Palabras de Alfredo Molano Bravo en el acto de entrega del título Doctor Honoris Causa que la Universidad Nacional de Colombia le otorgó el pasado jueves 25 de septiembre.

 

Alfredo Molano Bravo. /Archivo
Alfredo Molano Bravo. /Archivo

Vaya, mire y me cuenta

 

Señor Rector de la UN
Miembros del Consejo Académico,
Profesoras y profesoras
Señoras y señores
Compañeros de Sociología.
500 palabras un minuto

 

La distinción académica que recibimos de la Universidad Nacional nos llena de una sincera y profunda alegría. Aquí nos formamos, aquí se caldearon nuestros sueños, aquí aprendimos a encarar el futuro. Estamos agradecidos con la universidad por lo que nos dio y por lo que hoy nos otorga. Volver a estar aquí es revivir aquellos días en los que el hoy estaba tan lejos.

Permítanme hablar ahora en primera persona porque es en ella en la que yo he contado lo que me cuentan.

No es, claro está, de mi vida de lo que quiero hablar, es la historia personal de una mirada.

No puedo evitar –aunque lo intente– recordar mi primer día de universidad, quizás un 8 de febrero. Lo viví como entrando al panteón de los héroes porque había ganado una gran batalla: estudiar sociología en lugar de cursar derecho, la profesión de mis tíos y de mis abuelos, y porque había aprobado los exámenes de admisión sobre bases académicas muy endebles habiendo hecho, como hice, mi bachillerato entre mesas de billar y salas de cine. Había, además, pasado la entrevista con Orlando Fals Borda, Camilo Torres Restrepo y Eduardo Umaña Luna, tres de las personas que más han influido en mi vida y en mi generación. Orlando nos abrió la puerta al país real; Camilo, al país posible, y Umaña Luna, al mundo de la ética. Materias todas que seguiríamos cursando en la facultad con otros profesores y bajo distintas cátedras: Tomás Dukay, republicano exiliado; Chucho Arango, torrente de historia; Juan Friede, estricto, exacto, crítico; Virginia Gutiérrez, Ernesto Guhl, Enrique Valencia, sólo para nombrar aquellos que recupera esta memoria que ya comienza a hacer aguas. Lo que en las aulas oíamos, en los prados digeríamos y en la 26 o en la 45, a piedra, defendimos. Teníamos que entregar intacto el legado de las luchas estudiantiles del 28 contra la Hegemonía conservadora; las del 54 contra la dictadura de Rojas Pinilla, y afirmar la nuestra contra el Frente Nacional, contra la agresión norteamericana a Cuba, contra el asalto a Marquetalia. Para ninguno fue fácil dejar la universidad. Se sale del campus, pero no muy lejos; la vida real da miedo. Me desprendí de la Nacional a duras penas.

Héctor Abad Gómez, el mártir, nos llevó a varios de los nuevos sociólogos a trabajar en la reforma agraria. Me mandó sin preámbulo al alto Sinú: “Vaya, mire y me cuenta”, me dijo. Córdoba andaba revuelta: los campesinos pedían las tierras que los terratenientes les quitaban desecando las ciénagas, corriendo cercas, quemando escrituras. El Incora se entretenía construyendo un distrito de riego que con el tiempo terminaría fertilizando las tierras de los grandes hacendados. En la cabecera del río Sinú, que es también la del San Jorge, había colonos arrinconados por el Ejército. Se trataba de poner en práctica el operativo norteamericano en Vietnam de las Aldeas estratégicas. O mejor dicho, de sacar a los colonos de sus tierras para concentrarlos en sitios determinados y poder bombardear las nacientes guerrillas. Yo regresé a Bogotá con el credo en la boca: el gerente habló con el presidente; el presidente, con el general, y la operación se suspendió. Fue en Juan José, un pueblo donde después entregaría armas el EPL, donde yo oí por boca de un campesino hablar por primera vez de los “años del tropel”, años de sangre.

