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Un libro de por vida

Esta crónica fue escrita especialmente por su autor, Stanislaus Bhor, para El Magazín, con ocasión de la Feria del Libro de Bogotá. La nostalgia por los viejos libreros.

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Stanislaus Bhor*

Los libreros de viejo son como los vendedores de vinilos: venden nostalgia, pedazos de pasado.

Es lo que se me ocurre al oírlo:

-Por allá en el 2004 estábamos en una búsqueda exacerbada por un libro imposible: Allá lejos, de Joris Karl- Huysmans. Sabíamos que estaba en Seix Barral, y empezamos nosotros a buscar ese hijueputa, porque vino un man muy amigo de acá a decirnos, vea, hermano, La Novela Más Satánica Que Me He Leído En La Vida es Allá lejos, ¡de Joris Karl Huysmans!; ¡Es Lo Más Hi-jue-pu-ta! Y nosotros descrestados: ¡por qué!, ¡por qué!, ¡cuente!


 

Nombre: Alejandro Torres. Profesión: Librero. Localización: Centro Cultural de Libro, Bogotá. Las manos ilustran las palabras. Separa sílabas con ráfagas de fricación cuando quiere destacar una palabra en lo que dice: “lo más hi-jue-pu-ta…” ¿Usar guiones o mayúsculas para ilustrarlo fonéticamente? ¿Sanear el lenguaje para estar a la altura del medio en que se publique? ¿No se supone que la prosa con pudor miente, y lo que es peor, pierde vigor? ¿Cómo transmitir la danza de las manos que acompañan sus palabras? Los malos oradores no coordinan, manotean aspavientos, como aleteos de ahogado, como políticos demagogos, o pollos hambrientos. No saben qué hacer con las manos, que aspiran a ser alas, pero son garras. Los buenos oradores alcanzan el arte del ventrílocuo: que las manos suplanten a la boca.

Virtud del apasionado por su oficio, de los que tienen a mercurio en géminis, supongo, según la astrología, pienso.

Al final, le pregunto. ¿Cuándo nació?

-En junio.

Géminis.

Por ahora, sigue hablando de aquel libro imposible que persiguió por ferias y baratas. El auditorio crece alrededor de la pequeña librería del centro, la mejor de Colombia, a mi juicio, por el catálogo, por la velocidad a que se renueva, porque basta alzar la mano para tomar el libro que buscabas, por lo que he encontrado en ella, porque desde hace años no la puedo visitar sin llevarme algo que creía imposible.

-Vea, hermano, nos dijo, lo que pasa es que está escrito en clave de novela, pero en realidad son las memorias de Gilles de Rais, las mismas que están en la bi-bli-o-te-ca de París; Joris Karl Huysmans las copió y las adaptó en una novela y el nivel descriptivo es brutal, ¡Bru-tal!: Lo Muestra Partiendo Cráneos De Niños Para Poderlos Ver Morir Mientras Los Pe-ne-tra Por El Ano. ¡Niños pequeños! ¡De tres meses! ¡Cinco meses!

»Y nosotros: Uuuuuy, marica, pero eso hay que leerlo, güevón, ¿en serio?

¡Sí! sí sí, el man es un romántico, además es de los locos. André Bretón fue el man que abogó por él después de muerto, para que se leyera…»  

Recuerdo la devoción que le rendía Cabrera Infante a J. K. Huysmans, por los inventarios, por las listas, por otra novela inconseguible: Contra Natura.

Editorial Tusquets, colección Marginales, tapa dorada, cito:

«La plebe había sido aplastada por una burguesía satisfecha y poderosa, segura del poder de su dinero, de lo contagioso de su estupidez. El resultado de su advenimiento al poder había consistido en el atropello de toda inteligencia, la negación de toda honradez, la muerte de cualquier forma de arte; tal era su poderío, que los artistas, envilecidos, cayeron de rodillas cubriendo de besos los hediondos pies de esos sátrapas y rastreros mercaderes, de cuyas limosnas dependían para seguir viviendo. En pintura se traducía en un diluvio de blandengues necedades; y, en literatura, en un candar de estilo anodino e ideas convencionales, apropiadas para satisfacer a una heterogénea clientela: honestidad para el turbio especulador– Era el inmenso presidio, el grandioso lenocinio de América (del Norte) implantado en nuestro continente; era la vileza, la rapacidad absoluta, inconmensurable del financiero, del arribista, resplandeciendo como un abyecto sol sobre una ciudad idólatra, que, arrastrándose, eyaculaba de placer, entonando cánticos de alabanza ante el impío tabernáculo de las entidades bancarias.

