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Navidad de un secuestrado anónimo

Ilustración: Diana Carolina Correa
Ilustración: Diana Carolina Correa

Esta es la historia de un contrabandista que fue secuestrado por el frente 59 de las Farc durante unas navidades, diez años atrás. Fue liberado el 24 de diciembre a las ocho de la noche.

Juan Villamil *

Al hotel El Gallo asistían dos clases de personas: contrabandistas y prostitutas. Porque a Maicao, a ese Maicao de hace una década, también viajaban sólo una clase de hombres. Los de clase media. Los noctámbulos. Los “cachacos”. Los hombres que hoy, al ver esas sugestivas pautas publicitarias del Estado, lejos de agachar la cabeza y expresar vergüenza, sugieren altivez, los menos de los casos una ligera satisfacción previa a las cien, mil historias. Y putas, porque siempre las hubo y las habrá donde haya dos o más reunidos en su nombre. Y aun cuando no.

En una de las habitaciones —calurosas, insalubres, derruidas; no podría ser de otra manera— nuestro hombre escribe un cuento. No ahora, pero sí al cabo de los párrafos, será fácil argüir que ese cuento salvó muchas vidas.

Detrás de esas mismas paredes, en el parqueadero del hotel, cinco tractomulas cargadas con mercancías fabricadas en las más impensables latitudes aguardan una señal de partida. La da el hombre del cuento, a las 5 y 30 de la tarde del día 15 del último mes del último año del milenio. No hay tiempo para pensar en supersticiones, y sin embargo siempre queda tiempo para el único sortilegio: 30 minutos para recorrer 30 kilómetros, desde ese parqueadero en la terrosa ciudad de Maicao hasta Cuatrovías, donde convergen, tenía que ser así, cuatro vías: Maicaco-Riohacha y Valledupar-Cabo de la Vela.

Se sorprende cuando le hago caer en la cuenta de la coincidencia, en Cuatrovías también se hacen cuatro arreglos. 500 mil pesos para la DIAN, otros 500 para la Policía Fiscal Aduanera, y 400 repartidos entre la Policía de Carreteras y la de Vigilancia.

“No lo había notado”, me dice. Ha dicho que se llama A… Gómez, y aunque pasaría por alguien de 40, no vacila en confesar que tiene 50 años de edad, 20 de experiencia como contrabandista en las carreteras de Colombia (una que otra vez Ecuador y Venezuela), y 7 de retirado. “No es un negocio peligroso”, reconoce, “pero con Samper dejó de dar plata, y con Uribe dejó de tener sentido”. Elige con cuidado las palabras que usa; es un escritor innato.

Con tarifas acordadas al comienzo de cada año, a la manera del trueque silencioso de la vieja usanza, el asunto en Cuatrovías es de “cancele y siga”, muy simple. Son casi las 6, y antes que el reloj dé un campanazo deben adentrarse en las vías del Cerrejón. No se explica por qué, pero son vías privadas. Tal vez por eso el peaje cuesta un poco más, 70 mil pesos por mula. Desde allí sólo queda mirar adelante, hacia la Capital, a unos dos días de viaje.

Se ha equivocado; falta la DIAN de Riohacha. No es un error de cálculo, sino un lapsus linguae: diciembre es temporada alta del contrabando, bonanza de las autoridades de carretera. A la entrada de Cuestecitas una mano asoma atrás de una Toyota Hilux; les indica el paso hacia una hilera interminable de conos fosforescentes. Está bien, no es grave, sólo gajes del oficio.

Esta vez sí se trata de un error matemático, y es grave. Morocho, alto, unos cuarenta años, dos cicatrices enormes en mejilla y brazo derechos. Más una subametralladora atravesada en el pecho. Muy grave: es Erwing. No se sabe de nadie a quien haya dejado ir bien librado.

Erwing retiene la caravana de Gómez hasta pasada la medianoche. Seis horas de viaje, 50 unidades al conteo del kilometraje, pero todo está bien, no hay por qué perder la calma, son gajes del oficio. Deberán apretar el paso, pero todavía quedará una buena partida del viaje…

Hatonuevo, Barrancas y Fonseca. Y a la salida de Fonseca lo ineludible, la caseta de Cobra, en su presencia un respetuoso Comandante Cristian. Lo conocen con ese apodo (lo conocían. Fue ajusticiado por los suyos a mediados de 2001, aparentes líos por corrupción) debido a la cobra tatuada en hombro y brazo derechos, y al dije, también en forma de cobra, que le descolgaba de la gargantilla de oro que parecía un collar de perro. Y, quizá, también debía el apodo a la Prieto Beretta calibre 9 mm y los tres proveedores de 30 tiros que cargaba en su mochila wayuu, pero cómo saberlo.

