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Ernesto Sábato: 99 años de angustia

Ernesto Sábato

Fernando Araújo Vélez *

El Parque Lezama de Buenos Aires siempre fue un nido de nostalgias, más allá de los cientos de miles de enamorados que durante 100 años se besaron entre sus matorrales, frente a la estatua de Circe, en sus bancas o en el pasto. Sonaba a bandoneón en los tiempos en que Ernesto Sábato se perdía del barullo de la ciudad para escribir Sobre Héroes y Tumbas. Lucía gris, siempre gris.  Gris en el rostro sin esperanza de los jubilados que se citaban para recordar tiempos viejos de fútbol, Racing, Independiente, Boca, River, Estudiantes de la Plata, Huracán. Gris en las mujeres sin edad que cruzaban sus caminos para cumplir con una obligación más. Gris melancolía, gris angustia, gris Sábato.

El muchacho, recordaban tiempo después sus amigos, dejó el libro Uno y el Universo de Ernesto Sábato a un lado, con sus frases y conceptos desarraigados a la vista de todos, se roció el cuerpo con gasolina y se incineró sobre las murallas de Cartagena. En la primera página, aquel estudiante de matemáticas había escrito algo así como “Espero que este libro no te haya hecho tanto daño como a mí”. Sábato supo su historia en octubre del 68, dos días de haberse salvado de la muerte con el escritor Roberto Burgos, el dramaturgo Sergio Vodanovic y otros tres personajes que viajaban con él en una avioneta, de Manizales a Bogotá.

Pasados muchos años, Burgos Cantor recordaría que “el viaje a Manizales con don Ernesto fue en los tiempos en que a La Nubia apenas llegaban avionetas de 8 u 11 pasajeros. Salimos un sábado de buena luz, esa luz fría de la Sabana. Íbamos Ernesto Sábato, Sergio Vodanovic (dramaturgo chileno) el doctor Fandiño, del Ministerio de Relaciones Exteriores, un arquitecto de Manizales y yo. El tiempo cambió de manera brusca y quedamos metidos en una tormenta. El piloto estuvo quizá media hora buscando un claro y haciendo piruetas entre las montañas mientras el agua golpeaba el fuselaje y los vidrios del monomotor. Fue imposible aterrizar en La Nubia y en Pereira. Un tiempo tremendo con ventisca y oscuro”.

El silencio era absoluto, tal vez el último de los absolutos de Ernesto Sábato, o el único que vivió en su vida después del de las matemáticas y las ciencias que lo llevaron, antes de ser escritor, a trabajar al lado de madame Curie en su laboratorio en París. Pero el mundo de los números es ya demasiado perfecto, explicaría luego una y mil veces, y jamás tuvo nada que ver con la realidad de los seres humanos, tan alucinantes, tristes, contradictorios, delirantes, o en últimas, tan humanos.“El ruido del motor era una agonía y los descensos, el vértigo”, contaría Burgos. Fandiño sacó un rosario de camándula. Los demás callaron. El piloto preguntó si alguien tenía una linterna. El arquitecto sacó un yesquero, lo encendió y de la mano del piloto lo acercó al tablero de instrumentos, oscuro y con sus manijas inmóviles.

“Entonces Sábato dijo que bueno, que otro argentino muerto en un avión después de Gardel no estaba tan mal. ‘Nos vamos a matar, señores, no porque se haya agotado la nafta (gasolina) de la avioneta, sino porque se quedó seco el encendedor ’. Enseguida una carcajada general y nerviosa expulsó la angustia contenida”. Sin embargo, la angustia volvió a adherírsele a Sábato una hora más tarde, con uñas y dientes, como siempre. Un anónimo le relató la muerte del estudiante de matemáticas.

Él respondió “¡Qué peligrosa es la literatura!, pero debo decir en mi descargo que en 1960, más o menos, y cuando aún el Che Guevara era ministro en Cuba, yo le escribí una carta por distintos motivos, una carta que él me respondió con otra, hermosísima, que figura en alguna de las recopilaciones de mis obras, que se iniciaba más o menos así: ‘Para mí y mi generación tuvo mucha importancia Uno y el Universo, y fue un libro que en un momento dado yo tenía de cabecera”.

Desde que comenzó a escribir, Sábato fue al autor de cabecera de alguien, generalmente de esos álguienes angustiados, desarraigados, preocupados por el mundo y la vida. “A veces tengo temor de cosas que he escrito —ha repetido hasta la saciedad—, pues las escribí porque sentía una maldad muy interna, porque sentía la necesidad de decir lo que yo creía que era verdad, y la verdad para mí es horrible, la verdad puede ser espantosa, puede estar mezclada con el incesto y el crimen y la locura y el suicido, pero es esa verdad horrible, también, la que hace de la literatura un instrumento de s a l va c i ó n ”.

De sus verdades, que fueron las verdades oscuras del hombre, surgió aquel Juan Pablo Castel de El Túnel 60 años atrás, un hombre como muchos que se hizo personaje de libro para susurrar un escueto “Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne”. De sus verdades surgió aquella Alejandra sin época de Sobre Héroes y Tumbas. Enamorable, despreciable. Y aquel señor Lippmann que un día cualquiera le envió una carta al secretario general de las Naciones Unidas en la que le decía:

Estimado Señor:

Le escribo para comunicarle

que he decidido renunciar como

miembro de la raza humana.

Porconsiguiente, pueden ustedes

prescindir de mí en los tratados o

debates que esa Sociedad realice

en el futuro. Saludo a usted con atención.

Cornelius W. Lippmann

Sábato visceral, solitario, pensante, irónico, violento y atormentado. Alguna vez, años 30, por los años en los que estudiaba Física y Matemáticas y jugaba fútbol creyéndose backcentral de Estudiantes de la Plata, le escribió una carta a Roberto Arlt, simplemente para comentarle que su libro Los siete locos lo había tocado de verdad, pero nunca recibió una respuesta. Durante mucho tiempo Sábato creyó que Arlt no había querido responderle. Un día supo que el desorden del periódico en el que escribía Arlt, La Nación de Buenos Aires, era de tal naturaleza que jamás una carta le habría podido haber llegado.

Igual, se juró contestar cualquier mensaje que estuviera remitido a él. Así lo hizo. Así lo hizo siempre. Respondió cartas como la de aquel “querido y remoto muchacho” que le preguntaba si tenía talento para ser escritor. Sábato le dijo, entre muchas otras cosas: “La verdadera justicia sólo la recibirás de seres excepcionales, dotados de modestia y sensibilidad, de lucidez y generosa comprensión”. “Esa carta cambió mi vida”, confesaría alguna vez Juan Carlos Botero.

Cambió la vida de muchos, de todos aquellos que le escribieron, o se atrevieron a tomar un tren y llegar hasta su enrejada casa de Santos Lugares, a una hora de Buenos Aires, para timbrar y hacerle un par de preguntas a ese hombre inmortal que bien podría responderles con su sarcasmo habitual: “Un siglo de angustias lo tiene cualquiera”.

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(*) Periodista, escritor y editor de El Magazín online. Tiene a su cargo la edición de los Lunes Festivos del periódico El Espectador.

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