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Mi amigo Elvis Presley

Elvis Presley
Elvis Presley

Miguel Castillo Fuentes *

Conocí a Elvis Presley y por algún tiempo fue un buen amigo. Era  alcohólico y la última vez que lo vi con vida debía pesar más de 150 kilos. Le gustaban las mujeres jóvenes, bellas y graciosas, usaba siempre camisas hawaianas y nunca aprendió hablar bien español. Murió hace tres días, ayer fue su funeral y estuve allí.

El 16 de agosto de 1977 se acabaron todas las flores de Memphis, así que fue necesario llevar coronas y ramos de todo el mundo. Miles de personas y 16 Cadillacs blancos acompañaron su ataúd; su manager, el coronel Tom Parker, también estuvo allí, esperando que el padre de Elvis, el señor Vernon Presley, firmara unos papeles que le daban la exclusiva para montar una empresa de mercadeo con la imagen de El Rey. Vernon Presley estaba tan mal que no sabía qué hacer sino regalar las flores de su hijo a cualquiera que se acercara a la tumba, firmó los papeles cuando el coronel se acercó, y como después de eso se sintió peor, siguió dando flores hasta que no quedó ni una sola para adornar la tumba de su hijo.

A los cuarenta y dos años, un día después de haber muerto, llegó a Buenos Aires Elvis Presley. Al bajar del avión su nombre era John Burrows y aún se parecía demasiado a Elvis Presley. Ese mismo día, los agentes del servicio de protección de testigos del FBI le asignaron la identificación y el pasado de Jesse A. Smith, sargento en retiro del ejército norteamericano. Le dijeron que se dejara crecer el cabello y el bigote. En un hotel, con vista al Obelisco, le afeitaron las patillas

Al principio, el señor Smith sólo tenía problemas con el idioma; varios profesores lo intentaron con diferentes métodos, y ninguno obtuvo un gran avance. La verdad es que el señor Smith no hizo un gran esfuerzo porque prefirió acostumbrase a otro Smith, el agente Smith, que lo acompañaba a todos lados y hablaba a la perfección español, así que le traducía todo. Pasaron seis meses, y lo único que aprendió fue a pedir diferentes platos de carne y cerveza; como él mismo me dijo alguna vez, era lo único que necesitaba en esos días.

Cómo en realidad llegó a Cuatro Esquinas Elvis Presley, El Rey, no lo puedo decir; no recuerdo que me hubiera dicho Llegué al pueblo por esto o por esto otro, nada de eso. Por eso no creo que supiera de Cuatro Esquinas antes del 16 de agosto de 1977.  Lo que sí sé, o mejor dicho sé a medias, es que al poco de haberse acostumbrado a Buenos Aires sufrió el primero de varios ataques de esquizofrenia. El agente Smith resultó, en secreto, fan del Rey, y le encantaba hablar de música  cuando estaba seguro de que nadie los escuchaba. Al otro, a Jesse A. Smith también le gustaba hablar, pero no con la voz del Agente Memphis, una llamada segura una vez a la semana, y que al poco tiempo se convirtió en una única entrevista en un café, cerca a la Plaza de Mayo. El tal Memphis resultó ser un tipo un poco más alto que Elvis, de traje negro, zapatos de charol negro, maletín de cuero negro, un reloj con correas negras, y ojos azules cubiertos por unos lentes oscuros. Ya por teléfono Memphis le había recriminado por ir a comprar los boletos aéreos en persona, cuando dos horas antes ya se suponía que estaba muerto. Ése día, el Agente Memphis de nuevo lo molestó; mientras Jesse trataba de tomarse una taza de chocolate caliente, y Memphis se fumaba su tercer cigarrillo, le informó que un grupo de reporteros, fotógrafos, y algunos hombres de la mafia buscaban a Elvis Presley por Argentina, todo porque se supo que un hombre muy parecido al Rey, el día de su muerte, compró un boleto aéreo para esta parte del mundo. El chocolate se enfrió, Jesse A. Smith no pudo tomárselo porque sintió algo en el estómago al ver la nata que se formó, y como no pudo encontrar por ningún lado al agente Smith, creyó que todo era una trampa. Y para colmo el maldito de Memphis repitiéndole que no se le olvidara, ya era hora de pensar, hablar y actuar como el sargento en retiro Jesse A Smith. 

