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Qué será de mí

roll_6_32, Flickr, sindesign
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A Mimí

Orlando Monsalve *

Por aquella fecha cuando el sol derramaba de súbito su piel trigueña, las bridas jalaban los caballos con premisa urgencia, el viento se estrellaba como un relámpago sobre los pueblos y caían charcos de tardes rojas con el fervor de las horas; por aquellos días, cuando su padre se marchó, los mangos prodigaban su luz clara en los rincones del parque. El muchacho, sin envidiar a los otros que iban a la escuela, se encaramaba en los árboles y arrancaba con sigilo las frutas del pueblo. La mayoría de veces recogía mangos, los aprisionaba en su camisa, y los llevaba hasta la plaza, mientras recibía las miradas de las señoras en faldón, esperando que algún frutero pagara su mercancía. Todo el dinero era para Mimí, una negrita simpaticona que estudiaba en la escuelita. Y que cada día, después de clases, junto a sus amigas se iba donde el zambo de las paletas. El hombre les cobraba a todas las niñitas menos a Mimí, le explicaba que el caballero había dejado la paleta paga y Mimí se reía esperando que algún día el hombre diera la cara. En las noches les contaba a sus hermanas que tenía un admirador secreto, debía ser uno de esos monos ingenieros de la empresa. Pero las niñas, moradas de envidia, se burlaban de ella. Y era racional pensar eso, porque unos ojos redondos como los de Mimí sólo podían ser apreciados por los pies descalzos del muchacho que se perdía sus tardes encarándose a los árboles, sin solaz alguno, porque las maromas no eran más que un negocio. Actuaba de acuerdo a sus cálculos, la mitad de sus ganancias eran para su negrita y la otra lo ahorraba para el rescate de su padre. Para él su madre no tenía esperanzas, pasaba el día sentada en una mecedora aguando sus ojos. No sabía de dónde recibían dinero, porque su madre no se paraba de esa mecedora. Cuando él se encerraba en el baño a llorar con el pretexto de ser huérfano, su madre le gritaba desde el otro lado de la casa que dejara de estar metido allí. Todos pensaban que él, así tuviera el padre a su lado, siempre pasaría las horas llorando en el baño. La madre, golpeando con un palo la tierra, aullaba la tristeza del muchacho, aunque él no le prestara atención. Bajo sus ojos las nubes pasaban rozando el horizonte, desprendiéndose en partes, querellas fragmentarias, agonizando en la línea del fin, como los ojos de Mimí. Le gritaba que ya casi se iba, y bajaba el agua del inodoro, solo para disimular. Sin embargo, el viento se estrellaba sobre las poblaciones como un derrumbe del cielo, y los campesinos se agolpaban en la plaza, enervando el desdén de los empresarios. Se comenzó a rodear de militares, la plaza donde llegaban los campesinos cargando la yuca y canastas frutales sobre sus hombros. Algunos labradores ya conocían al muchacho de los mangos, y le hacían espacio entre sus filas de verduras frescas. Esa vez lo atrapó un policía, gritándole que los niños no trabajaban. El muchacho trató de correr pero lo atestaron con dos golpazos. Por el ruido se acercó otro y le dijo “yo a este lo conozco, es el hijo de un guerrillero. Ahora sí vas a saber lo que es respetar la ley”. Lo levantaron y lo amarraron en una de las estacas de la camioneta, sus manos formaban una plegaria frente el vehículo, y los soldados le arrojaban mangazos a su espalda que se estrellaban como látigos. Él nada más miraba hacia el horizonte que se desprendía de las casas e iba a caer hacia la llanura, rojiza como un desierto. Luego, junto a otros niños, lo llevaron hasta afuera, donde no llegaban los árboles y una loma era todo lo que interrumpía esa línea inhóspita. “Ahora sí van a respetar las leyes, pendejos”, gritaba el que conocía a su padre. “Mi padre no es guerrillero, está secuestrado” se confesaba el muchacho quitándose la camisa, porque el sol así lo pedía y ellos así la tomaban, la orinaban y se la hacía colocar de nuevo. “Vaya con Dios, chinito”, se burlaron luego escupiéndole el polvo de su camioneta. La tarde era triste y caía como la nieve, sobre la arena el aire revoloteaba indeciso buscando dónde posarse, y le interrumpían los pasos del muchacho que iba descalzo por la llanura. El desierto desdibujaba su dirección haciéndole recorrer los mismos pasos que ya había pisado. Se imaginaba la sonrisa de Mimí menguando cuando el zambo le cobrara la paleta, de pronto era hora de confesarle su amor, así la tristeza de Mimí no se parecería a la tarde blanca. Pero tenía ganas de llegar a su casa y ducharse con el agua caliente de todos los días, mientras su madre, sentada en la mecedora, pensaría qué será de él cuando crezca.

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(*) Colaborador, nació en Barrancabermeja un 19 de noviembre. Es ingeniero de profesión y escritor de vocación. Actualmente trabaja en un libro de cuentos llamado “Bolsillo de viajero” que se publicará el próximo año.

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