»-¡Húndete, pues, sociedad, desplómate, cae por tierra! ¡Perece, viejo mundo!- exclamó Des Esseintes, indignado por la ignominia del espectáculo evocado, al tiempo que el sonido de su voz disipaba la pesadilla que lo torturaba.» (Joris Karl Huysmans, Contra natura)

Le digo que en la Antología del Humor Negro, de Bretón, está reseñado Huysmans. Allí menciona una entrevista que se hizo J. K. a sí mismo bajo la firma A. Meumier. Bretón concluye con un rasgo que reduce a Huysmans a sus justas dimensiones mentales y proporciones intelectuales: “era una amalgama de parisino refinado y pintor de Holanda”.

 

-¡Qué va!, dice: Pura mierda. ¡Una gonorrea es lo que es ese man!

¿Cómo se llama el libro? ¿Allá lejos?

-Sí, pero hay muchos otros libros. Nosotros sólo queríamos ese. ¡Ese! Y entonces empezamos a buscarlo, sin ilusiones, porque en Colombia sobraban los satánicos, pero era imposible conseguir un libro de Joris Karl Huysmans. (Y un lector, me digo, y un lector) Hasta que de pronto empiezan las esperanzas, porque aparecieron Las hermanas Vatard. Y nosotros: ¡mierda, apareció uno! Pero no nos sirve, porque no es ese. ¡Bueno, dejémoslo ahí, que a veces viene gente a preguntar por él! Y buscamos por internet y resulta que apareció en Rueda. Y espere otro año más, y no llegó ese hijueputa a Colombia. Nosotros vivíamos pendientes en las ferias por si llegaba, yo iba atento, pilo, pilo, repitiéndome: ya me dijeron que estaba en Seix Barral, o en Picador (por si estaba en inglés, que también la podíamos aprovechar en ese idioma), o si de pronto nos salía en Rueda. A los dos años salió en España, en Valdemar, pero aquí nunca llegó. Entonces tocó viejito, dijimos. Y busque y busque y busque, y un día en una feria, por allá en la calle 63 con séptima estaba yo buscando pendejadas ¡cuando se aparece ese hijueputa! Pero resultó ser muy grande. ¡Era muy, muy gran-de! Era visible… Era…. ¡Un morro-de-libro! Y entonces dije (sin dejo en la voz, me digo, porque la clave está en controlarse ante el librero y preguntarle, como quien no quiere la cosa, por el libro que está al lado): ¿y éste cuánto vale?, ah… ese vale 20, ¿y este otro? (y entonces uno lo agarra por el lomo, con desprecio, como para no ungirse de polvo, pienso) ¿Y éste cuánto vale? Diez mil.

»Démelo.

Yo me acuerdo que eso fue como respirar, hermano. Para que me entiendan los que no saben de esto: fueron como tres años sin respiración, detrás de un solo, hi-jue-pu-ta- libro.»

Y es que los libros no hay que buscarlos ni perseguirlos, porque se esconden. El día menos pensado, juguetones, te saltan a la cara, y esa es la felicidad.

O, si se me permite el símil atroz, el símil Huysmans: el retorno del secuestrado.

LibrosFer.

Los libros codiciados te buscan a ti. Repaso en mi anaquel las joyas que he comprado en esta librería pequeña del centro de Bogotá: Operación Masacre, de Walsh, ediciones de la Flor-Casa de las Américas; los diarios de León Bloy, Editorial Mundo Moderno, Argentina; aquí rescaté a Cendrars (porque a Cendrars no se le compra, se le rescata), El oficio de vivir, Zama, Walden, correspondencia de Flaubert con Louise Colet, María Zambrano… Le pregunto cuál es el secreto para ser buen librero. No lo duda. Dice que un librero vale por su memoria.

