¿Quiere usted ingresar a la Universidad Nacional?
Stanislaus Bhor*
El mercado de la ilusiones
A las 7:00 a.m. la fila se movió hacia el sur del Liceo Femenino Mercedes Nariño. La hilera de aspirantes que se presentaba al examen de admisión de la Universidad Nacional ya daba tres vueltas a la misma manzana y envolvía el edificio en una gruesa capa de carne fría como los anillos de una pitón. Me ubiqué de último, en la cola de la culebra. Algunos padres optimistas acompañaban a sus hijas, y algunas madres, a sus primogénitos. Los primeros beneficiarios de dicho examen eran, como cada año, los vendedores de café y cigarrillos que hicieron su agosto (no por café y cigarros, sino por los lápices y tajalápices para los que asistían inermes al duelo). Otros mercaderes que harían su feria a expensas de las ilusiones eran los vendedores de cursos preparatorios para próximas convocatorias en volantes que pasan de mano en mano con la interrogación que hace de entradilla a este reportaje “¿Quiere usted ingresar a la Universidad Nacional?”.
El padre de uno de los aspirantes contaba el caso de aquellos “genios” que se hacían pasar por funcionarios de admisiones de la Universidad Nacional y le aseguraban a los aspirantes de un curso preparatorio que por módica suma alterarían el resultado y los harían obtener el cupo: “No me pague ahora, sino cuando pase”, aseguraban. Eran otros tiempos de los que hablaba; los años 80s. La universidá, decía, publicaba la lista de admitidos internamente, antes de enviar los resultados a la prensa nacional. Los “funcionarios” al parecer estaban atentos a dicha publicación y si alguno de los aspirantes a quienes adiestraron resultaba seleccionado le alertaban vía telefónica antes de que el propio aspirante se enterara por la prensa: “Lo llamamos para que sepa que logramos ponerlo en la lista de admitidos”. No había truco. El admitido, agradecido por los buenos servicios del “funcionario”, ponía en duda su propio conocimiento, atribuían su ingreso a esos “buenos oficios” y al lunes siguiente desembolsaba el pago.
Al menos tres firmas de pre-icfes y dos de preuniversitarios pescaban en río revuelto esa mañana, porque de los 120.000 aspirantes anuales que se presentan a la Nacional sólo ingresarán 3.000 por semestre, y de los 60.000 que no pasan, saldrán los cupos del siguiente curso preparatorio en los 17 edificios que ofrecen adiestramiento en toda Bogotá.
Terror en el baño de las niñas
8:00 a.m. Interior del gimnasio femenino. El primer descubrimiento de un aspirante aterrorizado es que un en un colegio de niñas no hay baño de los niños. En vano intenté buscar uno, desocupado, y cuando iba en la tercera vuelta al zaguán del edificio (copiado de la mansarda de Oxford University), me di por vencido. Le pregunté a una señora del aseo que dónde podría orinar. Debió inspirarle lástima mi furor y mi desgarbo porque dijo, severa: “entre ahí, pero siéntese en la taza”. Entré. Cerré la puerta. Me senté en la taza, y oí la cantaleta de todas las madres al otro lado de la puerta: “los hombres no apuntan al hueco”. Dijo más cosas, que dos veces al año tocaba limpiar los baños con ácido muriático porque el orín de los aspirantes, cada vez más numerosos, manchaba la baldosa. Supe que era una reacción de género: la presencia de aspirantes hombres en un hábitat natural de mujeres amenazaba el orden y la limpieza.
Limpié la taza y busqué el salón número diez. Allí me esperaba un centinela con distintivos de la universidad; armado de planilla y con una ráfaga de alcohol acribilló mis manos. Supuse que era un tipo de alcohol con propiedades indelebles para evitar que los aspirantes apunten las fórmulas de la física en las palmas de las manos y hagan trampa, pero tres horas después, a la salida, cuando el centinela había agotado su munición y se tomaba un tinto, me acerqué a preguntar qué propiedades eran esas y me dijo que simple alcohol impotable para evitar el contagio de gripe porcina (ah1n1), que sigue matando en silencio en toda América Latina.
