Dirección única

Publicado el Carlos Andrés Almeyda Gómez

A este lado del charco, sobre un libro de Plinio Apuleyo Mendoza

Entre dos aguas, Plinio Apuleyo Mendoza, Ediciones B, Bogotá, 2011, 442 páginas

 

ENTRE-DOS-AGUASLuego de “más de ocho años de silencio literario”, como consta en la nota que aparece en la contratapa de este libro, Plinio Apuleyo Mendoza entrega a la imprenta Entre dos aguas, novela con intenciones un tanto autobiográficas que relata la historia de Martin Ferreira, “un periodista con alma y transpiración de poeta” que, luego de vivir por un largo tiempo en Europa, regresa a Colombia para averiguar por la suerte de su hermano Benjamín, oficial del Ejército, quien aparentemente se ha quitado la vida. En su periplo no hace otra cosa que internarse en la selva para protagonizar otra tonta serie de acción mientras rememora las tardes en París o la cúpula de la Catedral de San pedro en Roma no sin antes haber relatado la historia de su vida y su partida a Europa, hijo de una familia humilde que no le ofrecía en Colombia más porvenir que el de la agricultura:

“Y tiempo después, mientras él andaba en aquel Saint-Germain-des-Prés existencialista de los años cincuenta, sumergido en el hervor de las cavas y de sus delirios de jazz o escuchando cantar a Juliete Gréco en las penumbras de la Rose Rouge, su padre estaba empeñado en sembrar ciruelos valiéndose de una técnica japonesa que había aprendido”. (p.59).

Se trata, como podrá evidenciarse tras la lectura del libro y de la vida y vicisitudes de su autor, de una muy particular mezcla entre un tema siempre ‘taquillero´ como lo es la realidad política y social de un país vista desde la lógica del statu quo pero finalmente expugnada por un rumor en contra de Benjamín, junto al libro de viajes de Plinio Apuleyo en donde relata su periplo por países como Francia, Italia y Portugal, lugares a los que lleva a su personaje principal para permitirse cada una de sus anécdotas, en muchos casos innecesarias si de hablar de la trama central se trata. Antes de retornar al país, obligado por el duelo y la duda sobre el porqué de la muerte de su hermano, Martín no pierde tiempo para evidenciar el resquemor que el regreso le provocaría, regresar a una realidad que el tiempo había desvanecido “y que ahora reaparece idéntica al recuerdo, tal vez más paciente y sufrida, como un pariente pobre que uno vuelve a encontrar a la vuelta de los años”.

 

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De entrada, aquel pariente pobre, la Colombia en que la búsqueda no significa otra cosa diferente a revisar el conflicto de manera evidentemente maniquea (pues se trata en este caso de una lucha entre guerrilla y ejército, malos y buenos, delincuentes y mártires al servicio de la comunidad que se enfrentan a muerte bajo premisas gastadas de los años sesenta), se presenta en la novela no más que como un caserío plagado de mosquitos y narcos; al otro lado, esperan esas calles del intelecto y la dolce vita. Martín regresará, a su pesar, a aquella “ciudad extendida en la oscuridad, más allá de la ventana”, llena de una carga enorme “de violencia, muertes, secuestros, delirios revolucionarios”. De allí el título de esta novela, “vivo en dos mundos –piensa–. Entre dos aguas”. En el curso de la novela podrá verse la forma en que ciertos estereotipos trasnochados permanecen en pie entre el barro y las calurosas montañas. Se habla de marxismo y juventudes comunistas, de sueños de revolución, de utopías marchitas. El curso de las averiguaciones de Martín no incluye más que bandoleros y oficiales del ejército, con quienes éste mantiene disimiles conversaciones en brega de una historia más o menos coherente que revele lo sucedido. El parte oficial habla de un infarto mientras que en el aire una sospecha creciente intenta alimentar el libro sin lograrlo efectivamente. Por lo demás, el ir y venir de los capítulos de Entre dos aguas no ofrece mayor avance en el libro y se deambula sin brújula entre cartas familiares y toda suerte de anécdotas personales y amorosas, hasta regresar atribulado por tanta pretensión intelectual y paseos por el Sena a las derruidas trincheras colombianas donde el ELN y las FARC defendían el naciente negocio del narcotráfico. Allí, el paramilitarismo aparece someramente, se trata del recuerdo que Plinio tiene de los años noventa y de su situación como periodista de escritorio, lo que explica según parece la ingenuidad con la que aborda el tema, a través de los ojos de un poeta que viene reconstruyendo la vida de su hermano, en principio un ejemplo de militar, ávido en conocimientos de filosofía y todo un presunto humanista que aconsejaba a los guerrilleros el desertar de las filas. La prosapia elegante y plagada de expresiones francesas, inglesas e italianas, muestran a Martín más allá de la historia central y parece a ratos que dos libros distintos se hubieran traspapelado por error de imprenta. Entonces, por boca del propio Apuleyo se tiene noticia sobre la intención final de su novela: “rescatar vivencias que perdurarán en el tiempo”. Las vivencias colombianas tienen el tinte de algo que se desconoce, palabras prestadas, nombres comunes, ONGs, Derechos Humanos, fusiles, oficiales, deserción, celadas, pillaje. El mundo al otro lado del charco, el tono de un libro de Víctor Hugo leído a medias. Bien lo entiende Martín al hablar sobre su ignorancia infantil ante esa otra realidad para él asunto de ideologías y películas de época:

“Esa noche, como nunca, mido toda la infinita distancia entre el mundo de Benjamín y el mío, entre su destino y el elegido por mí. La realidad vivida por él aquí adquiere su real dimensión. Nada que ver con esa visión romántica que en los años sesenta, todavía muy joven, mis amigos de entonces y yo nos hacíamos en Europa de la lucha de guerrillas, visión inspirada por el Che Guevara y la revolución cubana. Mitos. Entonces teníamos claro, sin duda, lo que había sido el estalinismo, después de lo ocurrido en Budapest y en Praga y el informe de Kruschev en el XX Congreso del Partido Comunista. Pero pensábamos que lo ocurrido en estas latitudes era distinto, algo que reivindicaba nuestros sueños de un socialismo generoso y liberador. ¡Cuánta tontería debí escribir entonces!”

