El Magazín

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Unas buenas vacaciones

falso_positivo

 

Daniel Ferreira *

“Supongo que esto es la muerte”,
Ambrose Bierce en ‘Parker Anderson, filósofo’.
 
Lo hicieron poner frente a un muro de cemento armado y enseguida lo pulverizaron a tiros. El soldado Piñera y el soldado Coloma, mientras tanto, dispararon hacia el monte de anacos para simular un combate en el pueblo desvanecido en la distancia. Luego el cabo Motta se acercó al cadáver y le puso las botas y la carabina entre las manos, como habían convenido. La granada la introdujo en el bolsillo izquierdo del pantalón del muerto y, al levantarse para ver el disfraz del cadáver ahora convertido en combatiente, rumió entre los dientes: Legalizado.
Los soldados López y Penagos, que habían hecho las veces de pelotón de fusilamiento, cruzaron miradas entre sí, miraron al cabo que terminaba de limpiarse la sangre de los dedos, miraron el cadáver y observaron en la distancia al soldado Piñera y al soldado Coloma que llegaban a toda carrera, el uno a la zaga del otro.

Se miraron.
Ninguno dijo nada.
(Dos días antes, cuando se decidió con el grupo reunido en pleno que el único modo de obtener una licencia de fin de semana para descansar era dando de baja a un enemigo, el cabo Motta se quitó la gorra para recoger el dinero necesario y todos hicieron su aporte en silencio. Piñera y Coloma fueron los encargados de comprar las botas y la carabina a un campesino. La granada la extrajo el cabo Motta del material de guerra y de intendencia incautado a la misma guerrilla en un retén de carretera dos meses atrás. Todo estaba dispuesto para llevar a cabo el plan, pero el problema esencial consistía en ubicar a un candidato ideal que les sirviera de coartada.)
Era un paraje aislado, tupido de vegetación. La misión primordial de los soldados consistía en custodiar una cornamenta de alta tensión que había sido volada cuatro veces en un año. El pueblo más cercano distaba sólo cinco kilómetros y era visible como un yacimiento de carne de coco desde el cerro en el cual se encontraban. Cada vez que los insurgentes volaban la torre se quedaban sin energía tres pueblos y una ciudad. Los soldados llevaban cinco meses allí arriba, y ya se aproximaba la Navidad y al parecer en la brigada no tenían ninguna intensión de trasladarlos.
A quien se le ocurrió la idea fue al soldado Piñera, quien la comentó al dragoneante Penagos, quien lo contó a Coloma y a López mientras cocían en arroz el almuerzo. A Piñera se le ocurrían siempre las mejores ideas. Fue él quien permutó un día veinte latas de atún por quince libras de carne seca a la entrada del caserío. Fue él quien convenció a una prostituta para que subiera hasta la atalaya y se acostara con todos, uno por uno, por veinte mil devaluados.
Penagos era músico. Tocaba guitarra y acordeón, pero allí arriba no había instrumentos y sólo podía cantar golpeando una tabla en forma de tambor que dejaba escapar un ruido hueco. Alrededor de él se reunían todos, y era Penagos quien tenía la confianza ganada ante el cabo Motta.
Coloma y López eran de una tierra fría de silencios misteriosos, reservados, y por tanto fue Penagos quien debió lidiar con el cabo y tratar de convencerlo.
El cabo lo oyó sin que le temblara un músculo facial. Pelaba una naranja con movimientos leves, y no perdió de vista la hoja del cuchillo y el rizo de corteza mientras el soldado le contaba el plan. Cinco días de descanso era el precio por un operativo exitoso en la brigada. Fabricar un enemigo no costaba mucho. Las botas de caucho y el arma incautada podían comprarse fácilmente a un cazador que vivía al otro lado de la montaña y solía pasar con faras y lapas a la espalda. Dirían que el rebelde intentaba dinamitar la torre de energía y que murió en un enfrentamiento con la escuadra que custodiaba la punta del cerro. El cabo Motta dejó caer el rizo de corteza, tajó dos gajos de naranja y sólo entonces elevó la mirada para ver a Penagos.
¿Y el muerto?, preguntó con simpleza.
Habrá que esperar que aparezca, mi cabo.