No me era extraña la violencia, a pesar de haber nacido en un área rural donde no la hubo. Sin embargo, el 9 de abril Bogotá ardía y desde mi casa veíamos el resplandor de las llamas que consumían la ciudad. Tres días después la Policía se llevó a unos forasteros que, se dijo, habían dejado salir de La Picota, y el general Amadeo Rodríguez, jefe civil y militar de La Calera, los fusiló, sin juicio, en el alto de las Tres cruces. Según él, “eran nueveabrileños”. Mi casa quedaba en un páramo apacible desde donde se oía pitar el tren de la sabana a las 5 de la tarde, hora en que los trabajadores alzaban la mano de obra y llegaban a mi casa a comer: entonces hablaban, contaban su día, su historia, se reían, se burlaban unos de otros y a veces hasta tocaban tiple. Yo los oía embelesado, eran mis héroes.

En algún veraneo en Chicoral, en la plaza del pueblo vi descargar dos cadáveres que traían a caballo; les vi los ojos horrorizados y secos. El alcalde dijo que eran bandoleros. En Tocaima, en otro veraneo, vi las calles de la plaza llenas de mujeres y de niños durmiendo en las aceras. Oí decir que eran gente que no quería trabajar.

Cuando leí La Violencia en Colombia, el libro de monseñor Guzmán, Fals y Umaña, supe que se trataba de esas historias que quedaron grabadas en mi alma. La facultad de Sociología era un hervidero de ideas. Los periódicos hablaban mal de ella y nosotros, de ellos. Buscábamos la verdad en algún barrio del sur de Bogotá y en alguna vereda de Boyacá donde hacíamos prácticas de campo para contrastar las tesis de la sociología académica, un poco densa, a decir verdad. Una distancia que fue aumentando al ritmo en que me reencontré con la mirada campesina, ese agujero por donde sigo mirando el país.

Al regresar de estudiar en París –donde aprendí poco y divagué mucho–, quise hacer mi tesis de grado sobre la renta de la tierra, un tema de moda entre los intelectuales. Opté por hacer el trabajo de campo en Granada, un pueblo lejano en el río Ariari que yo había conocido de niño con el nombre de Boca de Monte y donde me habían mostrado de lejos al temible “Tuerto” Giraldo, un guerrillero liberal. El Ariari era una tierra arrancada a la selva por colonos de Tolima y de Cundinamarca. Busqué ansioso información para mi tesis. La gente me respondía con una mezcla de generosidad y desconfianza, hasta que, viendo mi torpeza, la primera le ganó la partida a la segunda y entonces me contaban su vida: Unos habían llegado de la guerra remontando la Cordillera Oriental con sus hijos y sus corotos a cuestas, otros habían llegado en bus con el “solo encapullado”. Todos huyendo, todos buscando tierras nuevas. Sus historias apasionadas, enriquecidas con sueños, adoloridas por la persecución, me hicieron olvidar la tesis y las caras doctorales de mis calificadores franceses. Fue en Bogotá donde, a cambio de una historia, cedí a la tentación de tener un cartón. No me cupo duda, era demasiado lo que me habían contado los colonos, era muy grande mi compromiso. Opté a conciencia por contar lo que me habían contado, diría mejor, lo que me habían confiado. Lo escribí en primera persona como si ellos, los colonos, lo hubieran escrito. Tal subjetividad –dictaminó la doctrina– reñía con la naturaleza objetiva y aséptica de la ciencia. No se podía distinguir entre la verdad y la fantasía. Para mí, la cuestión no era de método sino de ética. Se produjo entonces un rompimiento a ciencia y conciencia, una “ruptura epistemológica” con lo que parecía más un juez que un maestro.

Y sobre este rompimiento eché a andar.

