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Donde termina mi nombre (Quinta entrega)

* El Magazín publica la quinta entrega de la novela Donde termina mi nombre, de la escritora argentina Patricia Stillger.

Donde termina mi nombre

(Capítulos 8, 9 y 10)

Donde termina mi nombre imagen oficial

8
(Colombia  entre 1920-194…)

Patricia Stillger

Nuestro pequeño Oswald Bölke era un niño agradecido con su padrino y mentor. Si detestaba la escuela alemana, igual hubiera detestado cualquier otra, pero sólo estudiaba en tributo al tío Hans.

Su pasión tampoco era lo opuesto a la escuela, es decir, retozar como cualquier niño de su edad. Por el contrario, lo único que deseaba era el contacto con los pilotos; viajar con ellos, aunque su única excusa fuera sostener las bolsas del correo en alguno de los trayectos que realizaba SCADTA[1].

Los pilotos sentían un cariño especial por este niño no sólo por el recuerdo de su padre, sino por que llevaba la aviación en su sangre, como un legado. Podía nombrar las partes de las aeronaves de memoria. Podía calcular la autonomía de vuelo porque leía los indicadores de combustible y señalaba si llegarían tranquilos a destino, antes de aprender nociones de cálculo en la escuela.

Conoció también la geografía de esa intrincada Colombia, tan diferente en sus paisajes y lo inestable y cambiante del clima. Asistió a todas las adaptaciones que los mecánicos, dirigidos por Helmuth von Krohn, hacían a los Junkers F-13 para que acuatizaran mejor en el río Sinú en la zona de Montería.

El tío Hans no podía permitirle demasiadas ausencias en el estricto colegio alemán, porque, por otra parte, estaba convencido que daría al niño el temple para completar su formación de excelente piloto en cualquier circunstancia.

Hans Ulrich Thomas influía al niño para que aprendiese especialmente las dificultades de la navegación aérea inclinando sus lecciones hacia la aviación comercial.

Recibía cada vez peores noticias sobre su patria y sobre el destino que habían sufrido los pilotos de guerra. Los que habían sobrevivido.

Perdida la guerra, la Luftstreitkrafte había sido disuelta. Qué menos. Pero además,  los pilotos alemanes tenían expresa prohibición de volar en cualquier lugar de Europa. Algunos emigraron a los más variados destinos africanos, otros a Turquía, ignorando el mandato de alejarse de Europa, tanto como el resto de Europa ignoró a Turquía como parte de ella.

Finalmente,  una  cantidad notable de los dueños del aire fue a Colombia donde desarrollaron de forma extraordinaria la aviación de ese país. De hecho, Hans había sido un beneficiado más de la escuela, que de manera sistemática había empleado a los emigrados alemanes de la Primera Guerra. Las rutas se ampliaban y hacían falta más pilotos cada vez.

Las credenciales de Hans no podían ser mejores. Había salvado al único heredero de uno de los héroes más admirados de la aviación alemana y en la huida había demostrado además de coraje, una determinación y un compromiso que ya tenía características legendarias. Hans evitaba el relato todo lo que podía, por lo que se tejían muchas hipótesis acerca de su llegada a Colombia. El cruce por el Atlántico en barco, sostenían unos, un avión desde Turquía, pasando por África, luego Brasil. Otros rumoreaban que había salido desde Barcelona por barco con escala en Cuba y después Panamá.

Aprovechaban para cargar de dramatismo esta versión. En Panamá, los estadounidenses siempre hostiles, se habían ensañado con Hans y el pequeño Oswald, provocando una huida tan peligrosa como lo fuera la salida del frente occidental. En fin, detenerme en esos detalles me convertiría en un historiador y si de algo quiero liberarme es del síndrome de Estocolmo.

El pequeño crecía y debía recibir una educación que ameritara todos los esfuerzos por parte de Thomas. En el colegio el joven Oswald Bölke aprendió algunos rudimentos, si así podían llamarse, del castellano. Cursaban con Frau Baumhauer solamente cinco horas a la semana. Su pronunciación de la lengua española no era mejor que sus conocimientos de la gramática. En cuanto la encerraba una duda, no se molestaba en explicarlo ni siquiera desde la Gramática de Nebrija, cuya reedición de 1890 era la única existente en el colegio. No, ella recurría directamente al latín que muchas veces coincidía con el castellano, pero tantas otras, tantísimas otras, no. Así el alumnado cumplía con las mínimas imposiciones del gobierno acerca de los estándares educativos, pero hubieran sido incapaces de rendir exámenes internacionales que acreditaran un manejo mínimo y honroso del idioma.

