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Donde termina mi nombre (Undécima entrega)

* El Magazín publica la décima entrega de la novela Donde termina mi nombre, de la escritora argentina Patricia Stillger.  

Aviso importante: Una vez finalizada la publicación de Donde termina mi nombre, tendremos disponible el archivo en pdf para descargarla. Por lo pronto, a la derecha de El Magazín, con la imagen de la novela, los lectores podrán encontrar todos los capítulos que se han publicado.  

Donde termina mi nombre

(Capítulos 24 y 25)

Donde termina mi nombre imagen oficial

Patricia Stillger

24 

Binns debía volver a Panamá, pero me adelantó que Bordas me buscaba y que me contactaría. Regresé a mi hotel, por así decirlo. Me la encontré a Sarita sola, linda. Estaba en la terraza y tomaba el desayuno.

Sin sorna le pregunté por sus chicas.

– Se fueron ayer. Imaginate, todavía tienen que ir a Costa Rica, a México y todo se les atrasó un poco aquí. Se quedaron cinco días más de lo previsto. Yo me voy pronto- la noté melancólica.

– Y vos fuiste la causa.

– No creo que sea necesario el sarcasmo, algo habrás encontrado vos que no te podés ir de Las Lomas….- me espetó con ojitos rasgados.

La miré como si fuera el  cuadro que uno más recuerda de un museo. Lejana, pero la única imagen que queda en la memoria. La miré como desde otra vida.

– ¿Cómo va lo de tu momia?

– Ya no es mía.

En ese momento llegó Eligio Bordas y le presenté a Sarita. -Estamos en confianza- le dije. Finalmente quería que alguien más cercano estuviera al tanto de la situación. Confiaba en Sarita para esto. Claro que confiaba en ella.

– Investigué a Livingstone – empezó Bordas.- No fue fácil, el gobierno de Estados Unidos está especialmente interesado en dejar las cosas como están y cuidar las relaciones con Panamá.

– ¿Y qué tiene que ver Estados Unidos en todo esto?

– Mira, empezaré con Oswald Bölke. En el apartamento que ocupaba en Panamá se encontró el duplicado de su pasaporte que indicaba que nació en Alemania en 1916- hijo a su vez del otro Oswald Bölke, el piloto de la Primera Guerra- pero está firmado por la Embajada Alemana en Paraguay en 1955. Pero sí es cierto que de niño llegó a Colombia y que fue piloto de SCADTA.

¿Se conocían con Livingstone?

– Sí, pero ahora atiéndeme. El 9 de enero de 1964 la CIA aprovechó la oportunidad para matarlo y en medio del revuelo el hecho pasó inadvertido. Lo contaron como una víctima más del Día de los Mártires.

¿De qué Mártires?[1]

– Chico, pues, si vas a interrumpirme todo el tiempo… Una revuelta popular por la ingerencia de Estados Unidos en temas del Canal. Bölke era casi colombiano, pero trabajaba para SCADTA y pasó a ser sospechoso por sus fotografías aéreas. Parece que los alemanes, durante la Segunda Guerra Mundial, contaban con este material y tendrían precisiones acerca de toda la zona gracias a sus fotografías. Conseguirlas era uno de los objetivos principales. Si los alemanes tomaban el Canal, ganaban la guerra. Después, durante los años de la Guerra Fría los de la CIA nunca lo sacaron de la mira. Fue un ajuste de cuentas además, para quedar bien con los militares gringos y la banca judía en Panamá.

– Estoy confundido, usted empezó hablándome de Livingstone….

– Eran amigos en SCADTA y compañeros de algunas aventuras. Cambió su nombre a Frank Livingstone apenas llegado a Colombia. Todos los alemanes de SCADTA  respetaban su decisión. Finalmente, todos tenían motivos para querer pasar inadvertidos y cada uno llevaba su cruz.

– Su Cruz de Hierro.

– Sí, lo del uniforme de Bölke, ya sabe, Livingstone lo vistió y lo enterró.

No sé por qué me callé. No encontraba ningún sentido al hecho de que Livingstone visitera de gala al cadáver. Miré a Sarita como se mira a un cuadro de un ángel en el museo. Tendría que ayudarme otra vez. Nuestra amistad lo ameritaba. 

Les conté a los dos el plan que se me ocurría en ese momento. Nos pusimos a trabajar en el cuestionario. Necesitábamos algo contundente para tentar a Livingstone. Teniendo en cuenta su edad, era necesario, absolutamente necesario, tener otro ardid a mano. Un viejo ya no se traga las lisonjas de una mujer, no porque no las crea, sino porque ya están afuera de la vida, de sus urgencias. Eso, fuera de sus urgencias. Tenía que pensar en algo más. Hombre yo también al fin, no se me ocurrió nada mejor.