No le pregunto si se considera bueno; le pregunto en qué se reconoce al buen librero y responde que es aquel que descubre en un libro que parece basura, un tesoro:

-Y que es tan bueno que lo hace valer y consigue quién le valore su trabajo. Ese es el único trabajo que define a un librero: encontrar las cosas en donde no estaban. Tu llegas y dices estoy buscando cosas sobre surrealismo, y tú, un tipo bacano, le dices: ah, ahorita yo no tengo Bretón, que sería como lo más idóneo, pero ¿tú conoces a Françoise Cupé?, ¿o has oído hablar de Francis Picabia?, ¿o algo te suena de Tristán Tzara?, porque es que hace poco me llegó algo de Leonora Carrington, que de todas maneras como fue amante de André Bretón también trabajó el tema del surrealismo; además hay que tenerla clara: ¿lo buscas como pintura, o lo buscas como literatura?, ¿o buscas los Manifiestos solamente?

Así lo conocí. Lo tengo en el diario. Tenía 20 años. Acababa de conseguir el segundo lugar en un concurso de relatos. Todo lo que conseguía me lo gastaba en libros y cine. Aun lo hago. Llegué a la librería y le dije que buscaba Bajo el volcán, que urgía por el Ulisses, que quería tener París era una fiesta, Bartleby el escribiente, Viaje al fin de la noche, La náusea, El tambor de Hojalata, El mito de Sísifo, los cuentos de Buzzati. Lecturas de escritor en ciernes, por supuesto, pero relecturas fundamentales que escondían los rudimentos del oficio. Lo captó al instante. Sospechó que me preparaba para una guerra, o para escribir un libro, y empezó a telefonear. La librería no era suya por entonces. Trabajaba por porcentaje vendiéndole los libros a un mayorista que poseía cien mil volúmenes. La esperanza de un buen sueldo residía en gente enferma, como yo, que se ufana de no meter perico en la universidad, pero se desfalca comprando libros en masa. Esa tarde me habló de Bartleby y de los escritores que dejan de escribir. Me hizo un inventario en el que estaba Traven, Cravan, Salinger y al menos cinco nombres de autores de los que nunca había oído hablar. Sacó un libro leve, recién editado y me dijo que ahí estaban perfilados todos los que habían dejado de escribir. Tenía un título elocuente, aun más extraño que el de Melville: Bartleby & compañía, de Enrique Vila-Matas. Le compré no sólo ese, sino los cuentos de Saroyan, las cartas de Chejov a Olga, los relatos de Rubem Fonseca, y una docena de títulos que ya no recuerdo, o que prefiero no recordar: tres años después los empaqué todos en una caja de cartón y la guardé en el maletero de un bus de la flota Queen, la más barata forma de viajar en Colombia, que cubría la ruta Bucaramanga-Bogotá; había decidido volver a Bogotá para quedarme, después del intento frustrado de escribir esa primera novela en casa de mi madre: cuando llegué a puerto, la caja, con setenta de mis mejores libros, había desaparecido.

Nunca viajes en flota Queen, la más barata de Colombia: porque allá se roban los libros.

La librería se llama El árbol de tinta. Es propia (de él). Reducida, como un bonsái de tinta. Como un gabinete de lecturas, como una biblioteca personal. Escueta. Desplegada. No tiene aquella frontera de alambres que traza el mostrador e impide el paso el tacto la cercanía. Tampoco tiene el problema del seguimiento de aquellas librerías donde te persiguen para que no te los robes. Las dimensiones de la librería lo permiten: dos metros y medio de largo por tres metros de alto. El librero la domina desde un taburete reclinado en la puerta del frente, en la persiana de una librería que quebró hace un par de años. Le pregunto el motivo de no tener mostrador. Dice que por chica, que la vitrina le estorbaría la mirada. Le gusta mirarla. Sé de qué habla. Conozco ese gusto, las horas muertas repasando el lomo de los libros, hasta que aparece, de la nada, uno que nunca habías visto, que nunca compraste, que parpadea y dice Tolle Lege, Aurelio Agustín de Hipona. Dice que es capaz de salir todos los días de su vida e irse a ver una librería. Le pregunto cuál es su radar, su olfato para comprar un libro usado que circula desde hace años, y atinar, saber que tiene salida, o comprador potencial. Alza entonces el libro que lleva media hora en oferta. Lo toma como lo que es: género, mercancía, y dice, incisivo, seco: “a mí me interesa a quién se lo voy a vender y cuánto me cuesta. De ese acervo me valgo. El libro, el cliente potencial, el precio. Eso se mira en segundos. Se piensa sin pensar. Aquí somos capaces de mirar diez mil libros en una sola sentada y descubrir el oro de la zupia.”

