Dirección única

Publicado el Carlos Andrés Almeyda Gómez

Osvaldo Soriano: no fumar más de un puro a la vez

Soriano, Osvaldo, El ojo de la patria, Seix Barral, Buenos Aires, 2010, 248 páginas. Prólogo de Roberto Fontanarrosa.

 

 La memoria, si veraz y violenta, es una materia exquisita

Osvaldo Soriano

Piratas, fantasmas y dinosaurios, 1996

Osvaldo-Soriano-quince-anios-muerte_CLAIMA20120127_0149_25Osvaldo Soriano (Mar del Plata, 1943. Buenos Aires, 1997) es a la literatura y el periodismo argentinos, lo que sin duda fue para el tango, Horacio Malvicino improvisando con su guitarra eléctrica en aquel ya legendario Octeto Buenos Aires de Astor Piazzolla. Un elemento tan extraño y poco convencional que, a la sazón del viejo blasón popular, resultaba dar un tono hilarante a la pasmosa configuración de la realidad porteña (dejo por aquí el Concierto para Bandoneon -Primer Movimiento con Malvicino a bordo, recuérdese de paso su quinteto de jazz y esta versión de Caravan de Ellington).

Visto desde sus inicios como periodista, primero a bordo del diario La Opinión y más adelante en la fundación de Página/12, Soriano ha cautivado por su cínico, aunque solemne, sentido de lo nacional. La mayor parte de sus novelas, al igual que sus cuentos y sus crónicas -que comprenden desde polémicas dictatoriales en la Argentina hasta grescas de tono futbolístico-, confrontan la ligereza de una prosa sin pretextos con el discurso social, no del todo político, tejido tras la puesta en escena de bizarros objetos de cinematografía. Tildado por algunos de frívolo reducto de la izquierda poco acomedida de entonces y llamado por otros, con justicia, «el equivalente literario de un Buster Keaton combinado con Emilio Salgari» (1). Se trata ahora de la reedición hecha por Seix Barral -en el año 2003- de sus obras completas dentro de la llamada Biblioteca Soriano en la que se ha encomendado a sus amigos y lectores cercanos el realizar un prólogo para cada tomo de la colección, en este caso su amigo Roberto Fontanarrosa escribe el texto «El socio del silencio», casi que un homenaje a varias de las aficiones más disparatadas de Soriano, el disfraz, el cine y ese surrealismo cargante de personajes en brega de una comicidad llevada hasta el absurdo donde, como ha dicho la crítica quizá menos amable  y justa con Soriano, «la decadencia misma es toda una industria» (2).

El ojo de la patria (1992) es precisamente buena prueba de ello. A simple vista menos directa en su tratamiento de los galimatías argentinos, la narración va desarrollando una suerte de patética parodia del pasado y casi desde los mismos albores de la compleja independencia del país, cuestiona con aire de caricatura el destino de una república en cuya formación parecen esconderse las causas de todos sus males.

osvando-soriano-el-ojo-de-la-patria-seix-barral-23083-MLA20241567370_022015-FGuiada por la paranoia de «un espía muerto de un país que no existe», al que le han encomendado el cuidado de un celebre cadáver de la historia argentina, la novela desciende y asciende por grotescas persecuciones y absurdos juegos de máscaras, de la mano de los devaneos psicológicos de su protagonista, un pobre infeliz desterrado por los suyos -tal y como su nada vital acompañante fue confinado por largo tiempo a la inmemoria del pueblo que ayudó a erigir- y llevado finalmente, en sus quehaceres detectivescos, a cargar a cuestas con el secreto de su terruño: «El milagro argentino». Una especie de salvaguarda de la ciencia tras la que el saber de lo argentino podrá hallar el descanso que le vindicará de la desidia colectiva, en una prosa que logra sopesar en la misma balanza la imaginación y la fidelidad a la verdad, propiedades que Soriano fusiona en su literatura con el esmero y la gracia de un alquimista.

Osvaldo Soriano, siempre del lado del sustrato social, amparaba su narrativa en asuntos tan simples como la página en blanco o los enredos editoriales -a los que constantemente hacía alusión siguiendo un poco lo que Salgari escribiera a propósito de tan «innoble oficio»-, y sobre otras cuestiones de público ejercicio como el fútbol -Soriano fue un furibundo hincha del San Lorenzo de Almagro- o esa política de cafetín en la que se discutía sobre desfalcos o torceduras del gobierno. Fumador empedernido, tenía una norma parecida a la de Mark Twain -«no fumar más de un puro a la vez»-, Soriano pasó sus últimos días sumergido en la Internet y sin mostrar su ya avanzado padecimiento de cáncer, visible tras las quimioterapias en las que perdió por completo su cabello y que lo arrancaron de su rutina de «gato» el 29 de enero de 1997 en Buenos Aires. «Con la quimio uno anda como paseando en un mundo medio irreal»; «Tengo fecha de operación para el 20 -de enero, por supuesto-. El alien se achicó lo suficiente para hacerla posible.» (3)

Tal es el leit motiv en la literatura de Osvaldo Soriano, un estilo estrechamente emparentado con la necesidad de denuncia a la que ha dedicado su vida, dejando al descubierto, a partir del carácter Sui Generis de su ficción y del cinismo sin igual que poseen sus obras, problemáticas como la del peronismo de izquierda y de derecha en los años 70, las aberraciones de los militares, la mediocridad del alfonsinismo o los apagones, la privatización y el crecimiento de la economía informal en los años 90.