(Esa mañana, Robinson Ortega Colmenares, apodado Cauchorroto porque su padre decía en broma que era hijo de un condón desinflado, después de una misa prolongada por la gran cantidad de bautizos y primeras comuniones, evadió a su mamá y se fue a la escuela rural para visitar a la maestra Milena, a quien no veía desde las últimas clases del año lectivo. Salió por la parte más alta, tomó el camino de herradura, subió tres kilómetros por el cerro y pasó frente al puesto militar que custodiaba las torres eléctricas ya pasado el mediodía. Bajo el sol indolente de la tarde, dos soldados llenaban sacos de arena para levantar una nueva trinchera. Robinson los miró de soslayo, pero no los saludó, porque era tímido, y porque era sordo. La maestra Milena era la única que podía comunicarse con él a través de lengua de señas. Su rostro era un relieve de cicatrices porque sufría de epilepsia. Pocas veces su madre lo dejaba solo. No tenía hermanos, le gustaba el fútbol, y siempre que podía hacía ralladuras en forma de corazón en los troncos de los guayabos para escribir dentro la inicial de su nombre y la inicial de la maestra: RyM. Ella lo había admitido en clases pese a tener dieciocho años, carecer del mismo nivel escolar y ser un gigante en un grupo de niños. Robinson siguió con pasos apretados, pero tuvo la impresión de que algo extraño pasaba con los soldados, entonces se detuvo.
Los soldados ya no llenaban de arena los sacos. Habían dejado las palas en el piso, habían saltado del agujero donde iban a levantar la trinchera y ahora hacían señas a dos soldados más, mimetizados en el monte por el color del camuflaje. Movían los labios como si gritaran y hacían grandes gesticulaciones con las manos. Robinson observó todo aquello y descubrió que mientras los soldados movían los labios, al mismo tiempo lo señalaban a él. Se alarmó cuando vio que corrían con sus armas largas. Entonces no se detuvo a pensarlo dos veces y echó a correr. En la huida perdió un zapato mocasín recién comprado por su madre, y cuando quiso volver, a recogerlo, sintió el culatazo que doblegaba su espalda, y le vino entonces la convulsión.)
Ya tenemos el cliente, dijo el soldado Penagos al cabo Motta.
El cabo se mecía en una hamaca, bajo la horqueta del árbol, empujándose con una bota.
Caminaron hasta la caseta de cemento armado que servía de bodega a los ingenieros. El hombre estaba amarrado de pies y manos. Espumarajos de baba y un hilo de sangre escurrían de la comisura y empapaban su camisa azul oscuro, pero ya estaba consciente.
Lo sorprendimos con las manos en la masa, mi cabo, dijo el soldado Piñera.
Quería volarnos la torre, dijo Coloma.
¡Es un terrorista, mi cabo! dijo Penagos.
El hombre los miraba incrédulo, sin articular palabra, y cuando el cabo le preguntó su nombre, tampoco quiso contestar.
¿Muy marrullero, el terrorista?, y al decirlo el soldado Penagos descargó un golpe con el borde de la mano sobre el rostro de aquel hombre.
El cabo envió al soldado Penagos por las botas y la carabina que permanecían en una carpa de campaña. Una vez tuvieron los atuendos listos, el cabo preguntó quién formaría el pelotón de fusilamiento. Penagos fue el primero en dar un paso al frente. López se decidió, pero sólo después de varios rodeos, a través del lanzamiento de una moneda.
Mientras tanto, el hombre miraba a los soldados sin entender aquel raro comportamiento y el extraño juego de la moneda lanzada al azar y el traje que desdoblaban y las botas erguidas. Era una mirada inquieta y enaltecida, como la de un caballo ante el cuchillo que lo degollará. Vio a dos soldados alejándose hacia el bosque. Alcanzó a escuchar el eco del tiroteo lejano y quedó lívido al ver que los soldados restantes desaseguraban sus fusiles y apuntaban a menos de dos metros de distancia.
El primer tiro le partió los dientes. El segundo tiro abrió un cráter en la mitad del pecho y el tercero le cercenó dos falanges de la mano izquierda.
El cabo miró el cadáver revestido con el atuendo y entonces comprendió que algo no encajaba.
Debe oler a pólvora, dijo. Debe habernos disparado.
El soldado Penagos fue entonces quien hizo el último gesto de aquella tarde: se acercó al cuerpo, introdujo el dedo índice de la mano que le quedaba intacta al muerto en el gatillo de la carabina, la amartilló y accionó el arma.
Fue el último tiro del combate que se oyó en el pueblo.
La neblina volvió a cubrir el cerro.

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(*) Colaborador. ‘Balada de los bandoleros baladíes’ su primera novela, obtuvo en México el Premio Latinoamericano Sergio Galindo 2010. Será Publicada en 2011.

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