata al manager, ahí sí se le cuajan.”

Por eso cuando Lace nos contó que se iba a casar con un árbitro, nos pareció chévere. Mi papá y yo le hicimos los chistes de rigor: “Que no le vaya sacar tarjeta roja, ¿no?” “No se deje pillar fuera de lugar”. Pero después del tercer chiste, mi mamá nos dijo que no la molestáramos más, así que nos concentramos en los detalles de la boda.

La ceremonia fue en la iglesia del barrio y en la fiesta (a la que asistieron todos los compañeros del Colegio de Árbitros) repetimos los chistes sobre la profesión de mi cuñado. Pero como era cosa de tragos, esa vez mi mamá no dijo nada y sólo se reía.

Pasaron unos meses y todo parecía marchar muy bien. Carlos Arturo, el árbitro, parecía de buen talante, y aunque a veces se quejara de su oficio, era un marido amoroso y nos conseguía boletas para el estadio a mi papá y a mí. Nos encontrábamos en su casa, salíamos los tres para El Campín, y aunque mi cuñado era todo un profesional, de camino al estadio siempre le preguntábamos por su favorito:

—¿Millonarios o Santafecito lindo? —le preguntaba mi papá.

—Millos gana. Sí o no. Sí o no —intervenía yo.

En el último clásico, Carlos Arturo no pitó un penalti a favor de los rojos y al terminar el partido tuvo que salir de la cancha escoltado por los cucarrones de la ESMAD*. Mi papá y yo lo esperamos en el camerino y salimos por la puerta de atrás, no fuera a ser que los hinchas cardenales lo reconocieran.

Cuando llegamos a su casa, Lace, que nunca iba al estadio, abrió la puerta y se le abalanzó al cuello:

—Mijo, yo pensé que le había pasado algo malo. En el noticiero le dieron muy duro.

Mi papá y yo nos miramos: aunque su marido no llevara el trabajo a casa, los dos sabíamos que Lace lo obligaría a hacerlo. Nos despedimos de ellos y salimos para la casa.

Desde niña, mi hermana era muy nerviosa y enamoradiza. Cuando estábamos en el colegio sometía a sus noviecitos a extensos interrogatorios sobre las clases, los amigos, los recreos, las tareas. Después, cuando entró a trabajar, se enamoró de Henry, un técnico de sistemas, y de tanto preguntarle por su oficio se volvió una experta en computadores. Después rompieron y a ella la echaron por acoso laboral.

—Bueno mijo, por lo menos ahora vamos a poder hablar de fútbol con su hermana —atinó a decir mi papá.

—Sí. Pero eso no fue penalti, papá. Ustedes sí es que son muy tramposos.

Mi mamá ya nos tenía lista la comida. Nos sentamos a la mesa y seguimos comentando las incidencias del cotejo hasta que ella nos recriminó nuestra falta de atención:

—Todo eso está muy bien, pero la que me preocupa es la niña.

Mientras estábamos en el estadio, Lace se había quedado con mi mamá y no había hecho más que hablarle de su nueva vida con Carlos Arturo. Y lo que angustiaba a mi mamá era que a pesar de llevar apenas un par de meses de casados, mi hermana ya lo sabía todo sobre las rutinas, los entrenamientos, el Colegio de Árbitros, la Dimayor, la Comisión, los comentaristas de fútbol, el sueldo y hasta el número de pares de guayos de su marido.

—¿Por qué no habla con ella, Nelson? —me pidió con un tono de súplica.

Al día siguiente invité a Lace a tomar gaseosa y, a medida que hablaba, pude ver que los temores de mi mamá no eran infundados:

—Yo le hago su marcación hombre a hombre, Nelson —me decía en un tono que delataba su obsesión—. Pero él evade la marca y me gana la espalda. Sobre todo los domingos. ¡Hijueputa! ¡Hijueputa!

—Es peor que lo que pensé —fue lo único que dije en la casa cuando me preguntaron cómo me había ido.