Los colonos de El Pato, que se habían tomado Neiva después de un bombardeo infame, me enseñaron a oír sus reclamos históricos; en el Valle del Cauca, en Caldas, en Tolima, las víctimas de los pájaros en Ceylán y de los chulavitas en Sevilla, y los huérfanos de los crucificados en Rovira, me hicieron arte y parte de su tragedia. Seguí las huellas de los levantamientos de Guadalupe Salcedo y del Tuerto Giraldo en el Llano; de Isauro Yosa y de Charro Negro en Tolima. Pero, sobre todo, recogí el eco del dolor de hombres y mujeres que una mina de oro en el Naquén, en un manglar del Pacífico, en un río de Chocó rebuscaban lo que la selva les diera, lo que las aguas les llevaran, ante la indiferencia suprema del Estado. Así, de costa a costa, de río en río, de camino en camino, hice lo que un negro viejo en el Charco, Nariño, me dijo: “Para conocer, señor, hay que andar”. Un consejo que ha sido el itinerario de mi vida.

Oír las voces de las gentes no fue suficiente. Para no usurparlas, había que escribirlas en el mismo tono y el mismo lenguaje en que habían sido escuchadas. No fue fácil desembarazarme del idioma conceptual que me impedía ver y hablar. Un afortunado día escribir se me volvió obligatorio, incluso apasionante. Pero todavía faltaba saber si sería útil. Poco a poco esta condición abrió camino al constatar que la gente llana entendía lo que yo escribía con su voz. Los colonos, los aventureros, los guerrilleros, los despojados y hasta los desaparecidos adquirían así vida textual. Entendí que los relatos podían servirles de espejo para que se reconocieran y recabaran en la fuerza que, sin saberlo, cargaban. Comprendí que la aceptación de los textos –mi aspiración más secreta– me satisfacía no porque me justificaran, sino porque por ahí el conocimiento encontraba objeto, cumplía su razón de ser. Oír a la gente reírse de sí misma, discutir sus propios testimonios, volver a sufrir sus dolores, interrogarse, aceptarse, era el sentido vital que yo podía reclamarle al conocimiento. Ya no era la curiosidad de oírlos y de gozar su lenguaje y sus maneras particulares de entender el mundo, ahora era la gratísima sensación de que lo que uno había hecho era acogido. El conocimiento es una especie de hijo pródigo que sólo encuentra suspiro cuando regresa a su fuente. Escuchar –perdónenme el tono– es ante todo una actitud humilde que permite poner al otro por delante de mí, o mejor, reconocer que estoy frente al otro. Escuchar es limpiar lo que me distancia del vecino o del afuerano, que es lo mismo que me distancia de mí. El camino, pues, da la vuelta.

Escuchar es casi escribir. Pero pregunto: ¿Cómo puede uno guardar lo que ha encontrado cuando ese hallazgo es un instante de plenitud? La verdadera relación con otro ser humano es jubilosa porque ha logrado romper la trinchera del miedo. Pienso que guardar esa emoción podría ser dañino. No es sólo una responsabilidad, sino también un asunto de vida o muerte. ¿Cómo seguir viviendo aislado cuando uno conoce al vecino y sabe, además, que vive tan solo como uno? Más aún: ¿Cómo no comunicarle que uno existe? ¿Cómo no mandarle un papelito diciéndole: “aquí estoy”? Eso es escribir. Se tiene miedo de escribir porque se tiene miedo de escuchar, porque se tiene miedo de vivir. Quizá por eso son más seguros los conceptos y los prejuicios.

Escuchar y escribir son actos gemelos que conducen a la creación. El conocimiento no es el resultado de la aplicación de unas reglas científicas sino un acto de inspiración cuyo origen me es vedado pero cuya responsabilidad me es exigida. Uno no escoge los temas, dice Sábato, los temas lo escogen a uno. La creación esconde la utopía, la aspiración a un mundo nuevo y distinto que puede ser tanto más real cuanto más simple. Las cosas suelen no estar más allá sino más acá.

Permítanme terminar diciendo que la creación es el movimiento de la vida. Por eso todo esfuerzo encaminado a conocer debe aspirar a crear, no a descubrir. Crear es, al fin y al cabo, un acto ético. Por eso, entre otras cosas, me honra recibir este doctorado Honoris Causa en compañía de ustedes y sobre todo, del poeta Juan Manuel Roca, quien sin saber para quien escribe, sabe que lo hace en la madrugada:

Desde una nación donde alguien proscribe el sueño,

donde gotea el tiempo como lluvia envilecida

y la risa es condenada por traición a los espejos”.

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