La complejidad de la novela y su irreverente manejo, llevan al lector a una parodia del pasado en la que, no teniendo pretensiones manifiestas, se dice más de lo que parece y en la que se ve escindido el discurso beligerante sobre el destino de un país. Queriendo dilucidar un momento clave en la formación de la República Argentina, Soriano pone en acción el cadáver de un prócer de la independencia -que no parece ser otro que el General San Martín, olvidado por Bolívar ya hacia el final de la campaña libertadora y cuya función en su país no fue enteramente cumplida- al que, provisto de un chip que le permite decir dos o tres cosas como a una muñeca de juguete, han de sucederle tantas cosas como pasajes extraños cabe anunciar en un film noir o en una escena cómica de los tres chiflados. Las cosas que el infortunado cadáver reniega y de las que hace eco su protector -que termina por vindicar las tesis revolucionarias que el prócer en vida defendió-, no son otras que las pataletas que el destierro hasta ahora le permite inquirir. Improperios contra el triunvirato, Rivadavia, Belgrano o simples fraseos confusos tras los que el prócer debe ser atendido con baterías nuevas y con gotas oftálmicas que le ayudan a conservar una apariencia vital. En ello Juan Carré, llamado por la celebridad pero víctima de su mal estilo y de una serie de infortunios que le llevan a estar muerto sin realmente estarlo -con una flamante tumba en el Père Lachaîse junto a otros tan celebres como Oscar Wilde o Jim Morrison-, construye en su cabeza un sin fin de teorías y supuestos que llevan a peligrar la «existencia» del difunto. El estilo altisonante y siempre ocurrente de Soriano coloca en movimiento cosas tan dispares como lo son un cantante de Rock -máscaras de Sting o de Clapton que encubren como si fuesen cirugías el desarrollo de una aventura policiaca- buscando mercancía en un tren en marcha, construido casi como una escena de Aventuras de un cadáver de R.L. Stevenson.

A partir de unos versos de Verlaine: «Les sanglots longs/ des violons de l’automme/ blessent mon coeur/ d’une langueur monotone…» (4) -que sirven de escaramuza ante otro confidencial que Carré llama insistentemente Pavarotti, pese a su extremo parecido con el conocido tenor, la historia se va mostrando como una espiral de enredos vertiginosos en los que se esconde la trama de una operación de inteligencia sobre la que el desteñido confidencial teje la propia: » El hombre que volvió de dos muertes», «Confesiones de un agente confidencial», o talvez, como dictamina a Carré un escritor de un hotelucho en París para tranquilizarle, «un relato de suspenso que pasa en un tren nocturno, Los personajes son un agente secreto, un muerto que habla y una banda de escritores que se han juramentado para no publicar nunca».

El ojo de la patria es, en ultimas, una novela despiadadamente sardónica, en la que, por cuenta de la incorregible astucia de Soriano, un personaje del pasado cobra vida siendo objeto de los sucesos más temerarios y sin embargo chaplinescos que puedan tener lugar en una ficción, donde a fin de cuentas ambos, el cadáver alentado por la ingeniería moderna y su nada suspicaz guardián, viven en el exilio, «el prócer, acá -en París- se pasó la vida en cafetines de mala muerte, comiendo porquerías y tragando bilis por la revolución» y Carré, como una sombra de algo que en su inútil fuero interno solo atina a cantar -errando entre las tumbas de Chopin, Balzac, Wilde y Jim Morrison-: «This is the end, beatiful friend (…)The end of laughter and soft lies/ The end of nights we tried to die» (5).

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1. Forn Juan. Sin aliento o no habrá mas penas, 1997

2. Croce, Marcela. Osvaldo Soriano: el mercado complaciente. Buenos Aires: América Libre, 1998.

3. Últimos correos electrónicos de Soriano.

4.Las largas banderas/ de los violines del otoño/ hieren mi corazón/ de una lánguida monotonía.

5. «Este es el fin, hermoso amigo (…) El fin de la risa y las dulces mentiras./ El fin de las noches en que habíamos querido morir». Principio y fin de «The end». Tema de The Doors, citado varias veces en el libro de Soriano.

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