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Donde termina mi nombre (Décima tercera entrega)

* El Magazín publica la décima entrega de la novela Donde termina mi nombre, de la escritora argentina Patricia Stillger.  

Aviso importante: Una vez finalizada la publicación de Donde termina mi nombre, tendremos disponible el archivo en pdf para descargarla. Por lo pronto, a la derecha de El Magazín, con la imagen de la novela, los lectores podrán encontrar todos los capítulos que se han publicado.  

Donde termina mi nombre

(Capítulos 29, 30 y 31)

Donde termina mi nombre imagen oficial

Patricia Stillger

29

Mis imágenes paternas me sobrevolaban como carcajadas. Encontré aquellas de las cuales mi madre me había expulsado. Me quitó la del héroe muerto en la guerra,  la del cobarde que había cambiado su identidad para salvarse de otra; la de la víctima que agonizaba en las afueras de Staligrado, todo gris y rojo como en un comic; la del que sonreía como yo, de costado; al que le pegó tanto a mi madre que tuvo que huir con su bebé; encontré al hijo de puta que había violado a mi madre en un descampado; al nazi escondido en algún lugar de la Patagonia; al espía de la Stassi; al cazado del Mossad; al soldado desconocido; al héroe de Chacabuco, al puto arrepentido que una noche sintió nostalgia del macho y se la curtió a mi vieja; al guerrillero asesinado en la selva boliviana, menos famoso que El Otro; al desaparecido y olvidado de las listas de la CONADEP; al que había hecho que yo despareciera en una oscura provincia entre las faldas de mi madre; al que secretamente mandaba dinero todos los meses para mantenerme; al que mandaba una tarjeta cada Navidad; al que me imaginaba a semejanza; al que rechazaba mi existencia; al que la ignoraba; al que me veía hacer proezas con la pelota escondido detrás de un árbol cerca del potrero; al que me mandaba los libros desde Buenos Aires; al que venía a besarme en sueños, en ángel; al hombre lobo que se había alejado de mí para no dañarme;  a Frankenstein, o el inolvidable Boris, ese que quería a los niños pero que nadie se daba cuenta y era brutalmente perseguido; al cura infame oculto en sus faldones; al borracho perdido, al enano de circo, al Viejo de la bolsa; a Leda; a Juan Domingo Perón en plena fuga, al Futre; al maestro de ceremonia de un circo; a un director de películas; a un científico secuestrado por los rusos; a un japonés paracaidista de genes y ojos moderados; al imposible hijo de la virgen María; al tonto del pueblo; a un fabricante de juguetes; a un ermitaño en la India, santo y transformado en vaca; a un francotirador, cuya próxima víctima soy yo; a un médico sin frontera; a un médico abortista; a un coleccionista de Luger; a una víctima del sida, a la víctima de un traidor, a la víctima de su amigo; a un taxidermista; a un taxiboy, a un amante de la ópera, a un amante de mi madre; al que no le avisó, al que no se enteró, al que me espera; al que me busca; al que todavía me busca; al que me encontró y se esconde culpable; el que pagó mis estudios; el que llamaba y cortaba; el que no me enseñó a besar mujeres, ni a leer, ni alemán, el que no me ama, el que nunca recibió las cajas con mis tarjetas acumuladas del día del padre y de sus cumpleaños; del que tengo que sospechar en cada hombre grande que me mira, sin importar los malos entendidos; del  buscador de diamantes en el Congo, o vendedor de armas en el mismo lugar.

Te he matado como en un sacrificio ritual, el que se hace a los padres nefastos, como Isaac a Jacob; como el hijo de la manzana a Guillermo Tell, como el oro a Midas, como el destierro a Ovidio, como los cristianos a los leones, como los niños a Herodes, te he matado como Edipo con los ojos bien abiertos; te maté de cáncer, de locura; de dolores infernales; de castigos; de de torturas de Torquemada, del doctor Faustus, del Tenorio. Te arranqué los ojos mirando los míos para encontrarlos. Te di belladona, cicuta, veneno para ratas, te encerré en una cámara de gas; te permití el honor de un samurai; te dejé en el desierto mordido de escorpión. Te mato cada día de mi vida.