Un día cualquiera de 1978, en Buenos Aires, el señor Jesse A Smith sufre ataque de paranoia, y empieza a gritarle al agente Smith que una serie de sujetos, todos con cara y sombreros de italianos, los han estado siguiendo durante el día. Por desgracia Jesse Smith no se calma cuando el agente Smith le dice que él ha estado atento todo el tiempo, y si es que le parece ver a mucha gente con cara de italianos, es porque están en Argentina, y los argentinos tienen nariz de italianos. En una de las avenidas de la ciudad de Buenos Aires, un día cualquiera de 1978, un hombre de unos cuarenta y cinco años, con cabello casi a los hombros, gordo y con un bigote postizo, empieza a llorar y correr; al poco un amigo lo alcanza y logra tranquilizarlo. Un día cualquiera, para ser más concretos el 17 de abril de 1978, el FBI descubre que tiene problemas para cuidar el anonimato del Rey muerto del Rock and Roll.

Aquí en Cuatro Esquinas sólo hay un hotel, y su dueño murió hace tres días. Como el nombre de un hotel poco importa cuando no existe competencia, poco importó el nombre que le colocó su dueño. El Hotel de los Corazones Rotos está a cierta distancia del pueblo; es una casa grande de madera, de tres pisos y balcones en cada uno de sus cuartos. Fue el mismo Jesse Garon quien la mandó a construir un año antes de instalarse en el pueblo. Jesse Garon, antes de ser mister Jesse Garon, se llamó Aaron J. Smilly, y antes Jesse Parker, y mucho antes Jesse A Smith, y antes también se hizo llamar, algunas veces, Jhon Burrows; pero antes que cualquier otro nombre, él se llamó Elvis Aron Presley, o al menos eso era lo que decía. 

En junio de 1978 llega a la ciudad de Lisboa el señor Jesse Parker. Como me dijo alguna noche, el cambio de nombre y de continente le hizo buen efecto, se transformó en un hombre de 80 kilos, de nuevo con habilidad para el Kempo y las mujeres; fueron mis mejores días después de la muerte. También dejó de ver sombreros italianos. Me dijo que en Lisboa estuvo hasta enero de 1979, cuando una llamada del Agente Menphis le informó que el programa de protección y reubicación de testigos del FBI debía cumplir una misión relámpago; Elvis Presley debía regresar a Estados Unidos, ya era hora de que El Rey cantara lo que sabía.

Esa noche en el bar del hotel estábamos la Hermosa Betty, Elvis, Lucía y yo. La Hermosa Betty no se llamaba Betty, pero sí era hermosa. Desde el principio, y por el tiempo que vivieron juntos, Elvis la llamó La Hermosa Betty; su nombre verdadero era Fernanda, pero como Elvis le decía todo en inglés y medio cantado, por esos cinco meses Fernanda Castellanos, de 23 años, semi-feminista porque no usaba sostén y fumaba marihuana, se llamó the Beautiful Betty. No entiendo por qué, pero Lucía y la Hermosa Betty, nunca creyeron que mister Jesse Garon fuera Elvis Presley. La verdad yo tampoco, hasta hoy. Lucía me dijo una noche que el señor Garon le parecía el hombre más gordo y divertido de todo el mundo, y que si se dejara las patillas sería el viejo más hermoso. La Hermosa Betty no decía nada, sólo reía; no le importaba si era Elvis Presley o no, para ella todo era estar ahí y reaccionar un poco cada vez que escuchaba esa canción un poco triste y dulce, que iniciaba con un simple the Be auti ful Bettyyyy, they come to me, my beautiful Betty… para ella sólo era esa canción, el que la cantara podía ser quien quisiera ser, eso no importó nunca.

