Llegué a Santander proveniente de Sincelejo, Sucre, en el año 2006, es decir, hace diecisiete años. Para una mujer separada por voluntad propia, profesora de literatura y escritora, era muy difícil criar y educar a dos hijos en aquellas tierras caribeñas dondelas oportunidades eran (son) escasas. Así que me vine a buscar nuevos aires y lo que me enseñó mi madre que hay que hacer por los hijos: buscarles un futuro.
En el Caribe existía (existe aún) la creencia de que Bucaramanga posee un clima frío, que es la ciudad donde se fabrica el mejor y más barato zapato de Colombia; que es la “Ciudad bonita”; que es la “ciudad de los parques”; que hay que ponerse saco (chaquetas, abrigos)porque la temperatura baja mucho en comparación con los 38 °C a la sombra que se padecen en cualquier pueblo del Caribe colombiano, y especialmente del sur de Sucre, cuyos municipios y corregimientos quedan a orillas del río Cauca.
Y estos imaginarios eran una verdad tangible hace casi veinte años, cuando me vine huyéndole al atraso y al calor. Porque soy mala costeña en eso de aguantar calor, lo confieso.
Entonces (en el 2006) Bucaramanga era fría, estaba llena de árboles y parques, era la ciudad bonita que promocionó aquella telenovela transmitida por cadena nacional de televisión en la década de los noventa, El cacique y la diosa. Era una bella ciudad para vivir: no hacía calor,pero tampoco el frío desesperante de una Pamplona o de Bogotá. Gozaba de un sistema de transporte que llevaba a todos sus habitantes (incluidos los de su área metropolitana: Girón, Piedecuesta, Floridablanca) hasta su misma casa.
Pero a partir del 2008 aquellos 17 °C promedio existentes a mi llegada, empezaron a subir y entonces la temperatura promedio era de 23 °C en 2015. Luego, desde 2006, apareció la promesa de mejorar lo que no tenía que mejorarse porque funcionaba bien, es decir, el transporte urbanode buses. Salieron de circulación la rutas de transporte público (recordemos aquel Igsabellar, Limoncito, Carrera 21, Lagos-Estadio, entre otras que unían el área metropolitana) ante la mirada apocada y conformista de los ciudadanos santandereanos; y, como si fuera poco, nadie
veía cómo caían uno tras otro, uno tras otro, en barrios, calles y avenidas, los árboles para darle paso a estaciones, nuevos carriles y puentes peatonales que facilitarían la entrada en operación del SITM, mejor conocido como Metrolínea, sistema de transporte que hoy, después de la pandemia, se ha venido abajo no sin antes dejar infinidad de elefantes blancos (elefantes de cemento se dirá mejor) y a la ciudad atiborrada de construcciones inservibles.
Con la llegada de este embeleco innecesario de Metrolínea, miles de ciudadanos bumangueses y del área metropolitana padecieron insuficiencia vial y se vieron en la necesidad de comprar una motocicleta. Esto le dio paso a la afluencia de un medio que hoy se ha tomado a la ciudad y que aumentó los accidentes y la violencia en las calles. La llegada del Metrolínea, con la consecuente desaparición del antiguo y eficiente sistema de buses y busetas, también incentivó el uso de colectivos particulares piratas; además, el desarrollismo generado por las aplicaciones de Internet, que incorporó las plataformas de transportes particulares. El caos se hizo presente en la llamada “Ciudad bonita”, que hoy es, sin duda, como decía el músico Álvaro Serrano, la “Ciudad bobita”.
Una ciudad que cada vez se vuelve más caliente, menos industrializada, llena de bloques y de bloques de edificios en los que la gente se encierra en apartamentitos que semejan alos compartimentos de los antiguos apartados aéreos en la hoy nostálgica Adpostal (¿algún millennial que me lea sabrá qué fue Adpostal? Lo dudo).
Los espacios públicos y habitacionales definen el cerebro de la gente, su mirada será mezquina o no si su cuerpo ha vivido hacinado(a) desde siempre. O, por el contrario, será generosa y amplia si ha tenido el privilegio de disfrutar una terraza, un patio, un solar, un camino para andar y recorrer. Pero no: esta es una ciudad que hoy no tiene una política pública
para defender el verde, el espacio público de recreación y, claro, a su majestad el árbol, ni a nada que posea vida. Parece existir un afán fascista de encementar todo, de volverlo cemento duro y puro, de olvidar los olores de la tierra, del río, del árbol, de exterminar a los pocos animales que aún osan atravesar las calles y dormir en los andenes. ¿Han visto esos círculos de tierra en parques y avenidas que encierran al pobre árbol? A ellos los han desplazado, cuando no derribado. Con ellos en Bucaramanga y su área metropolitana ha pasado lo que con los campesinos, pueblerinos e indígenas colombianos: exterminio o desplazamiento.
La ciudad bobita es esta que no se interesa en lo más mínimo por conservar su agradable clima de antaño y por ello no hay una valoración del fresco, de la brisa, de la cantidad palpable y evidente de oxígeno que nos brindan bosques y árboles. Es una ciudad snob, sin identidad.
Decir sin identidad no es proferir un agravio a esta ciudad que amo, porque la ausencia de identidad es lo mismo que decir la presencia del caos. Y el caos ha tomado forma de calor agobiante y de cemento triunfante. Es este el tiempo de los cerebros encementados. Cerebros de espaldas a su irresponsabilidad, que se quejan con cinismo de que en el 2023 la temperatura promedio sea de 27 °C y 30 °C aproximadamente, como si ellos no hubieran trabajado con ahínco y rigor para convertir a Bucaramanga en la ciudad del cemento.
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