Tenía que verte con todo esto. También sumo las marcas de la hebilla de cinturón que ostentaba  Enzo cada tanto, castigo de su padre. Juro que lo envidiaba. Cómo he podido amar, cómo he deseado  tener la dicha de lo peor de un padre.

Así me iba a verte. No debía temblar, pero no quería que la gracia de un clonazepán hiciera del encuentro un velo. Era el último. No tenía dudas al respecto. Habría pocas preguntas, ya me había respondido yo tantas, tanto estaba acostumbrado a las mías propias que no podría aceptar nuevas invenciones ni nuevas realidades.

Quería que mi padre me confirmara lo mejor de todas mis versiones posibles y quería irme en paz. La paz tampoco era una opción. Era la única oportunidad de confrontarlo, de insultarlo hasta quedarme sin aliento. Hasta pensé en matarlo, asfixiarlo, un hombre de tantos años puede tener un disgusto y un paro respiratorio. Esa no la había hecho nunca. Todos mis intentos anteriores habían sido mucho más cruentos, había más sangre en el escenario. Me pareció poco.

Binns me advirtió que no fuera estúpido, también Armando y Margaret y Bordas. ¿Qué haría? ¿Iría a reclamarle parte de la herencia? ¿Otro ADN? ¿Yo quería ser su hijo? ¿Le rompería los dientes si preguntaba por mi madre? ¿Me diría que mi madre ya no era virgen cuando la conoció? ¿Me diría cosas que ella me había ocultado y que yo había aprendido a no querer saber?  ¿Le diría que era un viejo cagón que huía de una guerra estúpida, pero suya, viejo cagón? ¿Le diría que toda su descendencia lo odiaba y le desearíamos una agonía horrenda, ya que la vida lo había premiado con una larga y placentera vida? ¿No sería todo en vano?

Ya sé de sobra las respuestas de los hombres sin culpas. Te miran asombrados. Son ajenos a todo mal. Ni siquiera lo disfrutan. Lo ignoran. ¿Cómo hablaría yo con mi padre? ¿Me miraría buscándose en el único hijo blanco? ¿Sería yo el único? ¿Eso era una ventaja? ¿Me mediría en logros, en astucia, con orgullo, con molestia, con cierta alegría de la vejez?

Él  sabía ahora que yo era su hijo, pero yo le llevaba más de 40 años de ventaja. Eso tenía que contar a mi favor.

 

30

– ¿Por qué no te quedás esta noche conmigo?- En los ojos de Sara había una mezcla de cosas que no terminaba de ser un ruego.

En esos días yo deambulaba por las islas junto a Armando. Iba y volvía por escuelas alejadas. A veces nos llevaba Chapy, otras contrataba a un lanchero. Salíamos a las cinco de la mañana y no parábamos casi hasta la misma hora de la tarde. Curiosamente mi trabajo para el Ministerio avanzaba en calidad y cantidad. Cuando dormía en Las Lomas, trataba de evitar los encuentros a solas con Margaret. Pero el círculo se cerraba y sabía que en poco tiempo tendría que afrontar los finales de cada partida.

– Sí, yo pensaba quedarme en el hotel esta noche. Después tengo que volver al  Lodge.- Hacía todo lo posible por parecer ocupado y distante, aunque sea difícil engañar en estas circunstancias a cualquier mujer. Y Sara no era cualquier mujer. 

– Mirá, Matías, si no hubiera sido por vos, yo no hubiera hecho este viaje.

– ¡Pero si la gran gestora fuiste vos!

– Yo fui la gestora –como vos decís- de acompañarte en tu búsqueda.

De repente me di cuenta de todo. No había hecho otra cosa que mirarme el ombligo desde que habíamos hablado de hacer el viaje juntos. Juro que no me acuerdo quién dijo la primera palabra al respecto. Juro que no me acuerdo, pero ahora sé que fui yo.

– Quiero decir, si yo fui la gestora, las cosas no resultaron como yo las imaginé. Desde el principio me dejaste afuera de tus asuntos. Lo de las gallegas, no te voy a mentir, me gustó. Son esas experiencias fuera de contexto, casi fuera de la vida. Me hubiera salido más barato hacerlo por Internet. No estoy hablando de dinero.

