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Una hora de olvido

bob's cheezy dream, Flickr, Robert Couse-Baker
bob's cheezy dream, Flickr, Robert Couse-Baker

Lina Huang *

Se levantaba a las seis de la mañana. Luego del agua caliente de la ducha y una aromática de afán, tenía que salir a la niebla helada de su barrio en medio de perros que se disputaban la basura, celadores morbosos tomando tinto y carros que levantaban una humareda de polvo, allá, en Marruecos, ese barrio que nadie o muy pocos del norte conocían. Sensaciones de restallido del piso crujiente de la estación de Transmilenio, una mezcla de perfumes en el aire, las caras lánguidas y malhumoradas con acumulación de trasnocho, afán y estrés porque “ese imbécil del conductor no se mueve”. Al principio había tenido dificultades para salir tan temprano. Una razón era el problema de la garganta, del frío acumulado en el pecho y en la nariz; la otra consistía en que siempre se había creído más inspirada por las noches, más activa, con más ganas de trabajar. Pero a esa hora; la hora del estrés, del trote hasta alcanzar a tomar el alimentador verde, los empujones, las mujeres que miraban el reloj con impaciencia (sus taconcitos de punta y sus cabellos perfectamente aplastados); a esa hora, ¿qué inspiración, qué ganas de hacer algo podría haber?

Otro de sus problemas es que era demasiado delgada, claro, en esos tiempos en que hasta las modelos que promocionan mantequilla son delgadas, tal cualidad parecería ser una ventaja, pero a veces era más bien un defecto. Esperaba, con un suspiro de sobrecogimiento, el Transmilenio en la estación, y luego se lanzaba como quien se lanza a una piscina. No se podía ser cortés, definitivamente no, quién sabe si en otros lugares de la ciudad entrar al “articulado” -como lo nombraban los periódicos- no era una carnicería humana, pero allá sí; la masa de gente que salía la agarraba en sus tentáculos y se la llevaba para afuera. Por supuesto, a veces contaba con suerte. Un día había una mujer muy gorda al lado de la puerta. Justo cuando el cúmulo de vestidos elegantes y perfumes la iba a engullir en sus fauces, la mujer gorda la agarró de la chaqueta y de esa forma quedo aferrada como queda una hoja colgada en un tronco grueso.

De tal manera llegaba al trabajo, cansada, con afán, con cara de pocos amigos. Pero un día encontró dos soluciones. Una daba vergüenza por su obviedad: hacer transbordo en Santa Lucía y tomar un Transmilenio menos lleno; la otra era llevar un libro, un libro que pudiera leer con placer en lugar de ver los rostros aburridores de los demás oficinistas o la lluvia en las ventanas. Por qué no se le habría ocurrido si los libros siempre la habían acompañado; nunca faltaría uno lleno de historias, que ayudara a olvidar y al mismo tiempo a burlarse con ironía de los demás pasajeros, a soportar el aburrimiento de sus días.

Así se empezó a convertir por instantes en Gruchenka o Catalina Ivanovna de los Hermanos Karamazov, era testigo del asesinato cometido por Macbeth o soñaba los sueños estremecedores de Ernesto Sábato con sus ciegos y sus ratas de piel pegajosa. Y por un rato, solo por una hora, estaba en la piel de esos escritores que, como decía Sábato, veían el infierno por los demás, pobres mortales. Como Madame Bovary, aunque mucho menos romántica, vivía otro mundo, una realidad indiferente a la contaminación horrorosa de Bogotá, a sus calles taponadas, a los pequeños hombrecitos de zapatos lustrados que pululaban por todos lados, una Bogotá que no había cambiado tanto desde la novela Sin Remedio. Sí, de 7 a 8 de la mañana soñaba los sueños de otros, y en ese sueño olvidaba su propio infierno. Esa era la paradoja de los grandes escritores: Soñar el infierno para que un lector como ella olvidara el suyo, al menos, durante una hora…

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(*) Colaboradora.

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