– Sara Cuevas- profesora de Historia de la Universidad Nacional de Colombia, mucho gusto.

– Otra argentina.

– Sí, hace sólo unos meses que vivo en Colombia, pero me gusta y me acostumbro rápido.- Sara no caería tan fácilmente en la trampa-

– Sí, ya me lo adelantó su superior, el profesor Juan Miguel Binns por radio. En realidad le dije que lo pensaría, pero ahora, ya está usted aquí. Pero, permítame, siéntese. Le pido un café….

– Si no le molesta, preferiría algo más fresco.

– Más fresco, sólo cerveza.

– Que sea cerveza entonces.

            Sara en todo su despliegue, dorada, sonriente y el viejo,  su estertor,  las vanas ilusiones del anciano que por última vez se da crédito, que ya no hay nada que perder, ya puede ceder a la mentira de un gesto entre hombre y mujer, ya no es tan tarde. Con permiso antes de morir. Rápido. Todo muere tan rápido. Como esa tarde, como en esta tarde que te están pasando cosas.

– Pero cuénteme que hace una mujer tan hermosa investigando hechos tan viejos…

– Usted no va creerme, pero le aseguro que el pasado, o las cosas viejas, como usted injustamente las llama, tienen para mí más interés que las actuales. Incluidas sus protagonistas.

– No me halague en vano Miss Cuevas.

– Dígame Sara.

– Sara.

– ¿Puedo llamarlo Frank, señor Livingstone?

– Debe. Y debe contarme cómo está Buenos Aires.

– Hace mucho que no voy. ¿Usted estuvo en el…?

– En 1955.

– ¡Qué año! En Buenos Aires… ¿No habrá estado durante la revolución del ‘55?

– ¿Qué revolución?

– Bueno, una…. No importa, ahora hablemos de usted.                          

– De SCADTA querrá decir…

– Sí, claro, de usted en SCADTA– El viejo alargó su mirada al techo como si allí residiera su memoria.

– Yo también podía pilotear. De hecho lo hice algunas veces. Entonces existía cierta camaradería…

– Pero usted es inglés y todos los demás alemanes.

– Atiéndame –su voz denotaba cierta inquietud-  éramos todos refugiados. También había húngaros y suizos. Por uno u otro motivo, ninguno de nosotros podía ejercer la  profesión en nuestros países  de origen después de la Primera Guerra.

– Y Colombia los recibió con los brazos abiertos.

– Sí, por un tiempo todos pudimos trabajar. SCADTA era una compañía escuela. Entrenábamos a nuevos pilotos y mecánicos, que después trabajaron en toda Suramérica.

– Tengo entendido que usted ya trabajaba allí cuando se produjo el accidente de Carlos Gardel.

– Sí, para nosotros hubo pérdidas más significativas. En ese accidente murió Hans Ulrich Thomas, íntimo amigo nuestro.

– ¿Nuestro?

– Mío y de Oswald Bölke. De hecho era su mentor. Casi su padre.

– ¿Oswald Bölke?

– Exacto, el mismo…. Atiéndame, me encanta su compañía, voy a contarle cosas de las que no he hablado en mucho tiempo, pero no me subestime. Si usted es de la Universidad de Colombia o informante de la CIA, poco importa. Tengo más de 80 años y he sobrevivido guerras, calamidades y mujeres.

– Ahora pregúnteme lo que ha venido a preguntarme, pero tengo algunas condiciones.

– Lo escucho.

– No, usted aceptará las condiciones sin saber cuáles son. Por ahora…

– Ya veo cómo ha sobrevivido. Cómo sobrevivió a su amigo Bölke…                     

No nos pongamos agresivos. Usted es más bonita cuando se sonríe.- Se tomó un tiempo y su gesto se oscureció-  A Bölke lo asesinó la CIA, aprovechando la revolución del Día de los Mártires, el 9 de enero de 1964. Lo fui a buscar yo mismo a Panamá y lo traje aquí. Lo vestí con el uniforme de su padre, con todo el honor que fui capaz. Supongo que esto usted ya lo sabe y sabe lo de las fotos…

– ¿Y por qué no lo mataron a usted también?

– No les convenía. Yo les cedí una  parte de la isla a un fideicomiso, después ellos lo traspasaron a grupo inversor, que luego se lo vendió a otro, que ahora construye en Red Frog.

– ¿Bölke no cedió su parte de la isla?

– Sí, pero estaba el tema de las fotos.