Existía la suposición, la creencia arraigada en todos los extranjeros que esa lengua se aprendería sobradamente en el  trato con los nativos. Todos acordaban en fin, padres y maestros, que era de mucha y mayor utilidad  la distinguida educación de sus estudiantes en la puntualidad, los zapatos lustrados y en la disciplina prusiana.

Cuando el muchacho cumplió catorce años SCADTA, contaba con dieciocho hidroaviones aproximadamente, con capacidad para más de diez pasajeros, con lo cual Oswald comenzó a volar con mayor asiduidad. A su aprendizaje de las técnicas de aviación se había agregado una más: la fotografía. Nuestro joven se había aficionado a las tomas aéreas y aportaba información imprescindible para el trazado de mapas de rutas.

No importaba cuánto se esforzara Hans Thomas en que el joven Bölke volviera a interesarse en aprender a pilotear mejor. Sospechaba que la inclinación del muchacho por la fotografía tenía intenciones que él desconocía, pero que estaban fuertemente asociadas a un mandato del colegio alemán.

Pocos años después, cuando Hitler conmocionó a gran parte de la comunidad internacional con su política expansionista, en Colombia, en cambio, ese sentimiento resultó en cierto fervor y simpatía por Alemania y se fundió cómodamente con la fuerte impronta italiana de El Duce. Esas dos ideologías no hacían más que potenciarse y si alguna meta trascendente se había planteado Thomas al huir de la Primera Guerra, era no tener que involucrarse más en ninguna y especialmente mantener alejado a su pupilo de toda práctica militar. Sin embargo, sabía que entre el alumnado existía cierto entusiasmo promovido por el grupo de docentes que simpatizaba con el nacionalsocialismo.

El colegio alemán no había sido la mejor elección, pero se había resistido a la opción de la educación impartida por los ingleses para salvaguardar al joven de las hostilidades de esos compañeros y en el fondo, si bien se había vuelto casi un pacifista, guardaba un recelo muy antiguo para con los británicos. Pero ahora se le planteaban además otros conflictos además en su vida personal.

Si bien SCADTA tenía más aviones y cubría mayor cantidad de rutas aéreas, SACO -propiedad de Ernesto Samper Mendoza-  empezaba a competir más fuertemente, peleando desde el gobierno por ampliar sus rutas y no se conformaba sólo con eso, sino que era un bravucón conocido por sus prácticas deshonestas y su filiación al gobierno de los Estados Unidos que lo amparaba y promovía.

Era ya un hábito el hecho de  que cuando los pilotos terminaban su ruta en Bogotá se juntaran a beber y a comer en un almacén cerca del aeropuerto. Los muchachos de Samper, que no eran otros que pilotos entrenados por los de SCADTA empezaron de buenas a primeras a sentarse en otras mesas, a las que terminaron por denominar los hangares de Samper. Menos disciplinados que los alemanes, solían volar mal dormidos, un poco alcoholizados y a más de uno se le notaban las heridas; un ojo morado, algunos tajos en los brazos, otros sin vendajes en distintas partes del cuerpo que translucían sus camisas. Eran famosos por la resolución de sus conflictos. Especialmente cuando se trataba de mujeres. Estas los tenían en alta estima. En realidad algunas colombianas tenían en alta estima a cualquier piloto de avión, pero ellos llevaban la delantera, siempre más hábiles en el trato con el sexo opuesto. Si alguien interfería en sus planes,  actuaban como una banda. Atacaban rápido y se iban. Siempre se daban a sí mismos por ganadores. Pasara lo que pasara.

9

Lindo, el día está lindo en Medellín; el sol no agobia y Hans lleva su almuerzo para comerlo debajo de un árbol del aeropuerto Olalla Herrera. Era el 21 de junio de 1935. Hans tiene que despegar en breve de regreso a Bogotá. Un viaje más. Está ansioso por llegar. Quiere pasar al menos dos días con Oswald. Tiene cosas que hablar con su protegido.