La silla de la suerte
Silla cuatro, fila tres. Hice una suma rápida de numerología elemental y descubrí que me había tocado el puesto siete, el de la suerte, y automáticamente mis manos dejaron de sudar, el ritmo cardiaco se relajó y mi sangre arterial fluyó tranquila: ganaría el examen. No había estudiado, ni repasado fórmulas, pero estaba listo. Aunque lo intenté, repasar fórmulas y conceptos me pareció un acto exagerado de optimismo. Preferí buscar señales en el destino. Hay, para casos similares, un amuleto infalible: Sartre, que no gustaba de los aviones, sólo se atrevía a volar si había una muchacha bonita en los asientos. Un agüero de viejo verde que él justificaba como una fe ciega en la juventud y en la belleza: en donde hay lozanía, todavía hay esperanza. Busco mi amuleto, pero no encuentro. Entonces repaso las inscripciones de la colegiala desconocida que calienta el mismo pupitre durante el calendario “A” del Gimnasio Femenino, para usarla como talismán. Quiero un punto de fuga. Quiero fingir que tengo miedo. Quiero experimentar la fobia de un examen del que penden 5 años de la vida de alguien. Descubro que se llamaba Dayana, que le dicen, o usa para sí misma un apodo que la dibuja en mi mente con un hermoso juego de dientes blancos: “la ratona”. Está enamorada de un tal Camilo. El tal Camilo debe ser la sensación del Liceo Femenino, porque la envidia de las condiscípulas se ha enconado con Dayana y las ha llevado a matachinar su pupitre con una sentencia letal a los doce años: “Camilo le pone los cachox con Ximena”. En dos segundos imagino todo el drama de aquella pobre zagala: las penas de amor de colegio son el primer aviso de la desgracia por venir. Un drama que puede acabar en muerto o en embarazo, en ahorcamiento o en inyección letal de un químico no identificado. Un amor desdichado a la edad de las primeras aflicciones puede atar para siempre o desunir para siempre, acabar con una carrera universitaria, por un embarazo, qué se yo, por mil razones, por el hecho simple de estar situado en un nudo de caminos que pronto van a bifurcarse. Imagino los lagrimones y los dientecitos de leche de ratona apretujados mientras trata de borrar la infamia escrita con un resaltador. Trato de ayudarle a borrarlo, pero no puedo, porque el último aspirante tomó asiento y la puerta se cierra tras sus pasos, y la prueba se inicia y el reloj comienza a correr en contra de todos, en contra de mí.