El pago a Cobra sella un pacto de caballeros entre contrabandistas y paramilitares: están cubiertos, protegidos hasta la salida de La Guajira. Dicho de otra manera, no están cubiertos, protegidos en forma alguna, y no pueden andarse por ahí con demasiadas palabras.

Ingresan al pequeño poblado de San Juan del Cesar. El camino por recorrer resquebraja voluntades. Gómez alienta a los demás, les habla de la Navidad, les recuerda a las familias, en algunos casos dos o tres por conductor, ayudante, “mosca”. “Nos había ido mal, no podían más que mejorar las cosas”. Eso no fue un error de ninguna manera, sino una ilusión rota, como las hay en todas partes. La Policía de San Juan se ha dividido en dos puestos, uno a la entrada y otro a la salida. Hábiles matemáticos aquellos uniformados: dos puestos son igual a dos pagos.

Son las 5 de la madrugada del día 16. Gómez está abatido, esos dos puestos los dejaron… Y entonces el avistamiento. “Muchos hijueputas”, dice que piensa, “tres puestos, eso es una exageración”. Aminoran la velocidad de las mulas y enfocan mejor a los hombres. No son policías: alivio.

“Buenos días, por favor se bajan todos para una requisa”, dice uno de los militares, “y me alistan la cédula y el carné del celular”. Obedecen. Gómez le ha pasado sus documentos y un Nokia 6120. Esos celulares los revisa el teniente, le explican cuando él quiere saber si hubo alguna irregularidad. “Es sólo rutina”.

Pero la rutina se prolonga. Gómez se acerca al teniente, amistosamente, palmeándole el hombro: “Mi teniente, buenas noches”. “Buenas noches, mi amigo”. Gira sobre los talones y le extiende un saludo de mano. El teniente ha de tener no más de 35 años, ni bajo ni alto, y llama la atención su… ¿bigote espeso?

Ahora la ansiedad, el sudor, el temblor. El miedo.

“Señores”, empieza, y en su cabeza Gómez suplica que no continúe, que algo suceda justo ahora, en este preciso momento mientras el supuesto teniente dice “señores, somos el frente 59 de las Farc, desvíen todos por esta trocha”. Es tarde, la está señalando con la punta del cañón de un AK-47. La trocha conduce a la Sierra Nevada de Santa Marta, eso lo saben.

Gómez se da media vuelta. ¿Está abordando la mula? No, apenas lo simula. Al pasar detrás del cabezote se lanza sobre un espeso matorral a la orilla de la carretera. Queda guarecido. Dos mulas se dan a la fuga. Tres mulas y 17 compañeros dejan un rastro de polvo en medio de la nada. Están jodidos.

En el puesto de Policía Gómez es atendido por el mismo sargento que una hora antes arregló el paso de la mercancía. Se siente en confianza, torpemente. “Nosotros no estamos para defender contrabandistas”, enfatiza el sargento. Bien jodidos.

Al cabo de unos minutos de intranquila reflexión telefonea a los compañeros fugados. Están nerviosos, discuten, insultan, amenazan. Lloran, ceden, y al final regresan. La única alternativa es el Ejército, el grupo Rondón que hace presencia en esa zona. Ellos le ofrecerán toda la ayuda negada por la Policía. Ellos arrastrarán un cascabel y un puñado de hombres montaña arriba. Ellos responderán al fuego que baja de la cima. Ellos, en fin, deberán replegarse. Es una orden enviada desde arriba; desde el helicóptero que los escolta. Tiene que reabastecerse y abajo es peligroso continuar sin apoyo aéreo. Son las 10 de la mañana del 18, están otra vez en San Juan y beben una cerveza acodados en las mesas de una tienda, esperando el momento en que alguno tenga el valor suficiente para aceptar que no queda nada por hacer.