Sus mecánicos le advirtieron que los de SACO habían tenido una revuelta con polleras de por medio la noche anterior y si esto no era suficiente,  estaban insoportablemente vanidosos desde que los habían elegido como los responsables de pasear a una compañía completa de músicos por toda Colombia.

A pesar de que todo indicaba el bienestar y el crecimiento de su empresa aérea, en lo personal, se sentía un poco responsable por Oswald. Había incentivado sin quererlo, una pasión incontrolable del muchacho por la fotografía y  a veces, se desviaba demasiado de las rutas oficiales, sólo para contentar al joven que no hacía más que pedirle que lo llevara cada vez un poco más lejos. Habían llegado incluso a acercarse demasiado a la zona del Canal cuando no llevaban pasajeros. Entonces el desafío era la lucha entre lograr una altura que garantizara el anonimato del avión y la cercanía requerida para las fotos.

“Estamos a punto de irnos”, dijo para captar su atención Grant Flynt que era un gran muchacho, pero que nunca llegaría a ser piloto. Por ahora se conformaba con ser camarero de SACO y aprender lo que pudiera mirando de reojo a los pilotos. Eran incapaces de la generosidad que implica enseñar. Los dos sabían del nivel de alcoholemia del navegante de esa nave, esa mañana. Por eso, sin mediar falsas diplomacias Hans le hizo la pregunta muerto de risa.

“¿Tu jefe está en condiciones de volar?”

“Ése siempre se las arregla”.

“No es bueno volar con una mujer en la cabeza”.

“Ni con una mujer, ni con toda la resaca”, se rió Flynt.

Hans le convidó de su sándwich y siguieron comiendo en silencio.

“Hans, tienes que enseñarme a pilotear”, se animó Flynt.

“Pues por lo que veo, estás en el lugar equivocado”.

“Me voy a SCADTA contigo”.

“Perdón, naciste en el lugar equivocado. Sólo aceptamos alemanes”

Se rieron los dos porque los dos sabían. Porque la intuición histórica funciona en algunos que son más sensibles;  en aquellos que perciben los signos de las inquinas y el absurdo de las relaciones entre los hombres que luego son los hombres absurdos que gobiernan y sus decisiones las que involucran a millones de personas. A esa parte mayoritaria de la humanidad que adhiere a la muerte y al dolor sin elegirlos.

Se levantaron y caminaron casi abrazados, Hans, la mano en el hombro de Grant y sus sonrisas podían divisarse desde las sorprendidas tripulaciones de uno y otro que ya preparaban sus trimotores F-31 y F-11, respectivamente para la partida.

Fuerst, su copiloto ya había encendido los motores del Manizales y cedía su lugar a Hans. Antes había recibido la señal y carreteaba por la pista. Hacia adelante la visibilidad era inmejorable.

Unos metros más, leyendo los indicadores del tablero y de la nada apareció el banderillero flameando un paño rojo con desesperación. “¿Qué pasa Billy?”. Y Billy Fuerst que levanta la vista de su planilla y grita y una explosión es la próxima respuesta.

Todavía las llamas eran peligrosas, pero unos instantes después, magullado por el salto y rengueando por la caída desde la puerta abierta del avión de SACO, Grant corrió, alcanzó y logró sacar el cadáver, o al menos el torso de su amigo Hans del avión, del Manizales.

La atención se centra en el otro aeroplano. El de Gardel. Toda la impotencia, toda el agua, todos los voluntarios.

Restos del avión donde iba Carlos Gardel
Restos del avión en el que iba Carlos Gardel.
Accidente aéreo de Carlos Gardel
Curiosos y La policía en el sitio del accidente aéreo en el que pereció Gardel.

Hans Ulrich Thomas, partido su cuerpo en al menos dos partes visibles parecía
un soldado más. Un masacrado más a miles de kilómetros, a miles de años, a miles de esperanzas de las trincheras del frente occidental. A años luz de algún reconocimiento.

Los héroes mueren en silencio y el bronce es la elección de los hombres que sin medir, que sin pesar escriben en los libros bajo mi tutela indiferente.