Carlos Arturo dejó a Lace después de encontrarla un domingo escondida debajo de la banca del camerino de los árbitros. Había ido demasiado lejos y esta vez temimos que se quedara soltera una vez más y para siempre.

—Perdí por “w”, Nelson —me dijo mi hermana la tarde en que volvió a la casa con sus maletas.

—Otra vez juntos, chiqui —le dije con una sonrisa de porrazo: tendría que desocupar unos cajones de la cómoda y quitar el afiche de Millos para que Lace se acomodara en mi cuarto.

—Pero esta vez sí pilas —me advirtió— que vengo reventada.

Mi papá y yo atendíamos la papelería Versalles y no nos iba mal. Teníamos que estar todo el día detrás del mostrador y aunque el negocio quedaba en el garaje de la casa, a veces ni siquiera entrábamos a almorzar. Mi mamá mandaba a mi hermana a preguntarnos si subiríamos o no, y cuando mi papá estaba de buen humor le mandaba a decir que no, me invitaba al almorzar y despachaba a Lace al restaurante de la esquina a que nos trajera un corrientazo:

—Pero se lo descuento del sueldo, chino —me decía siempre que pagaba mi almuerzo. A fin de mes yo ya sabía que mi trabajo en el negocio familiar no me dejaba un centavo.

Un día Lace llegó del restaurante con los dos platos en la mano, los dejó sobre el mostrador con prisa y soltó la risa que llevaba contenida desde que cruzó la calle:

—¿De qué se ríe? —le preguntó mi papá.

—El payaso. El payaso del restaurante que me hizo un chiste. Un chiste buenísimo.

El payaso se llamaba Orlando y llegaba todos los días a las once de la mañana. Se cambiaba en el baño del restaurante y salía con su traje de colores, el maquillaje que le prestaba la dueña del local y un megáfono: “¡Invite a la señorita a un delicioso almuerzo!” Vociferaba por el megáfono. “Si la niña sufre y llora, es por un payaso, señora.” “Hoy le tenemos la sopita de cebadita perlada, la carne asada, el maduro, el postre…” Su rutina terminaba a las dos de la tarde. Casi siempre, antes de irse, pasaba un rato por la papelería y conversábamos.

—¿Y ese primor es su hermanita? —me preguntó una tarde mientras yo despachaba en el mostrador a Don Pera, el dueño de la funeraria del barrio.

A pesar de su carácter obsesivo, Lace era hermosa. Gustadorcita. Alguna vez, en la época del colegio, yo había terminado pegándole a mi mejor amigo porque me había preguntado que mi hermana y yo qué, que si nunca nada, que si a veces no me daban ganas aunque fuéramos hermanos. Tan sapo.

A la semana siguiente, Lace nos dejó el almuerzo y se despidió. Mi papá le pidió que le diera una razón a mi mamá, pero la niña le dijo que tendría que esperar a que volviera:

—¿A que vuelva de dónde? —le pregunté.

—Voy a almorzar con Orlando. Después subo.

Mi papá y yo nos miramos y soltamos la carcajada al mismo tiempo.

—¡Está saliendo con un payaso!

—¡Que no le vaya a salir con una gracia!

—¡Dígale que con la plata no haga chistes!

La noche del viernes, Lace se presentó en la casa con Orlando. El tipo exageraba su seriedad y remataba cualquier tema de conversación con una reflexión profunda, como para que nos olvidáramos de su oficio. Pero después de unos aguardientes el ambiente se relajó y, como siempre, terminamos hablando de fútbol.

Me disgustó mucho que Orlando fuera del Boyacá Chico y lo amenacé de muerte (cosas de tragos), pero me alegré por mi hermana: su nuevo pretendiente se había ganado el favor de mi papá.

Cuando Lace bajó a acompañar a Orlando a la puerta, mi mamá nos pidió que no molestáramos más a la niña: había recuperado el color después del divorcio; había ganado unos kilitos que la hacían ver muy bien y echaba unos chistes buenísimos al desayuno: “Iban un pastuso, un paisa y un cachaco por la selva…” se convirtió en el preámbulo de mis mañanas después de que salíamos del cuarto.