¿Tan caro le salió?; el terreno, las fotos…- Livingstone levantó los hombros, luego las cejas, pero en este último gesto, los ojos se le llenaron de los argumentos insuficientes, de incomodidad.

El viejo se puso como loco, estaba como gato panza arriba, le temblaba la barbilla, tenía ganas de putearme, no se la bancaba y a esa altura tenía más ganas de ahorcarme que de cogerme, viejo asqueroso. 

– Ya,  ya entendí- dije con una vergüenza que no era del todo mía.

Sara miró al techo buscando el silencio que no le salía. Entendía a Matías en su encerrona y todavía faltaban algunos detalles. Respiró hondo. –Todo bien, tranquilizate Matías- Ella no iba a decirme una palabra más, al menos por el momento.

            Chapy me esperaba en el embarcadero. A su lado Goose ladraba ansioso por llegar a su casa. Yo también. 

25

Armando no era exactamente lo que en cualquier parte del mundo se denominaría un dealer. Para ser justos era también un corredor de bienes raíces, agente de turismo y el proveedor local de drogas livianas, tolerado por las autoridades policiales. Hacía las preguntas indispensables para saberlo todo. Muchas veces adivino, respondía sin preguntar y cuando le dije que quería conocer a Livingstone me dio la excusa perfecta para la visita. El viejo había adquirido hábitos en los últimos años. –Un poquito de grass, español, un joint cada tanto.– Le aliviaba alguna dolencia. O eso decía. Lo cierto es que no involucraba en la transacción a ningún miembro de su dudosa familia. Confiaba en Armando. Era lo justo. Era negro, era local, no era su hijo y tenía licencia. Armando, que tenía un olfato especial y que presentía cosas que ni yo mismo podía explicar, apenas me sugirió, que además de la marihuana, el viejo le hacía pedidos más privados. Le gustaban distintas mujeres, según sus distintos estados de ánimo. Y él adivinaba correctamente: a veces una lugareña india, otras, una negra, otras, alguna turista…

            – No sé qué hace con ellas. Pero las necesita.

            En realidad, necesitaba, gustaba de la compañía de alguien a quien hablar. Incluso a veces, si no entendían el idioma, mejor. Ahora que estaba muy viejo y ya no tomaba su lancha para pasearse entre lo manglares, o llegarse hasta Isla Colón a ver llegar el ferry.

Había algo con Livingstone. Era como esas melodías espantosas que a uno  se le pegan, a pesar de uno. Estar en sintonía, aunque sólo fuera sincronía de curiosidad mutua. Armando compartía conmigo cierta ansiedad. Era muy probable que supiera todo acerca de mí, de mi asunto, que tuviera más información de la que yo creía, que tuviera más expectativas que yo mismo. Que se hubiera dado cuenta de lo que yo empezaba a sentir  en el más absoluto silencio por Margaret.

Durante las comidas procuraba el mejor ángulo para no perderla de vista. Se levantaba imperceptiblemente de la mesa para alcanzar más pan o agua de coco. Jamás se lo pedía a la servidumbre. Nadie lo notaba y ella volvía a sentarse como si nunca se hubiera ido.

Se extendían las sobremesas de noche, cuando Henry tenía que hacer arreglos para el día siguiente: las excursiones, preparar las lanchas, llenarlas de combustible, averiguar por radio las condiciones meteorológicas para el día siguiente, alistar las botas para todos los excursionistas. A Margaret también le correspondía su parte: las viandas para todos los turistas, para los guías, incluso preparaba algo para Goose, aunque se tratara solamente de algunas galletas coloridas fabricadas para perros ingleses y que -a Goose no le gustan mucho. Creo que son contenido alto no carnívoro- dijo un día. Me importaba nada su castellano imperfecto. Entendía cada oración, que, además, tenía el sabor genuino de alguien que busca las palabras, no que las encuentra armadas y preestablecidas. Sin excusas, empecé a ayudarla en la cocina a preparar los emparedados. Digo sin excusas porque yo también sé de cocina, aunque los pétalos de una especie de espuela de caballero que crecía por las cercanías iban a parar a las ensaladas bajo mi mirada descreída. Soy un tarado. Fui un tarado más. Como cualquier hombre que se enamora. Prefiero pensar en arrebatos y en poesía, antes que adjudicarle mi estupidez a las hormonas y todo ese cuento moderno de feromonas y efectos pasajeros. Aunque soy capaz de hacer una confesión. Sospeché del efecto misterioso de las flores en sus ensaladas.