¿Diez mil?

Pienso en esa revisión monstruosa: diez mil libros en una hora. Oficio de cernidores. El polvo, el conocimiento que pasa de mano en mano, la tuberculosis…

Pregunto a quemarropa: ¿de qué se mueren los libreros?

Me contesta a bocajarro: tísicos.

Luego explica: “Del polvo de los libros y de los pólipos que se meten por la nariz. Todos los libreros de viejo, sin importar si leen; o no, más si leen; se enferman de los pulmones. La mayoría mueren tísicos. Nosotros aquí somos tosedores rosados”.

Rosado, con sangre.

Pregunto ahora por los tipos de librero. Dice que el buen librero es de raza, como Héctor Yánover, el librero argentino que publicó un clásico del oficio: Memorias de un librero contadas por él mismo (Muchnik editor).

Yánover: «Éste es el libro de un librero pretencioso. Éstas son las primeras líneas de ese libro. Estas palabras constituirán las primeras de la primera página. Y todas las palabras, líneas, páginas, formarán el libro. Ustedes, hipotéticos lectores, ¿tienen idea de lo terrible que es para un librero escribir un libro? Un librero es un hombre que cuando descansa lee; cuando lee, lee catálogos de libros; cuando pasea, se detiene frente a las vidrieras de otras librerías; cuando va a otra ciudad, otro país, visita libreros y editores. Entonces un día, este hombre decide escribir un libro sobre su oficio. Un libro dentro de otro libro que irá a juntarse con los otros en los escaparates o los anaqueles de las librerías. Otro libro para acomodar, marcar, limpiar, reponer, excluir definitivamente.— Antes de aparecer la primera edición de este libro, me encuentro con este gran vendedor de Encyclopaedias y le cuento que están por aparecer mis memorias de librero.-Yo también voy a escribir unas- me contesta. –Se van a llamar: Veinticinco años vendiendo libros y la putísima madre que los parió.»

A diferencia de Yánover, dice que no se considera aún librero, porque un verdadero librero no es un cachorro de veinte ni de treinta: “es un man de cincuenta o sesenta”, y se caracteriza más por conocer a la gente que a los libros.

Enfático: “Es más importante la gente que los libros.”

Ahora carraspea, fuma una bocanada y adelanta una teoría metafísica y animista: que los libros están vivos, que se mueven, que tienen patas: “establecen extrañas asociaciones, desarrollan matrimonios raros, se cascan los unos con los otros; son ente muerto, mientras nadie los lea; son sólo papel pero, en el constante circular, recobran vida”. Luego adelantará un concepto ético del oficio, que me recuerda a Canetti cuando habla de la ética de los escritores en La conciencia de las palabras:

 

-Lo que importa es que el librero conozca a la gente. A la gente de su tierra. Que represente el espíritu de su tiempo, que se niegue al devenir mismo de su tiempo, es importante que se niegue, eso los caracteriza: no vivir al albur del libro de moda, porque por naturaleza un librero de viejo rechaza la moda.

Canetti: «Lo que debe pedírsele (al escritor): la voluntad seria de sintetizar su época, una sed de universalidad que no se deje intimidar por ninguna tarea aislada, que no prescinda de nada, no olvide nada, no pase por alto nada ni realice nada sin esfuerzo.»

 

Yánover: «Si el librero es dueño de todos sus libros, con mayor razón será dueño de cada una de las páginas, de cada una de las palabras, de cada una de las partes que componen ese todo. Si hacen suyas algunas de mis palabras es porque las palabras son nuestras, nos pertenecen.»

Pregunta: ¿Es necesario que un librero lea?

Respuesta: Sí.

Pregunta: Y los que no leen, ¿cómo hacen para reconocer los libros?

Respuesta: Leen los títulos, y guardan en su memoria lo que la gente pide. Es más fácil que alguien diga guárdeme todo lo que le llegue sobre Grecia. Hecho está. Pero si dicen que están buscando el Cicerón de Pierre Grimal, ¿qué haces? Tienes que catalogarte.