Jesse Garon, o mejor dicho, Elvis Presley, no dejaba de reír cada vez que contaba la historia de Kissinger y La Fraternidad. Lo mejor era cuando imitaba esa cara de perro viejo con anteojos, intentando saber por qué creyó en el Rey del Rock and Roll. “La Fraternidad” no era más que un grupo de muchachos que se encargaba de entregar drogas en las mejores fiestas, los del FBI ya sabían quiénes eran, y hasta el momento no hacían mucho porque sencillamente era un grupo sin importancia alguna. Sobre los jefes de la organización, Elvis confesó, frente a Kissinger, que algunos de los despachadores de anfetaminas, marihuana y cocaína, de verdad parecían mafiosos importantes, hasta una noche vio a uno de ellos en Las Vegas, con Sinatra. Recuerdo que Elvis, esa noche con 142 kilogramos y una camisa hawaiana con flores rojas, no paraba de reírse y repetirlo todo, la cara de Kissinger y la idea que debió pasar por esos ojos de botella al recordar que Nixon ya le había advertido que Elvis era un viejo que no paraba de engordar, y que mejor no le pusieran atención. Para la primavera de 1979 el gobierno de los Estados Unidos no sabía qué hacer, porque para ser sinceros, en esos días El Rey estaba listo para regresar. Y los cuatro riéndonos con semejante historia, y la cerveza, y el humo de los cuatro cigarrillos que pasaba y nosotros igual de alegres porque a Elvis se le dio por imitar de nuevo a Kissinger…

El Rey estaba listo para regresar, pero no regresó. El plan era que Elvis Presley volvería siendo el mejor de todos, con su mejor voz, de nuevo joven y con la nueva leyenda de Héroe; el perfecto Rey y héroe del Rock and Roll que arriesgó todo para librar a América del mal camino, de las drogas, y hasta por qué no (si con un buen manejo de cámaras y canciones se podía), del comunismo. El disco se llamaría Elvis Live, I Special Concert, The Return… A new night in Las Vegas, un gran concierto donde lo acompañarían, entre otras estrellas, Frank Sinatra, Yoko y John Lennon, The Rolling Stones, y el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica. Todo eso sólo después de que el FBI, con la gran ayuda de El Rey del Rock, apresara a la más peligrosa y corrupta organización que haya pisado suelo Norteamericano. Elvis me dijo que para 1979 ya tenía ensayadas cuatro canciones, entre esas la que cantaría a dúo con Sinatra, pero como nadie importante fue preso, y el gobierno no quería mostrar la cara de tonto por creerle a Elvis Presley, alguien dijo que lo mejor era que “El Rey” continuara en Protección y reubicación de testigos, se le asignara una nueva identidad, lugar de residencia, y nuevos agentes que lo protegieran de la mafia.

Desde agosto de 1980, hasta diciembre del 83, trabajó como imitador de Elvis en Las Vegas. Su nuevo nombre, Aaron J. Smilly, músico fracasado con el único talento de cantar parecido a Elvis Presley, le daba la oportunidad de trabajar de jueves a sábados. El agente Smith dejó de acompañarlo, y el agente Memphis dejó de telefonear. El contacto del FBI pasó a ser una chica que lo veía los viernes en la noche, mientras él cantaba. La agente no le decía señor Presley, ni Elvis, ni nada, sencillamente jamás hablaron. Ella buscaba una mesa visible desde la tarima, para que el hombre de peluca y patillas postizas supiera que Ella había llegado y estaba por él, sólo por él. Me dijo que un viernes no quiso trabajar; llamó al casino y dijo que su madre había muerto. Caminó un poco, sólo hasta que subió a un autobús, y se sentó junto a una de las ventanas. A una hora cualquiera de una infinita noche de Las Vegas, al mismo tiempo en el que cientos de imitadores de Elvis cantaban, Aaron J. Smilly entró a L-Bar y pidió una cerveza; allí, sentada en la barra, la agente de los viernes por la noche lo miró muy bien, lo reconoció y dejó escapar un poco de humo de sus labios. Esa noche Elvis sólo podía pensar que ella era la mujer más hermosa que había visto nunca.

Aaron J. Smilly siguió trabajando como imitador de Elvis de jueves a sábados, pero la chica no volvió; tal vez porque el FBI prefería que el protegido no supiera quiénes eran los encargados de su protección, o también porque ella fue necesaria para una misión secreta en Rusia, y fue descubierta y capturada, o por cualquier cosa, pero ella no volvió. Fue reemplazada por algunos agentes que se hacían pasar por clientes, amantes, amigos, y hasta uno que también trabajaba como imitador de Elvis, y eso a mi amigo Elvis Presley no le gustó.