Tenía miedo. Tenía que hacer algo distinto, como recuperar la marcha de mi trabajo, el de mi investigación; el mando. Es tan repetidamente estúpido como común que seres como yo encuentren algo para distraerse cuando están a punto de lograr algo. Sacarme de la cabeza a Margaret. Eso tenía que hacer. De la cabeza o de donde se me hubiera instalado. Investigar a Livingstone me daba otra oportunidad  para quedarme en el Lodge un inservible y  balsámico  tiempo más.

– Ya que es tiempo de reabastecerlo, le haremos una visita– le dije a Armando.

Si evitábamos a Chapy en la partida, sería muy sospechoso e innecesario. Él también lo sabía y él era el guía oficial cuando alguien quería llegar a lo de Livingstone.

En la lancha, me di cuenta que yo había nadado hasta su embarcadero sin saberlo.

Nos atendió una mujer que nos hizo pasar a un estar con sillones y reposeras. La vista era excepcional desde la loma en la que estaba asentada la casa. Chapy se había quedado afuera y Armando no se sentó. Cuando apareció finalmente, vi a un viejo de caminar abierto, en busca de equilibrio y sin embargo erguido. Su rostro estaba plagado de arrugas, pero conservaba todo su pelo blanco y sus ojos extremadamente azules; le ganaban a la vejez, una vez sentado, de blanco impecable, de pantalones largos, de cuello cerrado hasta el penúltimo botón, a pesar del calor.

Antes, no se extrañó de mi presencia. Armando me presentó y tuve que corregirlo.

– No soy español, y mi nombre es Matías.

El viejo sonrió, despachó a Armando luego de un imperceptible intercambio. Me indicó que sirviera ron para los dos y me invitó a sentarme.

– ¿Eres argentino?

– ¿Conoce?– Hizo un gesto con la cabeza que equivalía a mucho tiempo, pero a la vez de cierta alarma.

– ¿De Buenos Aires?

– No.        

– ¡Ah!…. Yo conocí Buenos Aires hace mucho. Hermosas mujeres.

– ¿Lindas, no?– Me sentí inmediatamente estúpido, pero me pareció que Livingstone se relajaba.

– Inolvidables…. Fui con un amigo– y se le ensombreció otra vez la mirada.

– ¿Murió?

– ¿Ella?

– No, su amigo.

           – Sí.                                                                      

Seguimos bebiendo. El silencio nos envolvió como en una capilla.

– Yo busco a mi padre o a mi abuelo.

– Ah…  ¿Muertos?

– Ahora no lo sé…Pero busco solamente a uno de ellos- Sonreí entre la capilla y el absurdo.

– ¿Lo buscas aquí?

– Lo busqué en el cementerio de Colón- Perdía la noción de riesgo en cada frase.

– Allí también está mi amigo. –Se adelantó curiosamente en una información no pedida. Tenía que blanquear la irregularidad de la farsa en torno al uniforme. Vería cómo se las arreglaba.

– ¿Qué hacía?

– Sacaba demasiadas fotos.

– ¿Demasiadas?

– Demasiadas.

– ¿Era chantajista?

– Era estúpido y al final era alcohólico….Vendía seguros en Panamá. Nunca lo convencí de que viviera aquí.

– ¿Pero su profesión era la de fotógrafo?

– Eso fue antes, en Colombia.

– ¿Allá se conocieron?

– Trabajábamos para SCADTA, una línea aérea que ya no existe.

– ¿Eran pilotos?

– Yo era mecánico, él era piloto.

– ¿No sacaba fotos?                                                                                                 

– Desde el aire.

– Ah…. Y era piloto.

-Sí.

– Supongo que mi abuelo o mi bisabuelo, alguno de los dos o los dos fueron pilotos.

– Ah…

– Piloto durante la Primera Guerra Mundial.

– ¿De qué lado?

– De Alemania.

– ¿Tu apellido?

– Bölke. Yo soy Matías Bölke.

– Se hace tarde.

– Sí.

Mucho tiempo después recordaría de todo este diálogo el momento en que equivoqué la pregunta definitiva. Me jugaba una carta. Sin fundamentos científicos. Sus ojos azules, los míos, mil novecientos cincuenta y cinco -había dicho Sara- Yo soy del cincuenta y seis, marzo del cincuenta y seis.

 


[1]  Nota de la Hist. : Tal como afirma el oficial Eligio Bordas en Panamá se conmemora el Día de los Mártires (9-01-1964) en honor a todos aquellos que pelearon en una revuelta popular por la dignidad de un pueblo que todavía –aunque en forma minoritaria- no termina de digerir el hecho de que los estadounidenses sigan controlando y enriqueciéndose con los beneficios el Canal de Panamá. En esa patriada, perdieron la vida un número no determinado panameños. Uno es igual a mil. Es suficiente. Es intolerable.

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