Mercadeando

Publicado el Dagoberto Páramo Morales

Mercados campesinos

Sin duda una de las razones del elevado precio que tienen los alimentos en Colombia está asociada al elevado y a veces ineficiente número de intermediarios que participan en la cadena de distribución de los productos que salen del mundo rural hasta que llegan a los hogares del país. Son tantas las particularidades de esta paquidérmica estructura -por momentos obsoleta y sin mayor aporte económico- que se hacen incomprensibles hechos tan irracionales como por ejemplo el de conseguir los productos de origen agropecuario a un precio más reducido en el gran distribuidor que el ofrecido por los mismos campesinos que los producen.

Hay tal cantidad de intermediarios, unos en el proceso de acopio de los productos y otros en su venta, que el incremento de precios por los márgenes que cada uno busca obtener es absurdo, sobre todo porque no hay ningún valor agregado en términos de adecuación o de transformación que lo justifique. La lógica es simple: entre más intermediarios existan a lo largo de la cadena de distribución encargada de llevar los productos hasta las manos del consumidor final -o del procesador de las materias primas- más se eleva el precio, impactando, de manera notable, el exiguo poder adquisitivo de la población en general.

Es desde esta perspectiva que el estímulo a los mercados campesinos adquiere mayor trascendencia en la vida cotidiana de los ciudadanos. Más allá de muchas de las ventajas que su implementación ha evidenciado tener a lo largo de nuestra propia historia, a través de ellos es posible establecer transacciones comerciales directas -entre productor y consumidor- con las positivas consecuencias que ello implica.

Estos mercados campesinos que de alguna manera son una expresión de la larga tradición nacional de aprovisionar a los hogares de los mercados de la alimentación diaria han hecho parte de lo que somos como nación. Así como fue el permanente encuentro de cada viernes entre compradores y vendedores en la denominada Plaza Mayor de Bogotá -hoy Plaza de Bolívar- durante tres siglos: de 1560 a 1861, año en el cual se decidió trasladar esta actividad comercial a las plazas de San Francisco, San Agustín y San Victorino mientras  se construía una plaza techada y protegida de las inclemencias del tiempo. Costumbre que se ha mantenido a lo largo y ancho del país a través de la cual de forma habitual los campesinos siguen atendiendo a las poblaciones que están más cerca de sus lugares de producción.

Su resistencia es loable dados los continuos ataques de los que han sido objeto por parte de algunos gobernantes locales que han hecho hasta lo imposible por desaparecerlos de forma definitiva. Sus insulsos argumentos no solo reflejan una posición política en favor de las modernas cadenas modernas de la distribución al detal, sino que demuestran un palmario desconocimiento de sus beneficios, como ha sido demostrado no solo en el país, sino en mercados latinoamericanos donde se mantienen. ¿Cómo negar el impacto que tienen los tianguis mexicanos que conservan la tradición azteca de concentrar la venta y compra de los productos en un punto que geográficamente convoca a los ciudadanos a aprovisionarse diariamente de sus productos? ¿Cómo no darse cuenta del positivo efecto que tienen en la vida de los uruguayos los denominados “street markets” (mercados callejeros) en los que cada día se desplazan los vendedores de comunidad en comunidad ofreciendo sus productos frescos -tienen sus refrigeradores rodantes, por ejemplo- a buen precio y de notable calidad? ¿Cómo no aceptar que este tipo de práctica comercial que en Colombia ya fue impulsada en el pasado reciente bajo la denominación de “mercados móviles”, tuvo un sensible impacto en aquellas capas de la población de menores recursos?

Pero más allá de las positivas experiencias en otras economías latinoamericanas y en nuestro propio país, sus beneficios son innegables. Desde la perspectiva de los productores ellos tienen mayor control de los beneficios que su trabajo tiene, sobre todo porque no solamente logran cultivar relaciones directas con los consumidores, sino que al hacerlo de manera periódica se convierten en abastecedores permanentes de sus mercados. Desde la óptica de los consumidores, también los beneficios son claros. No solo tienen acceso a productos de calidad a buen precio, sino que al lograr mantener relaciones armónicas con sus proveedores dejan de ser anónimos consumidores como cuando visitan las grandes cadenas de distribución al detal en el que ni siquiera son reconocidos como personas.

A la luz de las sensibles ventajas que para todos los agentes participantes tienen estos mercados campesinos, valdría la pena que desde las esferas gubernamentales se hiciera un cuidadoso análisis de su implementación. Ello exigiría, por supuesto, un apoyo directo y sin titubeos a los productores rurales traducido en recursos e impulso a una infraestructura logística que los estimule. Sin duda sería una forma de enfrentar la grave crisis que tenemos de pobreza, miseria y desequilibrio social que nos ha caracterizado en los últimos tiempos. Sería un mecanismo ágil para combatir la inflación y los elevados precios que cada día azotan de manera inmisericorde a la población nacional, sobre todo a las personas de menores ingresos. Los mercados campesinos que fueron implementados de manera emergente durante tiempos de la pandemia han demostrado una gran eficiencia y vale la pena considerarlos no de manera coyuntural y circunstancial, sino de forma permanente. No los despreciemos.

 

 

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