Dos o tres cosas que sé de cine

Publicado el fgonzalezse

Phoenix: el reconocimiento de un final

El magnífico film de Christian Petzold une hábilmente noir y melodrama para contar un doloroso reconocimiento. Phoenix es un soberbio largometraje que observa con lucidez un drama privado y la historia.

Se trata de un relato muy antiguo. Después de un tiempo –meses, años, siglos– nuestro protagonista regresa a su hogar y descubre que ya no lo es, que ese lugar en que vivía pertenece a un pasado clausurado. Phoenix es una excepcional película que funde esta historia con una reflexión sobre las secuelas que dejó la Segunda Guerra Mundial. La difícil aceptación del fin de unas relaciones y de las ficciones con que nos mantenemos vivos constituye el trasfondo sobre el que gira más reciente film de Christian Petzold. En una mezcla de noir y melodrama, Phoenix logra hacer que su juego de máscaras revele la desolación de lo que significa el final de unas ilusiones, el final de una ficción. Y aunque le deba tanto al cine clásico de Hollywood, en particular a Hitchcock, Petzold recurre a este tipo de cine para crear una historia que no encaja del todo en los moldes de los géneros. Phoenix es una película moderna contada con apariencia clásica, cine mutante que traspasa las meras etiquetas. Su breve metraje es suficiente para armar una fábula compleja que enlaza esa Historia con mayúscula con un drama íntimo y sórdido. El director alemán entrega un conmovedor retrato de un personaje que, procurando recobrar su pasado, reconoce que este no es sino una sombra de lo que alguna vez fue.

En medio de la noche inicia la película. Lene (Nina Kunzendorf) conduce a Nelly (Nina Hoss) de vuelta a Berlín, tras ser milagrosamente rescatada de un campo de concentración. Cubierta por vendas por completo, se le somete a cirugías reconstructivas para darle un nuevo rostro. Nelly quiere volver a tener el mismo que tenía, a pesar de las advertencias de los médicos y de Lene. La única vida que concibe es una idéntica a la que llevara antes de que fuese obligada a ir a los campos de su concentración, una vida que pueda compartir de nuevo con su esposo Johnny (Ronald Zehrfeld). No obstante, cuando vuelve al Phoenix, club en que cantaba junto a él, ya nada es igual. Johnny ya no trabaja allí como pianista sino como dependiente y al verla ni siquiera la reconoce. Para él, su esposa murió en los campos de concentración. Aun así, las autoridades le niegan la parte que le corresponde de los bienes de ella. Entonces, Johnny le propone a Nelly –para él Esther–un plan: que finja ser su esposa y así reclamar los bienes. Ansiosa por esta de nuevo con él, Nelly acepta. El desenlace, sin embargo, no traerá los resultados deseados. Con base en una novela de Hubert Monteilhet, Petzold y Harun Farocki adaptan la historia a la Alemania de posguerra. El resultado es una soberbia película que no es la historia de un renacer, sino la del reconocimiento de un pasado doloroso y de un presente desolador.

Petzold se apega en casi todo el largometraje a la perspectiva de Nelly –excepto en momentos clave. Por ello, nuestra mirada se limita a ver lo que Nelly ve y, por ello,  compartimos su búsqueda y aceptamos sus decisiones. Ese intento por recobrar el pasado da pie a una suerte de indagación que sigue las características del noir. El espectador se transforma en una suerte de detective que va recopilando datos para ir armando ese pasado, cuya sombra pesa con tanta fuerza en la película. Ahora, a pesar de que precisamente el pasado tenga suma importancia para la trama, nunca abandonamos el presente. El pasado debe inferirse y construirse, acumularse tal como cada evento va sumando para que el desenlace tenga el efecto emocional que provoca. En Phoenix, la narración avanza anclada a un presente que va revelando los secretos paulatinamente. Esto es importante para que se pueda subrayar la distancia entre las ficciones de los protagonistas y sus realidades, para notar el abismo entre unas y otras. Al hacerlo Petzold comenta tanto el relato privado sobre el que gira el film como lo que supuso la era de posguerra para buena parte de la población alemana: una difícil reconciliación con un pasado y un presente traumático, así como la aceptación del fin de unas ilusiones. El cascarón de la estructura clásica le da una base al director, pero esta se va ir distorsionando por la peculiaridad del juego de Nelly y Johnny y por la decisión de concluir la película en contra de las expectativas. Aun cuando la potencia del final se debe a que toda la información que se ha ido acumulando se resuelve en la escena final, esta conclusión no se apega al molde del noir ni del melodrama –eso sí, debe notarse que algunas películas del cine clásico de Hollywood eran mucho más atrevidas e inventivas que la mayoría del cine que se produce hoy, eran más vanguardistas de lo que cacarean unas que se venden como independientes o cine arte.

Así como el fin de las ilusiones nos golpea, así cierra Phoenix. Una película que se sumerge tan vivamente en un insólito juego que parece una alucinación, una que se ancla tan fuertemente al pasado que parece una historia de fantasmas. Su protagonista persigue con ahínco algo que ya no existe. El film nos persuade de la verdad del insólito juego de suplantaciones que plantea –si bien algunos comentaristas confunden lo verosímil con lo factible–, al tiempo que conmueve profundamente. Petzold recurre al drama privado para explorar las implicaciones de la Segunda Guerra Mundial y para explorar, por lo demás, la naturaleza del amor. Con base en Vertigo, el director alemán juega intertextualmente para cambiar el foco y contar la historia  de una relación amorosa fantasmal desde la perspectiva de la mujer que finge y ya no del hombre que buscaba develar la verdad. El desenlace cierra con contundencia el relato,  libera las tensiones y da respuesta a las búsquedas que ha propuesto. En ello, también ha de elogiarse a este admirable largometraje, que sabe concluir sin extenderse más de lo necesario, como es frecuente en el cine de hoy. Su punto final llega en el momento preciso, aunque como en toda buena ficción parezca que fuese demasiado pronto.

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