El examen
8:00 a.m. Ciento veinte preguntas. Tiempo disponible: tres horas y media. Primer cuestionario: análisis de la imagen. Al parecer, la universidad pública colombiana está interesada en hombres y mujeres formados para una era ultra-mediática, educados para un mundo bombardeado constantemente por ráfagas de imágenes e información fracturada. Lamentablemente, parece que los colegios públicos no preparan para lo mismo; lo que hace que la comprensión de la imagen sea una disciplina inexistente para la mayoría de estudiantes que comparecen al examen. Según las teorías del desarrollo cognitivo, es difícil que un adolescente que no sea genio congénito antes de los 16 años desarrolle el razonamiento abstracto, fundamental, entre otras cosas, para entender el arte. La prueba de análisis de la imagen consiste en desentrañar el patrón de composición de poliedros, sus adicciones, supresiones y cambios a lo largo de una secuencia. Si al menos los estudiantes de los colegios públicos tuvieran una clase de apreciación cinematográfica semanal, supongo, con eso podrían encontrar herramientas para enfrentarse a las primeras diez preguntas de este cuestionario. Continúa prueba de física, que parece una ampliación del campo de batalla: el clásico esquema en que vemos un cuadrado que simboliza un peso X y que es empujado por una rampa a velocidad constante. Cinco preguntas se desprenden del esquema y de los valores dados de peso, distancia y aceleración. Lo único que parece novedoso de esta porción del cuestionario es que el diagrama no requiere soluciones directas. Si el aspirante sabe qué afirmación resulta falsa o verdadera es porque en algún rincón del cerebro las leyes de Newton y sus conceptos básicos están lo suficientemente interiorizados (y si el principio está interiorizado sólo haría falta una calculadora para resolver la pregunta que nunca me hicieron). Sigue Biología y Ciencias naturales. Ahora hay que leer una historieta sobre la formación de una cuenca hidrográfica: dónde nace un río, cómo se comporta en su precipitación y cómo van las aguas a dar al mar que es el morir. De su atenta lectura se podrá dar respuestas a preguntas de tipo: “qué significa una palabra técnica como pluviosidad”, y “cómo se controla la erosión”. A continuación, la prueba de química resulta tan sutil que en ningún momento se da cuenta el aspirante de haberla contestado: tras la exposición de cómo fabricar un bombillo casero con hilo de alambre, oxigeno y un vaso de agua, usted estará tan entretenido que responderá a todo (mientras imagina que al llegar a casa fabricará su propio circuito doméstico de energía, iluso). La prueba de matemáticas, álgebra y trigonometría sigue siendo mortal. Aquí sólo aplica el error, el cálculo, el resultado de operaciones aplicadas a un mundo ideal. Todavía no ha nacido el genio que enseñe a amar la vida a través de una ecuación (Pennac, Como una novela). Si sabe usted establecer una igualdad, la ley de los signos, y distinguir entre un número real de un natural, un fraccionario de un decimal, podrá enfrentarse a esta prueba. Yo, por supuesto, me di por vencido y salté a otro tema que sí me interesa. Historia es una prueba impregnada (como todo hoy) de bicentenarismo: por lo que pude apreciar, la figura de Antonio Nariño y su traducción de los derechos del hombre es el único hecho decisivo e insuficientemente ponderado de nuestra triste historia republicana. Menos mal que todos los presentes tienen cara de seguir la telenovela de los próceres que dan a las ocho de lunes a viernes. Que Dios los ampare. Sigue un cuestionario de diez preguntas que parece un crucigrama: aquí las respuestas se deducen lecturas sobre actualidad y el reciente acontecer mundial (lo mismo puede ser volcanes de Islandia o los terremotos chilenos). De ese cuestionario se desprenderán respuestas para áreas heterogéneas: ¿cómo reconoce usted la forma impersonal de la oración pasiva?, ¿el verbo de la oración principal? ¿El punto de ebullición del agua cuando la presión es X y la temperatura en grados Fahrenheit? Preguntas mixtas, para un saber holístico (risas). Finalmente, leeremos una historieta sobre el pueblo vikingo de donde emerge el ramillete de las últimas preguntas (Ciencias Sociales y Literatura). Es la prueba de fuego en que la universidad evalúa la comprensión de lectura y un conocimiento que debería dar parte sobre varios niveles de realidad y no sobre pobre memoria enciclopédica. La lectura empieza por hablar de lo bien que se fabrican niños en Islandia, de cómo son de independientes y se divorcian las mujeres vikingas sin cargos de conciencia, de cómo les viene dicha independencia de los tiempos de Olafo cuando los vikingos iban de vacaciones a México y las mujeres se quedaban solas y al volver a casa las encontraban felices con un nuevo marido, sin ningún rencor. Habla de cómo se puede cocinar un huevo en agua volcánica, de cómo los islandeses adoran los bancos y las tecnologías de las comunicaciones y el alcohol, y de cómo, según Borges, fue ese pueblo el que inventó la novela en las sagas nórdicas, mucho antes que Cervantes su Quijote…
Ganar o perder
Para ser honesto, me tiré el examen, pero conseguí la crónica. A las 11:30 a.m., mientras salía del edificio y veía las caras largas de aquellos a quienes no alcanzó el tiempo para las últimas veinte preguntas, recordé el último cuento de Borges “La flor de Paracelso” en que un aprendiz de alquimista le exige una prueba definitiva al mago para creer en la Gran Obra.