En Cuatro Esquinas la vida no avanza mucho, pero aun así es un lugar hermoso. Al atardecer, en los últimos años de su vida, Elvis Presley solía caminar desde el hotel hasta el pedazo de línea férrea que dejó de construirse a tan sólo 500 metros del pueblo; el recuerdo de un pasado que jamás existió, pero que sigue oxidándose. Cuando regresaba al hotel colocaba algún disco de ópera, abría una botella, y se sentaba tranquilo sobre su propio peso, como una morsa extraña  perdida en el desierto.

Antes del invierno del 83, Elvis Presley dejó su empleo de imitador de él mismo, agarró una maleta de cuero que tenía una E y una P doradas, enormes, ahí incrustadas como si nada. Se fue de Las Vegas y se despidió de sus amigos-agentes más cercanos; el otro imitador de Elvis brindó en su honor, y por un momento creyó ver sentada en una de las mesas a la agente de los viernes por la noche, pero como recordó que era domingo, y que en una hora se iba, prefirió tomar un largo trago y volver a abrir los ojos para asegurarse de que ella nunca volvió. Viajó sentado junto a una de las ventanas del avión y no pudo dormir. A veces lo distraían algunas nubes hermosamente iluminadas, pero la mayoría del tiempo, Elvis Presley lo que hizo fue encender una luz para poder releer La Autobiografía de un Yogui.

Cuando lo conocí ya era bastante gordo, tenía una camisa hawaiana y estaba bebiendo una cerveza. El hotel llevaba unos pocos años y la mayoría del tiempo no hay nadie allí, excepto el dueño, dos camareras, una cocinera y un gato. El hotel de Jesse Garon es un lugar perfecto para escribir, y el viejo Jesse era un buen amigo. Al viejo lo mató hace tres días su corazón.

Al llegar a Paris decidió llamarse definitivamente Jesse Garon. A pesar de todos los cambios de identificación por los que había pasado, Elvis Presley no sabía aun cómo conseguir otra, así que llamó al FBI.  Lo dejaban en la línea de espera, ignorándolo como si no supieran quién era él, así varios días hasta que se cansó y mencionó al agente Memphis; al otro día la voz de alguien que dijo ser el agente Memphis lo llamó. Dos horas después un empleado del servicio postal francés tocó en una de las puertas de la rue Notre-Dame-des-Champs, y le entregó a mi amigo Elvis Presley un sobre de manila común y corriente. En el recibo, Elvis Presley se sintió feliz al firmar como Jesse Garon.

Es por el hotel de Jesse Garon que Cuatro Esquinas es un sitio perfecto para escribir; el pueblo es pequeño, y aunque la gente es un poco entrometida, es buena gente, y no sabe mucho del resto del mundo. Cerca al Hotel de los Corazones Rotos existe un pedazo de línea férrea inconclusa. Cada vez que Lucía y yo sentíamos ganas de ir, íbamos, y era de verdad hermoso ir con ella, sentarnos en los rieles y hablar, y reír, y mirarnos, y besarnos, y a veces hacer el amor. Al regresar al hotel nos recibía el viejo Jesse con un trago. A Lucía le encantaba la gracia con la que el viejo dominaba sus 140 kilos, sus camisas hawaianas, el alcohol, y un gato también gordo y viejo llamado Always Brilliant, que siempre andaba en el bar, ronroneándole a Jesse.

Al cumplir los diez años, papá Vernon le regaló su primera guitarra, la mejor del mundo. Tan pronto aprendió a rasgar las cuerdas y a mover los dedos en forma de Do, Fa y Sol, Elvis Presley se puso su mejor traje de cow-boy, con sombrero a lo Hopalong Cassidy, y cantó “Old Shep”. La gente de Tristate, que no tenía nada mejor que ir a un concurso de canto organizado por una casa de leches para niños, enloqueció, y no paró de aplaudir cuando el pequeño vaquero terminó. Elvis me dijo que ése día pudo haber sido perfecto, pero como no pudo entrar mamá, todo el tiempo estuvo nervioso, cantando mal y moviendo los dedos también mal, y no entendió por qué la gente aplaudía, si podía cantar mucho mejor.