Yo conocía a Lace como nadie y sabía que ella siempre asimilaba la personalidad de su novio de turno. Ahora que todo marchaba bien con Orlando, mi hermana había empezado a vestirse con colores vivos y se maquillaba demasiado. Sin embargo, a mí me gustaba como se veía y por eso no le daba mucha cuerda a mi papá cuando decía que la niña parecía un payaso (en lo que sí estaba de acuerdo era en que había sido una lástima perder las boletas para el Campín, pero aparte de eso, ahora que Lace estaba de vuelta en la casa, me sentía menos solo).

Mi hermana compensaba su obsesividad con su belleza y con una generosidad enorme que se manifestaba en los regalos de cumpleaños y del Día del Amor y la Amistad. Aunque a mí me regalaba cualquier artículo de la papelería que no costara más de cinco mil pesos, a los novios siempre les daba regalos costosos que tardaba meses en pagar. A un tonto del colegio al que le gustaba mucho estudiar (y al que también le pegué alguna vez, por metido) le regaló una enciclopedia carísima; al técnico de sistemas, le dio un protector de pantalla que en esa época era una novedad; al árbitro, antes del divorcio, le regaló una sudadera Nike que parecía original, y a Orlando le regaló un libro de chistes y un vestido de payaso importado con kit de maquillaje y peluca. Ese fue su error.

Orlando era un payaso dedicado, pero su verdadera profesión era la de vendedor. En un mal momento había decidido coger cualquier trabajo, pero no pretendía quedarse de payaso de restaurante toda la vida. Cuando salía del trabajo asistía a unos cursos de ventas, y su relación con Lace le había dado más ánimos para superar su situación actual. Mi hermana sabía de sus aspiraciones, pero como estaba enamorada se dejó llevar por su entusiasmo; pensó que a pesar de que la payasada fuera un asunto temporal, era buena idea animarlo. Además, a ella le encantaba verlo decidido a vestirse de payaso.

El novio le hablaba todos los días de sus planes cuando dejara ese oficio. Nunca se quejaba de su suerte, pero era obvio que se sentía humillado, en medio de la calle, con un megáfono en la mano invitando a gritos a los transeúntes a probar un almuerzo barato. El regalo de Lace fue como una bofetada que dio al traste con su noviazgo. Al día siguiente, mi hermana se pintó una leve curva descendente en las comisuras de los labios.

Mi papá y yo le recriminábamos sus impertinencias y su arrebatos, pero tampoco queríamos herir sus sentimientos. Cuando la oía suspirar en la cama, yo siempre le decía: “Tranquila chiquita, usted se va casar con un príncipe. Como se lo merece”. Mi mamá, por su parte, siempre se compadecía de ella y no le reprochaba nada. Aunque a veces le insinuara que tal vez se dejaba llevar demasiado por sus sentimientos, siempre encontraba alguna razón que explicara la conveniencia de su último fracaso. “Mijita, ¿pero usted sí se veía casada con un payaso? Y si tenían niños, qué iban a decir en el colegio: ¿que su papá es un payaso?” “Usted lo que necesita es un hombre maduro. Hecho y derecho.”

La insistencia de mi mamá con esto último fue lo que, a mi parecer, selló la suerte de Lace. Después de haber roto con Orlando, mi hermana pasó por una etapa de duelo en la que no quería saber nada de los hombres. Llegaba de hacer vueltas con mi mamá y se echaba en el sofá a ver televisión hasta la hora de la comida. Después se metía al baño, se alistaba durante horas para irse a dormir y se metía a la cama dizque a leer. Yo me quedaba en la sala viendo el noticiero con mi papá hasta que pasaban los goles de su equipo. Si había ganado, mi papá abría una botella de aguardiente y me invitaba a un trago. “Mañana llego más tardecito, chino. Le toca abrir a usted.” Si había perdido, se ponía de muy mal humor y me mandaba a dormir: “Tiene que madrugar. O qué se está creyendo, ¿que éste es el Hotel Mamá?” Yo me iba achantado para el cuarto, me ponía la camiseta de Millos y la pantaloneta y me metía en la cama. Entonces, Lace apagaba la luz y nos dábamos las buenas noches. Ella sollozaba, pero yo ya sabía que la pena le duraría, a lo sumo, un par de meses, así que no importaba. Alguien la invitaría a salir y ella aceptaría con desgano. Después de la primera cita me diría: “Ay Nelson… Para distraerme un poquito… Pero usted sabe que nos vamos a quedar solitos… De buenas en el juego, de malas en el amor…” En la segunda cita ya habría recuperado la alegría y se repetiría todo el ciclo (incluyendo mi parte).