10

En SCADTA las cosas empezaban a enturbiarse. Ahora que tenía una experiencia excepcional, la Compañía tenía serios problemas. Solo ya sin Hans, algún tiempo pasó tan veloz que únicamente podían atestiguarlo los rasgos que habían transformado a Oswald en un hombre como si todo hubiera sucedido en el transcurso entre una noche y su mañana siguiente.

Oswald había volado la ruta Barranquilla-Girardot con tanta frecuencia que la conocía  de memoria. También podía despegar o acuatizar con destreza sin importar las condiciones climáticas en el río Sinú, enfrente de la Avenida Primera de Montería en el departamento de Bolívar. Ese era uno de sus destinos favoritos. Esa ciudad lo estimulaba; se había convertido en asiduo asistente a un cabaret donde la música y el baile eran tratados como las más destacadas estrellas del lugar.

En el “Barilla”, un cabaret de singular importancia cultural, acostumbraban a acodarse en la barra junto a Frank y algún otro a disfrutar de los porros, los fandangos y de las bandas que no tenían nada que envidiarle a las de Bogotá. La riqueza musical le interesaba especialmente a Oswald Bölke que conocía a buena parte de los músicos que tocaban allí. Por su parte, Frank Livingstone, que solía volar con ellos, más cercano en edad e intereses a Oswald, estaba más atento a la salida de los camerinos de las bailarinas. También conocía a todas y se encargaba de averiguar acerca de las nuevas incorporaciones de esa franja del personal del “Barilla”.

Esa noche en especial, Oswald estaba de un humor indeciso, como cuando se lucha desesperadamente por un buen argumento para irse a dormir y sin embargo no se puede. Frank revoloteaba atrás de una monteriana cuya piel, oscurísima, brillaba en comunión con las luces del escenario. Hasta el mismo Oswald se dio vuelta para seguir la acción, como quien sigue su apuesta. La mujer, una cantante muy conocida –cuyo nombre sin embargo se me confunde- cantaba “Para cuando vuelvas” de Atilio Morandes. Algunas parejas decidieron bailar con la disociación que logran los colombianos de la cintura para abajo y el tronco inmóvil. No obstante la danza, esa mujer reinaba de manera tal, que nadie esperaba más que ese momento de la música que hace que los labios se cierren, sólo para apreciar el final, cuando la última nota deviene en murmullo.

Un tipo alto, de bigotes y de sonrisa franca, lo golpeó fuerte en la espalda. Bölke dio bruscamente la vuelta y se encontró con Justo Manuel Triviño que ya lo abrazaba mientras reía. “Te has creído que era una de esas muñecas”, dijo señalando a un grupo de hermosas muchachas.

Al sinuano lo había conocido tiempo atrás, cuando Oswald sólo se encargaba de subir y bajar las bolsas del correo exclusivamente los fines de semana en la época en que cursaba en la escuela en la ciudad de Bogotá.

Mucho antes, Hans, su mentor, lo había llevado al estudio de Justo para que realmente aprendiera -si ese era su interés- “a fotografiar decentemente”. Justo Triviño era un maestro excepcional, de esos que  saben exactamente cuántas dosis de disciplina deben agregar al humor para que un aprendiz tolere la frustración pero que tampoco se hunda en la soberbia.

La foto de su primer acuatizaje era de su maestro. Un primer plano del avión y el brillo del sol en el agua. Sin embargo, el milagro en la toma no era la falta de foco en el paisaje circundante, sino la nitidez del perfil inconfundible de Oswald, una cabeza sin accidentes y el cuello que remataba en una barbilla afilada y perfecta.“Esta es para mostrársela a tu harén, a todas esas que en El  Libanés te miran como al premio mayor”, le dijo Triviño a Oswald en la época que éste descubría más de un mundo simultáneamente. Ese mismo perfil por cierto, era bien apetecido en otros sitios por mujeres sin duda hermosas y que encontraban en ese lugar una oportunidad para mostrar sus voces y en el caso contrario, sus habilidades para la danza o el sexo sin que el juicio de los habitantes cayera sobre ellas como hubiera sucedido en el resto del país. En el resto del mundo. Montería era un refugio, un aire puro y refrescante, como el aire que corre cuando  el río y el mar se juntan.