Ayer regresé al Hotel de los Corazones Rotos y sigue siendo un buen lugar para escribir. Su dueño, el viejo Jesse, murió. Su verdadero nombre era Elvis Presley. Estuve en su entierro y todo el pueblo también. Se que obtuvo el nombre de Jesse Garon en Paris, y después de eso volvió a ser feliz y viajó por el mundo. Volvió a Estados Unidos para visitar la tumba de mamá y papá; en el cementerio de Priceville buscó la tumba de su hermano y como no la encontró, siguió vagando por el Sur. También sé que se cansó de viajar, y por alguna razón terminó en Cuatro Esquinas, siendo el dueño del mejor Hotel del mundo. En el bar del hotel cuelga una hermosa guitarra de diamantes y madera negra, pero jamás vi que Elvis la tocara. Siempre usaba camisas hawaianas, era alcohólico, y un día antes de morir un estudiante de medicina le tomó la tensión.

Hace tres días a mi amigo Elvis Presley se le dio por morir de un infarto cuando caminaba por la línea férrea que cruza por Cuatro Esquinas. Había bebido como nunca, tenía una camisa hawaiana color roja, con flores amarillas, y pesaba 152 kilos. Ahora que estoy en el bar del Hotel, bebiendo una cerveza para el dolor de cabeza, Always Brilliant me mira y parpadea un ojo y luego el otro. Estoy pensando que jamás creí que mi amigo Elvis Presley fuera en realidad Elvis Presley; no había razón para creerle, total, todo el mundo sabe que Elvis Presley murió de sobredosis, o un infarto, o por comer mucho, el 16 de agosto de 1977. Yo conocí a un tipo que la gente llamaba mister Jesse, dueño del mejor hotel del mundo, que le gustaba la ópera, las mujeres jóvenes, y decir que él era en realidad Elvis Presley. Como no tenía patillas, estaba viejo, demasiado gordo y vivo, la gente no le creyó. Yo siempre puse cara de Yo te creo Elvis, porque con esa combinación de Lucía,  tragos y Lucía de nuevo, poner esa cara se me hacía muy divertido. Lucía me decía que el señor Garon le parecía el hombre más gordo y divertido de todo el mundo, y que si se dejara las patillas sería el viejo más hermoso, pero que por favor dejara de poner tanta cara de Yo te creo Elvis, porque si seguía así me lo iba a creer. Ayer, después del funeral, regresé solo al Hotel, y lo mejor que encontré para hacer fue sentarme en el bar y emborracharme.

Desperté con sed, recordando que Lucía hace unos meses se fue y debe andar por ahí, bien tranquila, sin saber que el señor Garon murió, ayer fue el funeral y estuvo algo extraño. Los cuatro muchachos que cargaron el ataúd no tuvieron muchos problemas, estaba tan ligero que hubieran podido cantar e ir en zigzag hasta el cementerio. La última vez que vi con vida a Elvis Presley, creo que pesaba unos 150 kilos y le era muy difícil moverse; viéndolo en el ataúd parecía incluso haber engordado. No tenía una camisa hawaiana, sino un traje negro y una corbata roja. Las manos brillaban y parecían perfectas. El rostro tenía las cejas tan bien arqueadas que daba la impresión de haber muerto hacía una o dos semanas, y al acercarme bien al ataúd me lanzó un aire más frío del que puede causar un cadáver. Estoy seguro de que Jesse Garon murió y fue enterrado en forma de muñeco de cera en el cementerio de Cuatro Esquinas. También estoy seguro que Jesse Garon era en realidad Elvis Presley, y no ha muerto.

Porque el Hotel de los Corazones Rotos es el lugar perfecto para escribir, y de nuevo estoy bebiendo, y no dejo de pensar en Lucía que me decía que quitara esa cara de Yo te creo Elvis, y resulta que mister Jesse Garon sí era Elvis Presley, estoy escribiendo. Después de morir mister Jesse, mi amigo Elvis agarró su maleta de cuero negro, con la E y la P enormes y doradas ahí incrustadas como si nada, guardó todas sus camisas hawaianas, y se fue de Cuatro Esquinas cuando todos estaban ocupados en el entierro del señor Jesse. Llegó a la ciudad y se fue directo en un taxi hacía el aeropuerto. Con el nombre de John Burrows, y una peluca blanca y una barba postiza para evitar parecerse mucho a él, compró un boleto, y ahora, al igual que yo, debe estar bebiendo esporádicamente de su cerveza mientras mira detenidamente al vacío.    

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(*) Colaborador.

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