– Y  yo sigo sin entender nada, ¿no? Te juro Sara que yo creí que era tu instrumento para esta aventura y que sólo me adjudicabas el rol de acompañante testigo.

– Sí, soy una idiota. De entrada tendría que haberte dicho que pensaba todo esto como una luna de miel.– No sabía si estaba usando el sarcasmo o el dolor o qué otra cosa. Entonces la tomé de sus manos con ternura. Me callé todas las estupideces que se me venían a la cabeza. Todos los pedidos de perdón. Me odiaba tanto por su dolor, pero más aún por ser un acreedor más de la frase: No entendés nada. Nunca había visto más que mi propia codicia en sus ojos. Para mí, ella era la oportunista que aprovechaba los pasajes gratis con el mejor amante del momento.

            Intenté abrazarla y ella se zafaba con sus lágrimas. Era como intentar tomar un jabón mojado y esquivo. Se me escapaba. Pero, no dejaría que eso sucediera aunque en mi cabeza no hubiera más que culpa y gratitud y admiración. Iba a fingir todo el amor. Lo haría a costa de todo. A costa de la Mariposa que se instalaba en su lugar. Sería entonces la Mariposa. Mentiría por ella el resto de mi vida. Mentiría con ella.

– ¿En serio no te diste cuenta de lo que me pasa con vos?- me espetó todavía.

La tomé por las sienes escurridizas, con tanta fuerza que no pudo escaparse esta vez. Le clavé mis ojos en los suyos, tan llenos de lágrimas que pude mentirle el amor. No le mentí mi emoción. En mis ojos había tantas cosas que pudo creerme alguna. Alguna le alcanzó para dejarme entrar en su boca, en su cuarto y besarla sin paz, para que no me viera, para que cerrar bien sus ojos, pensando que ese hombre la amaba, para dejarme a mí cerrarlos y pensar en mi Mariposa.

            La amé en el desasosiego. Nos hundimos los dos en él. Le quité la blusa y la di vuelta (evitar sus ojos, evitar sus ojos era mi mandato) le besé los hombros calientes y húmedos y todavía allí sentía el gusto de sus lágrimas, tan distinto al sudor en el lugar donde la espalda, donde las vértebras recogen las aguas en un solo lugar y hacia un solo destino. Bajé mis besos y bajé mi lengua. Y me arrodillé con una pierna. Era, sería, esa noche su vasallo en un pedido desesperado por su piedad y su perdón.

            Di la vuelta arrodillado y quedé frente a frente mi boca y su cadera. Sus huesos blancos pegados a mis dientes. Sara como desvanecida fue deslizándose a la cama y yo la seguí por el olfato. Mis ojos bien cerrados y mi boca servil y abierta y  nunca más callada de mentiras. La recorrí desesperado como un perdido que vuelve sobre sus pasos desorientados en busca de una señal.

De pronto, no me importó más nada. Ya no me importaba nada y cerré los ojos con más fuerza. Si estábamos en un mar de ficciones me servía. Si había algo cierto, me servía. Sabía que no habría otra vez. Al menos no como esa. Si mi boca, si todo mi cuerpo, si todo el futuro era eso, poco me importaba. Cambié mi misión en medio de  ese acto que no sabría describirlo ni aún ahora. Amparo y Pilar también me ayudaron y acudieron a mi deseo, en mi ayuda. Me venían a la cabeza las otras veces con él. Matías en el auto, Matías en la azotea. Saqué fuerzas de allí. De mi memoria saldría algo perfecto. Una mentira perfecta que me llevara de vuelta a casa. Sin el amor, con el cuerpo, sin el alma del hombre que entonces me penetraba buscando el olvido en mis entrañas.

Ahora creo que los dos estábamos de acuerdo. Armando me había dejado, –un poco de hierba, hermano, puedes necesitarla.