La pasión de Oswald por la fotografía y la música  crecía en un lugar que le ofrecía mucho más que Bogotá, entre las estrecheces de los alemanes y de la pequeña burguesía, que le buscaba novia en cuanto asomaba la nariz afuera de la Compañía.

Sin embargo, el muchacho tenía otras metas y la urgencia marital no estaba en sus planes. Por otra parte, su contacto con los pilotos, moverse de un lugar a otro hacía que las puertas se abrieran solas, en casos de urgencia sexual.

Montería lo conocía a él también. Lo respetaba como a un pájaro al que no se le puede pedir que corte su vuelo, como a otra ave más en un lugar donde las aves son sagradas. La ciudad tenía una dinámica que no necesitaba de presencias permanentes. Eso sucede en las ciudades cerca de los ríos. Todo puede pasar y volver a pasar.

La buena estrella que suelen tener los que ya tuvieron una alta dosis de desgracias, hizo que el muchacho conociera a las personas correctas. Oswald, huérfano de padre y madre, había sido amparado por Hans Ulrich Thomas,  un ángel, un hermano mayor responsable. Había muerto pensando que Colombia era un buen lugar, que los colegas eran un buen lugar y que había conseguido más de lo esperado respecto de formar una identidad en el muchacho. Todos tenían muy presente aún, las hazañas de su padre durante la Gran Guerra.

Hans, por su parte, trabajó de mecánico al principio y luego se convirtió en uno de los mejores pilotos con que contaba la Compañía. Las lecciones del gran Oswald Bölke no habían sido en vano. O sí.

El resto se lo debía  a SCADTA y sus compatriotas junto con sus esposas habían rotado en los cuidados del bebé y luego del niño, hasta que alcanzó la edad escolar. Entonces, habían pagado por su educación en el colegio alemán. Ese préstamo fue una deuda de honor, que Hans devolvió rigurosamente antes de su inesperada muerte en 1935.

En el último tiempo lo habían ascendido  y Oswald ya volaba un Junker F-13 de SCADTA con algunas novedades en el diseño para los diez pasajeros que llevaba  desde Buenaventura, hacía escala en Guayaquil  para llegar finalmente a la gloria de quedarse Panamá algunas veces, algunos días, siempre tan escasos.

Por entonces, esa ciudad tenía las ventajas de lo que crece. Como un bebé hermoso y sonrosado que alegra a sus padres, sin que ellos adviertan que el muchachito será un mal estudiante, o peor,  que tendrá una enfermedad irremisible. Eso era Panamá. Ese era el momento justo. Muchos extranjeros, además de los obligados estadounidenses elegían este lugar y sus bellísimos alrededores para construir sus mansiones sólidas y eternas como si el tiempo les otorgara un permiso especial; una duración. Así era la fe que le tenían a esa nación tan fuertemente custodiada y que sólo prometía ser más rica cada vez.

Oswald visitaba el casco viejo cada vez que iba, aunque le tomaba no poco tiempo y no menos burocracia trasladarse desde el aeropuerto de Albrook a la ciudad. Caminaba repetidamente por los mismos lugares y lograba aislarse en un sopor ajeno, en un tiempo fuera del tiempo y de manera absolutamente arbitraria asociaba esa construcción colonial con los fragmentos que Hans  le contara acerca de su país originario.

A pesar de tener fotografías de Alemania, había un capricho de sus afectos que decidía que esa porción de Panamá debía ser el lugar más parecido a su patria. Había en ese absurdo –que incluso él mismo reconocía como tal- una respuesta. Algo considerado bello y tangible; lo podía adquirir cada vez que lo visitaba, tenía la sensación de que la gente allí no lo miraba. Le pertenecía porque lo había deseado así y el deseo es lo primero. El deseo asequible; una geografía amable, restringida a un par de manzanas, el alcance de lo imaginado, como la transposición de una foto. Si le habían dicho que su patria era, todo lo que le quedaba de ella: una foto, ¿por qué no iba a estar mucho más satisfecho de tocar unas calles y sus paredes y sentir que sólo así podía expandir los límites de un país que sólo aparecía en sueños, breves, confusos, como contados por alguien, siempre evasivos. En ese placer secreto, por inexplicable, pasaba largas jornadas. Partido, como en un exilio, Montería era su presente. Panamá, la representación de una patria inventada.

