Otro mundo es posible

Publicado el Enrique Patiño

El concierto de Metallica, desde afuera. Crónica de lo que nadie vio

No había empezado el concierto aún y los policías que habían creado una barrera impresionante -que se expandía hasta el límite de los barrios Pablo VI y Quirinal, y bloqueaba la totalidad de la calle 63- ya estaban nerviosos. Apenas me acerqué a preguntarles cuál era la ruta para mi entrada, me gritaron que me alejara, que me fuera de allí, que no estaba permitido acercarme tanto: estaba a 10 metros de la carrilera del tren y a casi un kilómetro neto de distancia de la entrada de la calle 63 que me había tocado en suerte por mi boleta.

Los metaleros, vestidos de negro, estaban también nerviosos. Querían escuchar a su grupo favorito, y desde donde estaban no oían nada. Los policías, con una cifra que superaba los 1.500 agentes, los azuzaban con gritos y con la presencia de los caballos, que espantaban la gente que curioseaba para tratar de agarrar en el aire alguna nota. El olor de la marihuana, en ciertos sectores, era espeso y persistente, pero la mayoría de los jóvenes no fumaba: sólo quería estar cerca y protestaba porque no había el dinero para pagar la boleta más económica, de 120 mil pesos, que los revendedores ofrecían a 140 mil pesos mínimo.

La mayoría eran jóvenes de caras limpias y camisas clásicas con estampados de grupos de rock, casi todos esta vez alusivos a Metallica, que caminaban afanados de lado a lado, inquietos y desprogramados, afinando los oídos.

Hasta que un grupo perdió el control: querían acercarse más y la policía no lo permitía. Comenzaron a arrojar piedras para intentar entrar a los predios de la biblioteca Virgilio Barco y trataron de superar en grupo el vallado impuesto por la policía, ataviada con uniformes amarillos fluorescentes, que los hacían fácil blanco de los enardecidos jóvenes. Un líder del grupo les pedía a sus colegas: «¿Vamos a entrar o no?», «¿Nos vamos a dejar o no?». Y ante el reto, atacaron.

Los guardia montada buscaba dispersar a los jóvenes que no hacían nada y que ya no sabían a dónde ir, porque no había espacios verdes disponibles para sentarse en kilómetros a la redonda. Y el Esmad, avisado del intento de los metaleros de entrar a la biblioteca Virgilio Barco, salió con sus corazas negras gritándole a la gente que se quitara de ahí. Los espectadores que tenían boleta y trataban de entrar quedaron por fuera, imposibilitados para pasar, porque el acceso de la calle 63 se cerró, y se envió a los despistados por la carrilera del tren que va desde el Palacio de los Deportes hasta la carrera 30, una vía desolada, desprotegida, visitada por indigentes en la noche. No había plan B programado.

Los gases lacrimógenos llegaron y las piedras siguieron siendo lanzadas, en una batalla campal con destemplados ecos lejanos de guitarras eléctricas. Los únicos que quedaron fueron los vendedores de comida, que veían pasmados cómo todos sus clientes eran enviados hacia la carrilera del tren o devueltos a sus casas. Mientras tanto, sólo una cámara de CM& y este periodista registraban el desespero de los fanáticos y la intolerancia del grupo de jóvenes que decidió atacar a piedra a los uniformados; y a la vez, la rabia de los que no podían pasar ni escuchar, y también el evidente miedo de los agentes de policía, que rechazaban todo lo que viniera vestido de negro, que temían a los jóvenes y les gritaban como si fueran demonios poseídos, y que me gritaban a mí «váyase, salga, a la carrilera».

Al fondo, dentro de los 60 mil asistentes al concierto, los medios olvidaban esta parte de la historia.

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