Martín, como se verá constantemente en el curso de la novela, sostiene en la narración los dos oficios por los que quiso sobreponerse a su condición rural para llegar a granjearse cierta reputación como poeta y escritor. Al tiempo que funge de detective y va de un lado al otro, la memoria de su hermano es pronto manchada por la duda al inculpársele de la muerte de unos campesinos. En este punto Plinio Apuleyo demuestra querer equilibrar la balanza para no dibujar personajes-tipo tan pantallescos con los cuales no cabría una segunda lectura, caso del típico poeta que se revela ante su familia para cumplir el sueño de gloria intelectual lejos de las vaguedades del trópico –“sobrevivir, abrirse paso y darse a conocer un día como periodista en un ámbito internacional”– o del militar que se revela para convertirse en un defensor de los desprotegidos. Entonces resulta que la historia del periodista –Martín– junto a la de su hermano el filósofo –Benjamín–, cobran significados cambiantes aunque finalmente sepamos a dónde nos llevará la historia: un hermano que se entrega como de costumbre a un sainete amoroso –Irene– al tiempo que el muerto sigue precisamente así, muerto. Sin más gloría que el descrédito o la conmemoración, lo que en la práctica resulta ser la misma cosa. Benjamín va del olvido a la honra o la murmuración. Se cuenta de sus obras humanas, de su carisma a prueba de todo, de su personalidad tan poco ortodoxa, de su aparente suicidio o de sus acciones dignas de un héroe de cinematógrafo:

“¿Pero qué pasó? ¿Qué hizo Benjamín para que todo cambiara? ¿Cómo logró que cuatro mil campesinos marcharan hacia el campamento del ELN para advertir que no querían más reclutamientos?

-Fue un verdadero milagro –suspira doña Adela–. Mi Dios debió ayudarlo.

(…)

Sólo le puedo anticipar una cosa- [Dice el capitán Ramírez] Su hermano, le hizo honor al apodo que le ponían. El filósofo. Más como filósofo que como militar acabó quitándoles a los bandidos del ELN este pueblo. Y algo sorprendente: sin disparar un tiro. Sí, como dice doña Adela, fue un verdadero milagro” (p. 157).

El conflicto en el libro y al mismo tiempo una de las pocas particularidades que le salvan del aburrimiento, es el saber que el personaje ausente, el filósofo Benjamín, se desdibuja en algunos trechos de la narración. Dado a la correspondencia con la guerrilla o a la transmisión regular de un espacio radial en La Voz del Caguan, se trasfigura y termina por semejarse a otro personaje-tipo, algo más revolucionario y, como su hermano, amante del vacío de los discursos ajados y la entelequia. Habla entonces a los guerrilleros sobre Marx y Engels, la caída del capitalismo y el advenimiento del socialismo:

“Y para mostrar que ese proyecto nunca había logrado sus objetivos, hablaba de lo sucedido en Cambodia, Laos, Vietnam, Corea del Norte, Checoslovaquia, Polonia o Chechenia así como de las razones por las cuales el muro de Berlín había caído. Muchas de esas cosas, la verdad sea dicha, yo no las conocía tan bien como él porque mi formación había sido esencialmente teórica sin confrontarla con la realidad política del mundo socialista”.

Lo que nos hace bastante incoherente la lectura es tratar de hacer verosímil el cambio en los hechos y las teorías que no hacen otra cosa que flotar en la nada del éter para dejarnos en mitad de ninguna parte. Para colmo, los guerrilleros y  soldados con los que Martín habrá de entrevistarse están perfilados de manera poco imaginativa, se trata aquí de guerrilleros que antes, como Cástulo, pasaron por la Universidad Nacional, estudiando Derecho, junto a carteles de la JUCO, panfletos de izquierda y obras “de Lenin, del propio Mao, pero muy especialmente de Gramsci” hasta textos de Marta Hornecher, una suma de personajes hechos sin más alma que la estampa ochentera de la plaza Che.

No podría cerrarse la novela sin un ataque sorpresa, una celada repentina con muertos y helicoportados que recogen a quienes aún se mantienen con vida en medio de la confusión de metralla y estruendos cercanos, minas antipersona y el viento que las hélices transforman en una estrepitosa polvareda. Días después Martín descansa en Lisboa,  una ciudad de aires y resplandores otoñales, con una memoria apenas manifiesta de lo sucedido, viendo a través de la televisión el caos de la violencia y escuchando junto al estéreo los bellísimos fados de Amalia Rodríguez. Días más tarde regresará de nuevo a Roma, como se debe.

 

CARLOS ANDRÉS ALMEYDA GÓMEZ. Boletín  Cultural y Bibliográfico, Banco de la República No. 86.

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