-Fumados va a ser más fácil despedirnos- Sara asintió en una calada profunda y sonriente. Narcotizada. Salida de la tragedia. Fue un alivio enorme para mí. Ya no podría sostener tanta mentira por mucho tiempo más. Me pidió chocolate y jugo de naranja que saqué solícito del frigobar. Se llenaba la boca de todo casi al mismo tiempo y me pedía más pitadas. Ese era el único fuego que yo podía mantener encendido. Aproveché la distensión. Se dormiría en cualquier momento. Cabeceaba penosamente.

– Che, nunca me dijiste qué te había parecido mi viejo.

– Sexy, me pareció sexy.  -No pude evitar dar un respingo-

-¡Eh, tonto!, ¿qué pensaste?– se rió con un dejo de descaro.

– No- dijo aún sin ponerse seria del todo- Lo que no te he dicho y debería haberte dicho. Lo que todos te dijeron y vos nunca escuchaste. Lo que tenés ganas de saber y no mirás. Y cuando lo hayas sabido hubieras preferido no hacerlo.

-Estás complicada.

– No sé por dónde empezar- me dijo mientras me pasaba el porro- Va a estar un poco desordenadito. A vos te tocará enderezarlo o dejarlo. Yo te digo lo que sé. Cuando me fui de lo de Livingstone, me los encontré a Armando y a Chapy discutiendo a los gritos. Me escondí para escuchar algo, pero no alcanzaba a entender. Entonces viene Porfirio, carraspea, me deja que me acomode – creo que a él le daba más vegüenza que a mí que yo estuviera espiando- y me ofrece llevarme de vuelta a Colón, haciéndome una seña como que esos dos tenían para rato- Sara se callaba como buscando en algún escondrijo el hilo de su relato. Sus ojos dudaban de sueño y eso me ponía más ansioso.

– ¿Y?

– Y qué sé yoooo…. No te lo iba a decir. Estaba, estoy tan caliente con vos que todavía voy a ver si te lo cuento.

– Dale, ¡por favor!

– ¿Por favor le pedís a la inglesita? ¿Por qué no me preguntaste por qué estoy enojada? A Porfirio se le cayó algo de eso también. Después se calló. Creo que todo lo que me contó fue para no abordar el tema de vos y Margaret. Así te quiero, bruto. Así es que ahora te voy a contar.

Yo quería ayudar en ese parto y no sabía qué herramientas utilizar. Empecé por lo que supuse iba a provocar una catarata. No podía apostar sino al centro. Cualquier mal empujón haría salir algo que yo no quería o que no necesitaba.

– ¿Te dijo algo de las fotos?

– Las fotos, sí las fotos. ¡Eso, las fotos! Sí, sí. Porfirio también escucha detrás de las puertas. Pareeecee -demoraba su lengua casi inútil- que un día Bordas fue a visitarlo a Livingstone. Bordas le gritaba al viejo diciéndole que solo era cuestión de tiempo. Que todos sabían que no se qué de engaños y cosas que le había hecho a Bölke para sacarle las fotos y para sacarle el testamento, romperlo y quedarse con toda la isla para él solo. Parece que el viejo se defendía como gato panza arriba y le contestaba qué sé yo de la CIA, de Red Frog. Que justo habías llegado vos, Matías, a joderlo todo, la momia flotante a revolverlo todo. Justo que nadie nunca había preguntado nada. ¿Sabés lo que le dijo Bordas? Que tenía los dientes de Chapy  para hacerles el ADN  y que podía obligarlo a testar en favor de Chapy. Imaginate, que después, sacarle la herencia al borrachín, iba a ser mucho más fácil. Parece que tu ADN  apesta, Matías. Resultás peligroso, tenés más implicancias.- Se quedó callada.

– ¿Qué más te contó Porfirio?

– Qué sé yo…. Dejá que me acuerde.

– ¡Ah, sí! ¡Que el enfermo de Bordas le había llevado los dientes en una cajita de alhajas, como de anillo! ¡Ja, ja, ja! ¿Te imaginás?

– Ya lo sé.

– ¡Ah, no! ¡Si ya sabés todo, no tengo más nada que contarte.

– Bueno…Seguí.

– ¡Ah, lo de las fotos…!

– Ya me lo contaste, Sara.- Podría haberla estrangulado con la sábana en ese mismo instante.