En ese momento entra una llamada desde el teléfono de uno de los conductores raptados. Según ellos, los guerrilleros, la situación es de lo más sencilla. Cien millones de pesos por camión, incluidos los dos fugados, y todos quedan en libertad. 500 millones de pesos, eso es todo. Una cifra que algunos de ellos titubearía al escribir en un papel.

Negocian. El acuerdo final es de 150 millones por todo, con la condición expresa de que las Farc entregarán las mulas y la mercancía intactas.

Tres hombres, Gómez entre ellos, amarran con cinta a su cuerpo los fajos de billetes y contratan un jeep que los suba a la Sierra. En el primer puesto son interceptados por el comandante Ricaurte, y el segundo al mando, Gabino. Ambos harán el conteo del dinero mientras Amauri los guía hasta el punto de reunión con los demás compañeros.

En medio del campamento –más tarde sabrán que no es el único— los espera una cárcel artesanal, con maderos y alambres de púas. Amauri los encomienda al cuidado de Pepe, cuarto al mando del frente 59. Y Pepe los encarga a la Chola, sin rango, pero bonita, sonriente, de menos de 25 años en cualquier caso. Habla todo el tiempo de la comida –ella tampoco está satisfecha— y de su 9 mm, un arma que perteneció a uno de los escoltas de Consuelo Araújo Noguera, ex ministra de Cultura. Eso le contó Pepe al obsequiársela.

Y si se queja de la comida que ella misma prepara es por esto: arroz seco con restos de arena y agua con restos de gasolina. Al tiempo que la Chola sirve porciones en latas oxidadas, Pepe llama a una lista. Son las personas que desde ese momento entrarán en trámite de liberación, y que por tanto pueden abandonar la cárcel. Los llama a todos, menos a dos, viejo y muchacho, padre e hijo. Pepe aclara en voz alta, para que todos escuchen: “Sapos”.

Más tarde suben a Gómez y sus compañeros, al viejo y su hijo, en una camioneta. Sólo los dos últimos van amarrados a la carrocería. Al llegar al lugar donde las Farc abandonaron las mulas tienen por primera vez consciencia de la magnitud del problema en que están sumergidos: el estado de los carros es lamentable, la carpa rasgada, la carrocería destruida, y ni una sola caja de mercancía permanece a la vista. Son protagonistas de un cuento infantil sin moraleja, donde al cabo del engaño los malos ganan.

Pepe arranca con los dos hombres todavía atados a la camioneta. Minutos después se oye el estruendo inequívoco de cuatro disparos sucesivos. Al regresar explica: “Uno en la sien y otro en la frente, para más seguridad. Si es de 7.62 con uno basta”.

Hay que ocupar el tiempo. El ocio es enemigo de la sumisión, y sólo la sumisión los mantiene vivos. En vista de la ocasión, Gómez propone fabricar un arbolito de Navidad. Lo hacen decorando una rama caída con figuras improvisadas de papá Noel, pinos y cajas de regalo, elaboradas sin mucha gracia con pedazos del cartón que sobró de la mercancía.

Ya está, ahora los villancicos. ¿Alguien recuerda de memoria la novena?

Pronto se cumplirá una semana. Es la mañana del 24, el día de Navidad. Ya que no saben nada, y nada esperan, le piden a Pepe gestionar una entrevista con el comandante Ricaurte. Se hará con tres de los interesados en el campamento principal, con dormitorios, cancha de fútbol, estación de servicio, monta llantas, antenas de comunicación y todos los implementos de una guarnición militar.

Ricaurte los invita a tomar asiento, atento, en una banca de manera. Domina la escena. “¿Quién es Gómez?”. Acaba de preguntarlo y Gómez se ha levantado en el acto; es un reflejo producto del miedo. El temor debe ser evidente, pues Ricaurte lo tranquiliza: sólo quiere conocerlo porque adentro de su maleta encontró un cuento de su autoría.

“Poesías para mi esposa y cuentos para mis hijos”, dice Gómez.

Ricaurte terminó quedándose con el cuento y Gómez nunca lo recordó, pero tiene la certeza de que llamó la atención del guerrillero porque mencionaba a Jorge Eliécer Gaitán. Juntos tomaron asiento en una piedra, a la sombra de una ceiba, y en medio de un tinto negro y un cigarrillo hablaron de historia, de literatura, de política. Y cerca del mediodía de lo único que a Gómez le importaba en ese momento.