Paracelso frustra las ilusiones del aprendiz cuando se muestra incapaz de devolverle la vida a una insignificante flor marchita. El alquimista sólo atisba a decir en su defensa que la obra no importa, que el camino es la obra. Cuando el aprendiz abandona el recinto, decepcionado de su maestro, la flor revive en la mano de Paracelso.
Creo que la mayoría de los 120.000 aspirantes que acudían a ese examen eran como ese aprendiz de alquimista: atraídos por el oro y el espejismo de la Vida Eterna. Vivimos en un mundo donde todos los problemas se reducen al tú no eres, tú no tienes; el estado colombiano no puede garantizar a todos sus ciudadanos el derecho constitucional a la educación y, para completar el cuadro grotesco, hacemos parte de un país donde el trabajo no es el trabajo sino el contrato de trabajo. ¿Qué camino tomará cada uno de los aspirantes que se presentan hoy y no son admitidos a la rapiña de la oferta educativa? ¿Lo intentarán de nuevo porque la tercera es la vencida? ¿Y si no pasan, ni siquiera en la tercera? ¿La quinta nunca falla? ¿Se proclamarán ineptos y frustrados a la sexta? ¿Y los próximos 200.000 que se gradúen éste año de todos los colegios públicos y privados de Colombia? ¿Qué haremos cuando salgan los resultados en prensa y no hallemos nuestro código entre los códigos de admitidos? ¿En qué se convertirán los próximos 5 años de vida ya no destinada a prepararse para producir sino a producir de lleno sin preparación alguna? ¿La universidad de los taxistas, que no es universitaria, como capciosamente reza la parte final del slogan? ¿Qué tal un préstamo bancario con el que podamos graduarnos de una universi-TK y pagar cuotas de por vida para disfrutar de un título profesional que hará aumentar el prestigio pero que no garantiza la obtención de un empleo? ¿Qué tal alistarse en la milicia, en “la empresa más grande de Colombia”, que es la de la muerte, según reza en entrelíneas el otro slogan? ¿Quién da más? ¿Dinero fácil, rápido y sin complicaciones? ¿”Quién quiere ser millonario”? ¿Mula del narcotráfico? ¿Vendedor en semáforos? ¿Guerrillero? ¿Paramilitar de “nueva” generación? ¿Sicario? ¿Senador? ¿Alcalde? ¿Concejal? ¿Obrero de la rusa?
¿Y si tenemos la desgracia de ser admitidos? ¿Qué pasa con los seis mil estudiantes que desertan al año de la universidad pública? ¿Los pobres privilegiados que se van porque no tiene para pagarse los pasajes del bus diario ni el almuerzo ni los cigarrillos? ¿Y los que se quedan, los burgueses aburridos que leen a Weber, a Marx, a Marcuse, a Gramcsi, a Lacan, a Chomsky, a Derridá y luego reclaman cambios sociales en voz baja a sabiendas de que un cambio real los obligaría a pegar ladrillos y lavar los platos ellos mismos? ¿Qué haremos en ese país utópico donde haya cincuenta mil profesionales a las puertas de un edificio, aspirando a dos vacantes?
Ser rechazado es un desastre. Pero ser admitido también lo es.
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(*) Stanislaus Bhor. Blogger. Acaba de recibir en México el Premio Latinoamericano Sergio Galindo a primera novela. Publica una crítica ácida de libros todas las semanas en www.unahogueraparaqueardagoya.blogspot.com