Un buen librero es más efectivo que un sicoanalista. Oye y asocia, interioriza y clasifica, resume y concluye, y ese oído atento le da una perspectiva única para recomendar finalmente el libro indicado. Sólo se puede atinar con un libro cuando se conoce al prójimo. Por eso hay que pensarlo bien antes de regalar un libro que tú no has leído. Alejandro nunca denigra de los clientes; los clasifica: “No hay clientes malos; lo que hay es clientes vivos, que ofrecen tarifas irracionales, que cogen un libro y preguntan cuánto vale. Tú le dices vale cincuenta (mil), y él dice vea, pelao, para que iniciemos bien la amistad le voy a dar veinte (mil). Yo les digo: gracias, hermano, usted me está ofreciendo dinero, pero no es suficiente, déjemelo ahí. Así reacciono, pero estos manes (los libreros adyacentes, y señala sus rostros tísicos) responden algo muy bacano: Gracias, yo ya almorcé.”

Dice que los más asiduos de su librería son los profesores, le siguen los estudiantes de universidad, pero que sus mejores clientes siguen siendo las señoras (no las amas de casa), las buenas y dóciles señoras que estudian filosofía por hobby. Ellas jamás dudan: compran lo que les recomienda el librero. Dice que los clientes más abejas son los periodistas que quieren permutar malos libros reseñados en periódicos por libros buenos. Dice que sus clientes preferidos son los profesores, porque lo guían, pero que servido a elegir entre comer y cerrar, se quedaría con los chinos, con los pelaos, con los más jóvenes, con los que empiezan, ultimo año lectivo: porque son pura pasión, leen a Bram Stoker porque los alude, leen a Lovecraft como si fuera la última palabra de la literatura, manadas de emos, aficionados al vampirismo, a la literatura gótica. No se compran uno, se compran diez, a la semana. Afirma.

¿Diez por semana? Ni yo. Los índices de lectura en Colombia se riñen con la realidad. Los índices se construyen sobre las cifras de ventas, no de lectura. Los índices aseguran que los colombianos no pasan de libro por año. Para Alejandro, la confusión radica en esto: “la gente que compra libros en Colombia, no compra uno, compra ¡montones!, mu-chos libros, tantos libros como para que aparezca en los índices de a uno per-cá-pi-ta; pero en realidad es que son muy pocas las personas que leen”.

¿Uno por cabeza?

La perspectiva puede ser peor.

¿Qué tal un libro por vida?

Sobre el modelo ideal de librería hay muchas opiniones discordantes entre libreros de viejo, pero sólo un acuerdo: que la librería en formato titán, desaparecerá. La librería distribuidora. Tipo Lerner. Tipo Nacional. Tipo Fondo de Cultura Económica, la gran bodega con cinco mil novedades al mes, doscientos mil en bodega, desapareciendo hundida no por su propio peso, sino por las imposiciones del mercado. A la red de librerías la suplantará el monopolio, el Shopping Mall, el Centro Comercial, que todo lo acapara y lo convierte en una gaveta, en un tentáculo de su mercado pulpo. Lo único que nos queda a quienes idolatramos al libro como objeto para no sucumbir a los embates y tambaleos de la industria, y al sobreprecio exagerado y al asedio omnipresente del libro web, son los libreros de viejo, los verdaderos sabuesos de libros: aquellos que pasan seis años de vida en busca de Allá lejos de Joris Karl Huysman, para caer a la vuelta de los años, tísicos, con la tos rosada, de sangre.

 

-Dos meses después lo vendí, porque finalmente conseguí el ejemplar de Picasso, una editorial española, más pequeñito, de bolsillo, para mi bolsillo, y lo cambié. Se lo vendí al man que lo recomendó, que también lo quería (porque lo había leído en biblioteca). Y después siguió apareciendo Joris Karl Huysmans en muchas partes. Luego se le apareció a éste loco. A todos los que lo han querido se les ha aparecido Joris Karl Huysmans. Con años de distancia, pero se les aparece.  Él se lo encontró en una librería, por allá detrás de un montón de basura, incluso se lo regalaron, ¡si ni siquiera tuvo que pagar por él! ¡Coja ese hijueputa, lléveselo: Sa-tá-ni-co!

 

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(*)Blogger. Sus cuentos, crónicas y ensayos han aparecido en Antología de la novísima narrativa breve hispanoamericana (Grijalbo, 2009), Revista Casa de las Américas (Cuba), Revista Hermano Cerdo (México), Revista Rilttaura (Universidad Nacional) Revista Arquitrave y Arcadia.com. Publica una crítica ácida cada semana en: www.unahogueraparaqueardagoya.blogspot.com

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