—No me moleste más, Nelson —me recriminó una mañana en la que yo estaba de turno en la papelería y le pegaba calcomanías en la espalda.

—Pero chiqui, si yo a usted la respeto —y mientras la miraba tratando de adivinar si ya se le había pasado la tristeza, llegó Don Pera, el de la funeraria.

—¡Qué dicen los Gómez! —dijo con su entusiasmo habitual—. Parece que se murió alguien y yo sin enterarme. ¿Fue que se lo llevaron a la competencia?

Además de ser hincha del DIM, Don Pera había enviudado dos veces. Como atendía una funeraria, siempre se vestía de oscuro y tenía un aire grave, pero su expresión contrastaba con su amabilidad, sus buenos modales y su baja estatura. A pesar de la mala reputación de los de su gremio, en el barrio nunca se oyó hablar mal de Don Pera; era tan querido por todos, que la muerte de sus esposas se vio como una trágica coincidencia con su oficio y no como un ajuste de cuentas de la vida.

—¡Compadre!— le dijo mi papá, al tiempo que salía de atrás del mostrador para intercambiar un abrazo y unas fuertes palmadas en la espalda.

—Permítame invito a estos muchachones a la tienda de la esquina.

Mi papá no puso ningún reparo y estuvimos hablando con Don Pera por largo rato.

Lace siempre me decía que yo la celaba mucho. Era cierto que yo me irritaba cuando salíamos con alguno de sus pretendientes, pues nunca me ha gustado hacer de violinista, pero cuando se trataba de un amigo de la casa, como Don Pera, yo me olvidaba de todo y nos relajábamos.

—Penas de amor¬ —le dijo Lace al viejo cuando le preguntó por qué se veía tan achicopalada.

—Esas penas son como un entrenamiento, niña. Uno va a aprendiendo a encajar los golpes hasta que le llega alguien de su misma categoría. Entonces, ahí uno no comete los mismos errores ni le pegan en las mismas partes. Claro que sigue habiendo golpes. Pero los duros, uno ya aprendió a esquivarlos. Boxeador viejo pelea contra las cuerdas, ¿sí me entienden?

—Tan divino el cuchito —me dijo Lace esa noche. Por un instante pensé que tal vez le gustaba, pero me pareció una idea ridícula. Me dí la vuelta, apagué la luz y le dí las buenas noches, como siempre.

Don Pera, un hombre hecho y derecho (como quería mi mamá) cortejó a la niña despacio y con mucho tacto. Tal vez su cercanía con la muerte lo había convertido en un experto en los vivos, así que supo llevarla con paciencia. Entendió que sus disparates y su frenesí eran propios de la edad y que sus manifestaciones de amor incondicional eran mejores que cualquier duda sobre su fidelidad. A mí supo manejarme con delicadeza, hasta el punto de que nunca sentí celos de él y dejé de molestar a Lace.

Cuando mi hermana anunció su boda con Don Pera ya había perdido mucho peso. Estaba amarillenta y tenía unas ojeras enormes que resaltaban con los vestidos negros que usaba entonces. No había forma de disuadirla. Nuestro único consuelo era saber que moriría enamorada. Y si yo la quería de verdad, eso debía bastarme.

*Colaborador de El Magazín. Puede encontrar otros de sus textos en http://franciscobarrios.wordpress.com/

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