Pasear por sus balcones de madera de ropa tendida y gente tendida en hamacas y la fotografía era lo que más disfrutaba. De haber podido elegir, hubiera elegido Montería para establecerse, al menos en esa época de su vida. Pero la ciudad vieja tenía las características de un santuario para él; un lugar de recogimiento y secreto gozo, por qué no, si es gozo lo que sienten los místicos en su encuentro con lo sagrado. En esa ermita, en esa hornacina coleccionaba los objetos que para él eran una patria; tan absurdo, tan arbitrario como los símbolos que conforman una patria, unas paredes blancas y descascaradas, las mercancías altas de los mercados bajos colgando de atriles de colores azules o rojos, de mujeres que cansaban sillas en las entradas y unas cortinas inútiles que flameaban interiores de manteles y flores de plástico. Del olor de unas cocinas muy usadas en aceite y el mar o el viento y su sal que se lo llevaban tan rápido, tan breve como las ilusiones.

La aviación, por otra parte, le había permitido ejercitarse y lograr una habilidad fuera de serie para las tomas aéreas. Con la ayuda de Triviño desarrolló un sistema neumático en un trípode que utilizaba cuando había turbulencia. “Te va a costar una fortuna”, le advertía el maestro a la vez que se preguntaba la utilidad del mapeo que Oswald, con la meticulosidad de una seriada que mostraba el paso de la crisálida a la mariposa, seguía todo el trayecto aéreo, desde que sobrepasaban los 800 metros y en adelante, lo que durara el viaje. “¿Qué fortuna?, la mayor parte son para la empresa.” Así es que por más de un motivo era uno de los niños mimados de SCADTA. Quizás porque su incorporación fue tan temprana, nadie le imponía restricciones, quizás porque nadie lo había visto crecer, nadie se había dado cuenta de que era un muchacho que decidía por sí mismo. Pero, por sobre todas las cosas, se había formado una idea del mundo que, de haber preguntado a tiempo, de haber sabido a tiempo, alguien más le hubiera ayudado a descubrir sus contradicciones y sus carencias. Por algunos años convivió en paz con las preguntas debidamente silenciadas.

En cuanto a los devaneos políticos de las naciones; la pésima relación diplomática entre Panamá y Colombia, no lo habían afectado. El privilegio del extranjero, la ignorancia o la desidia o un poco de las dos.

Demasiadas cosas perdidas, anteriores, en las que pensar. Nadie le quitaría el amor por esas dos patrias, una de aviones y otra hecha de sueños en el capricho de su imaginación y en la decisión personal de una filiación con una patria endeble. ¿Acaso no lo son todas?

Oswald amaba esa fluctuación de los aviones que le regalaban la parte más exquisita de Colombia, acuatizar, aterrizar, acuatizar y encontrarse como si hubiera nacido en el Sinú, el acceso a los privilegios. Y en el otro hemisferio, todo tenía la naturalidad de la respuesta al deseo: la música, los aviones, la fotografía, su romance con Panamá secreta, amada y única.

Él, que no era de ningún lugar, acaso debió huir por su nombre. Podría haberse deshecho de él, cambiarlo por otro. Si ese hubiera sido el obstáculo, lo hubiera borrado como borra el olvido: imperturbable; incólume si hay una sola voluntad que lo sostiene, si hay un solo hombre que quiere olvidar.


[1]Nota: SCADTA: Sociedad Colombo-Alemana de Transportes Aéreos. Fundada en 1919 por un grupo de colombianos y alemanes, fue la primera compañía aérea  en el occidente de Suramérica. Para principios de la Segunda Guerra Mundial, la compañía volaba entre otros destinos, a Panamá. En 1940, la amenaza de una compañía en parte alemana, surcando el Canal de Panamá, se tornó intolerable para los Estados Unidos. Con la ayuda de ese país, el presidente Santos colaboró para transformar a SCADTA en AVIANCA subsidiaria de PAN-AMERICAN.

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