Una noticia mala y otra indecible. La primera: la mercancía fue vendida, está en Barranquilla. Y la segunda: a Ricaurte se le ha antojado cobrar por su rescate.

Es el momento en que Gómez adquiere para sí, por primera vez, su condición de secuestrado. No antes, no tenía por qué hacerlo. Su misión era pagar un rescate y estaba hecha. La tardanza posterior, se decía, se decían, era un asunto de normas. Esa gente también las tiene, y son recelosos con ellas. Cada tanto se oía decir en medio del grupo, en voz alta para que las palabras tuvieran ese eco de las cosas reales: “Deben estar recontando la plata, porque no es poca”; o “a lo mejor y están indagando a fondo los documentos de alguno de nosotros, nada importante”. Además, ¿a quién secuestran en Navidad? “Ninguno de nosotros había tenido noticia jamás de algo así por carretera”. Al decirlo, Gómez refuerza el acento en nosotros. Es un pronombre cargado de experiencia contrabandeando mercancía por Colombia, cargado de anécdotas y peligros mayores (vacila. No está seguro de que otro peligro haya sido mayor) sorteados sin esfuerzo. O con esfuerzo, qué carajo, pero sorteados.

Les ocurrió a ellos. Ellos serán la noticia por carretera. Y eso si consiguen, no sabe dónde, dinero para el rescate, lo que viene a ser lo mismo que estar muertos, pues Gómez sabe que son todos hombres de casa, ningún millonario ni político de renombre. Luego del pago del rescate de las mulas estarán la mayoría endeudados, quebrados. De morir dejarían, a lo sumo, un puñado de familias destrozadas, en bancarrota, organizando insignificantes marchas en pueblos sin cartografía y barrios residenciales de pequeñas ciudades.

Eso le explica Gómez al comandante Ricaurte. Hizo un gran esfuerzo… “Ustedes valen más que la mercancía, retírense”. En vano.

Así, es decir innegablemente secuestrados, vuelven con el resto del grupo. Pasan unos minutos antes que puedan articular las últimas noticias. Unos lloriquean, otros callan. Todos comprenden que van a morir. No habrá un billete de más por su rescate. ¿Un villancico?, propone alguno. Es la noche de Navidad, a fin de cuentas, y son casi las 6; está oscureciendo. Los demás consienten. Funciona así, explica Gómez: nadie quiere hacerlo, nadie quiere cantar el maldito villancico, pero cada quien representa su mejor sonrisa, agradece al compañero la iniciativa, y canta. Canta sin quebrantos demasiado evidentes de voz el maldito villancico para que nadie se sienta solo o herido. Y todos están solos, heridos y muriendo.

Con el arroz sobrante es imposible hacer algo mínimamente navideño. La idea del arroz-a-la-manera-del-postre ha fracasado en las manos de varios, muchas veces. Fue resecado, requemado por el sol toda la tarde. Sólo queda el villancico de antes y uno o dos más que conforman el repertorio completo del grupo. Es el momento preciso para una promesa: Si salgo vivo me aprendo todos los villancicos que haya. Y todas las canciones. Y siempre con mi familia.

Al salir, ¿lo hizo? Gómez traga un nudo de algo que es rabia y tristeza al tiempo, agacha la cabeza, y vuelve a lo del pañuelo y los lentes.

Una hora después, a las 8 del 24 de diciembre, en ese campamento del frente 59 de las Farc en la Sierra Nevada de Santa Marta, donde gradualmente el villancico cede al silencio y la esperanza a la realidad, aparece Pepe abrazando un AK-47. Uno de los compañeros de Gómez reacciona tirándose al suelo, llorando desconsolado. Defeca. Los demás observan sin decir nada. Los van a fusilar. Nos van a fusilar.

“Les traigo un regalito de parte del comandante”, dice el guerrillero.

Gómez se enfría de golpe. La muerte y la libertad se sienten igual cuando están en las manos de otro.

“Pueden irse”, concluye Pepe dándoles la espalda. Aunque todos —lo sabrán después— piensan al instante, “¿cómo carajo se supone que haremos eso?”, nadie lo pregunta. Se han incorporado de un salto y pierden nitidez montaña abajo, corriendo en busca de la carretera.

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(*) Colaborador.

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