– No, no te he contado lo de otras fotos. Son una fotos de una mina asesinada en no sé qué revuelta de los Mártires o algo así. Registrá nene, las otras ya las tiene Bordas, la CIA, la oficina de Control y la de Kaos. -y se reía a carcajadas-

– Porfirio también es hijo de Livingstone. Es mi medio hermano- lo dije distraído. Sin pensarlo, todo se podía ir al carajo y Sara callarse y dejarme cosas sin saber.

– Ya lo sé, ya lo sé y Chapy también y qué sé yo cuántos otros.

– ¿Quién tiene las fotos de la mujer asesinada?

– Porfirio dice que las tiene Fidelina, su madre. Era amiga de la finada y un ex alumno se las hizo llegar.

Se quedó completamente dormida. Ya me iba. La miré. Me acerqué y le limpié un reguero de chocolate que se le escapaba por el costado de la boca.

Ciudad vieja. Acrílico de Felipe Schefer.
Ciudad vieja. Acrílico de Felipe Schefer.

31 Ciudad de Panamá 1964

Nadie lo vio llegar esa noche. Pero él no lo sabe y seguirá sin saberlo el resto de su vida. Se cuidó mucho. Estuvo esperando horas en las inmediaciones del edificio de Oswald Bölke. Vivía mal, en un departamento minúsculo y descascarado en el segundo piso, en el casco antiguo de Panamá. Al menos eso. Esa era la única parte cumplida de un sueño más amplio.

Había hecho todo lo posible, antes de caer. Tenía buenos contactos para volar en Chile y Argentina en empresas comerciales, pero siempre aparecía alguien que sugería la incomodidad de su pasado, de su apellido o de ambas cosas. Pero lo que en realidad no entendía era el abismo entre la inocencia de un cartógrafo -por cierto el primero- y el juicio que se abría acerca de él y el uso que había hecho, podría haber hecho o que hizo con ese perfecto mapeado aéreo. La maldición de los exploradores.

En el fondo todos sabían un poco de su candidez, pero sus fotos eran peligrosas y se corría la voz que se dedicaba a juntarlas, como un coleccionista de fuegos artificiales, que, a pesar de él pueden producir un daño enorme y no deseado. En el peor momento. En fin. Esos mapas debían desaparecer o quedar en las manos adecuadas. De ninguna manera esa persona era Oswald Bölke.

Me duele su destino. No hay nada que yo pueda hacer para evitarlo. Pero mirándolo desde siempre, desde afuera, esperé, casi como una madre, que eligiera la música, la fotografía artística, el contrabando -esa profesión tan antigua como romántica- O todo ello junto.

Su amigo infiel, pero el único. Cuántas veces podría haber fingido un accidente. Quizás más de cien. Desde las peleas de muchachotes en los hangares y tantas herramientas dando vueltas por ahí. Sin embargo, tirados en el piso, terminaban muertos de risa o de risa y dolor por el golpe asestado o recibido. Ya saben, cuando las peleas no hacen daño, pero establecen jerarquías y fortalezas. Oswald nunca había podido ganarle.

Otras veces, él se quedaba en tierra viendo despegar su avión después de haberlo reparado. Cuántas salidas de juerga donde terminaban los dos solos en un callejón oscuro, siempre él menos borracho y que terminaba acertando el rumbo hacia una cama segura. Y esa vez en Paraguay, podría haberlo dejado a merced de los policías corruptos de la frontera y que ellos decidieran, si al menos no quitarle la vida, repatriarlo. En todo lo había superado, por eso también antes, en Buenos Aires había tenido a la mujer más hermosa. Él, el macho dominante. Él había tenido la idea de invertir en una recóndita, fangosa y olvidada isla de Panamá. Oswald empecinado en seguir mostrándose en los lugares equivocados. Quizás hablando de más en los bares. Cuando podía, ostentando una cámara y bolso lleno de lentes. Fotos por las que nadie pagaba nada. Sobreviviendo de un sueldo miserable de agente de ventas de seguros de vida. Paradójico.

Ahora sube unas empinadas escaleras. Muy ruidosas. Tanta madera. Tiene las llaves y son las tres de la mañana. No hace falta nada. Ha dejado a un muchacho abajo esperándolo por un par de dólares. Por las dudas. Tiene una pistola nueve milímetros. Que terminará en el mar, pero no en su orilla. En lo profundo de su travesía de vuelta. Que se la ha comprado a unos muchachos. La de uso oficial. Ellos no lo saben, pero él tiene que resguardarse. Abre la puerta inútil. Sin llave hubiera sido igual. Oswald tirado, inconsciente, alcoholizado en el suelo. No ha podido alcanzar la cama. Fácil. “Pan comido” dice Frank en un susurro. No hay mucho por revisar. Una cómoda con seis cajones. Un ropero, algún escondite más debajo de los tablones del piso. Pero se trata de Oswald y el lugar es tan inocente como su mesa de luz, más precisamente en el zapatero, justamente cajas de zapatos llenas de fotos, otras, llenas de diapositivas. Frank no había pensado en lo voluminosa que puede ser una vida dedicada a la fotografía. Duda un instante. Debe conseguir dónde poner la carga. “Su bolsa marinera” entre dientes. Se precipita al ropero y revuelve en su busca. Encuentra otras cajas de zapatos. Maldice la falta de luz. Prende su linterna y cada caja tiene etiqueta de contenido. El prolijo de Oswald. Todo catalogado. “Canal de Panamá” (1935- 1940); “Panamá city” (64; 63;62; 61….);Chile- Buenos Aires- Paraguay (54- 55) ; Bogotá- Hangares SCADTA (s/f). Todo lo que encontró. A salvo en la bolsa. Estaba pesada. Casi alegre, se dirigió a la cocina a abrir el gas. Accidente perfecto, borracho en las coordenadas perfectas. Vida sin futuro. Material comprometido quemado, quemado, quemado.

Creyó que no hacía falta verlo morir. Creyó todo, pero él no era creyente. Por eso la pistola. Creyó escuchar que algo se movía. Pero no, nada se movía. Alguien se movía.

“¿Qué haces que no me ayudas a levantarme?” en media lengua de toalla mojada, de trapos sucios, de suciedad debajo de las alfombras, de almohadón de plumas. “En tu nuca, que te alivia, shh, shh, tranquilo, esto te va a ayudar” ¡Pum! Un solo pum casi sordo. Me va a ayudar a mí. Me tengo que ayudar yo. Me tengo que ir.

La policía preguntó poco acerca de una explosión. De un escape de gas. La policía preguntó poco acerca del borracho muerto. La policía no quería un cadáver de más en su morgue. La policía avisada y agradecida que se llevaran el cadáver del vendedor de seguros, suicidado de puro solo. La policía tenía otros asuntos el 9 de enero de 1964.

Nunca más Frank Livingstone que ahora. Se necesitaba así. Sin la bolsa, sin el arma, con su amigo muerto. La bolsa para la Agencia, el arma para el fondo del mar, su amigo, cargado por el muchacho de unos pocos dólares en un carro hasta el puerto, para el fondo de su conciencia que era un lugar tranquilo. “Amigo” lloraba “Pudimos ser tú y yo. Hubieras  hecho lo mismo lo mismo en mi lugar. Eras mi amigo. Ya estabas muy borracho. Esto fue mi alivio. He sido quien te ha dado alivio”. La única verdad es que el mar estaba picado y las lágrimas eran tan saladas como el mar mojándole la cara.

Tan raudos llegaron, con tanta lluvia. Primero a su casa. Allí guardaba Oswald algunos recuerdos y papeles importantes. Aunque no todos. Frank lo vistió con las galas a las que Oswald nunca había dado mucho crédito. Finalmente ni le pertenecían. No sabía a quién le pertenecían. Eran de su padre. Ese ausente de toda la vida. Esas galas que pertenecían a un país desconocido, a un suelo inexistente. A la historia de una vida rescatada de una cuna, zarandeada por varios continentes, salvada de un tiro en la nuca.

Nadie los recibió en el cementerio amanecido. Nadie los vio llegar. Sólo los apuntaba el sol, un rayo del sol como un láser indicándoles el hueco, blando, embarrado y un cajón endeble y podrido de segunda mano.

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